RAFAEL LUCIANI 28 de mayo de 2016
@rafluciani
Hoy se
plantea, más que nunca en nuestra historia política, el desafío de luchar por
restituir el principio del «bien común», que afirma el primado de las
relaciones interpersonales sobre cualquier intento de imposición de políticas
ideológicas y mentalidades fundamentalistas a expensas del hambre y el
sufrimiento de todo un pueblo. En este sentido vale preguntarnos: ¿hasta qué
punto lo que está en juego son apreciaciones e intercambios entre modelos
políticos cuando al escasear productos de primera necesidad, lo que está en
riesgo es la vida de seres humanos, y no un simple juego de ideologías?
Lo que
vivimos puede ser catalogado como un «mal mayor». Cabe la pregunta obligada y
de orden moral que todos debemos hacernos y discernir: si ponemos primero a la
persona humana y sus necesidades básicas o si seguimos empeñados en imponer una
ideología, que a este punto sólo favorece el fortalecimiento de una cultura
marcada por la muerte y el empobrecimiento. Una subcultura que sucumbe ante la
sobrevivencia y no la inspira el bien vivir.
Sin exclusión
El
bienestar socioeconómico de todos los habitantes de un país es un derecho
humano fundamental que pasa por la posibilidad de acceder, con libertad y sin
exclusión, a los bienes materiales, como comida y medicinas. De esto depende el
gozo de una sanidad mental que permita vivir la cotidianidad con futuro y
esperanza, y no bajo el peso de un presente que asfixia y pone en riesgo a la
propia vida.
En
este sentido, ninguna solución será viable si los actores políticos que tienen
concepciones de vida tan diversas no logran apostar por el «bien común», por
las personas concretas y sus necesidades, antes que por el propio interés
ideológico. Al privilegiar al interés particular por encima del bien de la
sociedad en su conjunto, se actúa de modo amoral. Sólo se produce un mal que
será siempre mayor hasta llegar a afectar a los mismos actores que lo
iniciaron.
Juan
XXIII, en su carta encíclica Pacem in Terris, expresó con toda claridad y
concretes, las exigencias que conlleva lo que llamamos el bien común. Queremos
culminar este escrito recordando sus palabras: «es necesario que los gobiernos
pongan todo su empeño para que el desarrollo económico y el progreso social
avancen al mismo tiempo y para que, a medida que se desarrolla la productividad
de los sistemas económicos, se desenvuelvan también los servicios esenciales,
como son, por ejemplo, carreteras, transportes, comercio, agua potable,
vivienda, asistencia sanitaria, medios que faciliten la profesión de la fe
religiosa y, finalmente, auxilios para el descanso del espíritu. Es necesario
también que las autoridades se esfuercen por organizar sistemas económicos de
previsión para que al ciudadano, en el caso de sufrir una desgracia o
sobrevenirle una carga mayor en las obligaciones familiares contraídas, no le
falte lo necesario para llevar un tenor de vida digno. Y no menor empeño
deberán poner las autoridades en procurar y en lograr que a los obreros aptos
para el trabajo se les dé la oportunidad de conseguir un empleo adecuado a sus
fuerzas; que se pague a cada uno el salario que corresponda según las leyes de
la justicia y de la equidad; que en las empresas puedan los trabajadores
sentirse responsables de la tarea realizada; que se puedan constituir
fácilmente organismos intermedios que hagan más fecunda y ágil la convivencia
social; que, finalmente, todos, por los procedimientos y grados oportunos,
puedan participar en los bienes de la cultura».
Rafael
Luciani
Doctor
en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
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