Por Yedzenia Gainza, 5/08/2016
Un dicho que hace
pensar en un perro vagabundo, sarnoso, flaco, sucio, lleno pulgas. Es difícil
imaginar algo más triste, una sensación más fea. ¿Qué puede dar más lástima que
un pobre perro indefenso y lleno de desgracias? Ya, un niño, pero la imagen es
insoportable, por eso preferimos poner un cachorro de protagonista. Aunque
también podría tratarse de un perro furioso listo para atacar, con una mirada
tan agresiva que obliga a hacer cosas que no se querrían hacer.
Esa necesidad está
llevando a mucha gente a jugarse la vida comiendo veneno. Cuando el hambre
aprieta, cualquier cosa es buena para calmar los gritos de una barriga vacía
implorando aunque sea agua sucia.
La situación del país
está obligando a que cada vez más personas renuncien a comer. No se trata de
renunciar a la merienda a media mañana o media tarde como en otros lugares del
mundo, eso es vivir en el lujo. Se trata de saltarse una, dos, o todas las comidas
principales. De engañar al estómago con un mango, un mamón, arroz, cáscara de
plátano sancochado, yuca… Y luego dormir para no sentir más hambre y poder
soñar con una mesa bonita adornada con unos aguacates grandes, arepas recién
hechas, una fuente llena de carne mechada, perico humeante con su poquito de
cilantro, un pote de mantequilla cremosa lista para derretirse lentamente, un
plato con queso de mano picado en triángulos cuyas puntas se salgan por los
lados, caraotas refritas, tajadas maduras, el aroma a café con leche llenando
de alegría la casa y una jarra de jugo de parchita brillando como el sol. El
sueño de un desayuno que cada vez parece más inalcanzable.
En esas casas reina el
silencio que sólo es interrumpido por el lamento de las tripas y la mirada de
los niños que en su ingenuidad intentar sacar leche de unas tetas en las que no
hay ni esperanza.
Las exigencias
culinarias son inversamente proporcionales al hambre, el “no me gusta” no
existe. Se come lo que hay. No importa si es lo mismo de todos los días
anteriores, si le falta sal, si está muy duro, si recuerda a la basura de la
que se sacó o si es tan amargo como el trago que toca vivir y que ni un vaso de
agua ayuda a pasar con facilidad. Se come y ya está, sin dejar
sobras porque no se sabe cuándo tocará de nuevo un poco de lo que sea.
Mientras muchos tildan
de exageradas las historias que se cuentan sobre lo que ocurre en Venezuela,
hay millones de venezolanos que cada vez comen menos, o peor aún, no comen
nada. Hay venezolanos muriendo de hambre o envenenados porque la necesidad
los llevó a comprar o cortar una raíz que se convirtió en su último bocado.
Mientras sinvergüenzas ignorantes siguen enseñando en televisión plantas
venenosas como curativas, hay gente pasando hambre de verdad. Mientras el
presidente afirma comer arepas todos los días, hay gente que hace meses no sabe
lo que es comerse una, ni siquiera vieja, ni siquiera sola.
Un dicho que hace
pensar en un perro vagabundo, sarnoso, flaco, sucio, lleno pulgas. Es difícil
imaginar algo más triste, una sensación más fea. ¿Qué puede dar más lástima que
un pobre perro indefenso y lleno de desgracias? Ya, un niño, pero la imagen es
insoportable, por eso preferimos poner un cachorro de protagonista. Aunque
también podría tratarse de un perro furioso listo para atacar, con una mirada
tan agresiva que obliga a hacer cosas que no se querrían hacer.
Esa necesidad está
llevando a mucha gente a jugarse la vida comiendo veneno. Cuando el hambre
aprieta, cualquier cosa es buena para calmar los gritos de una barriga vacía
implorando aunque sea agua sucia.
La situación del país
está obligando a que cada vez más personas renuncien a comer. No se trata de
renunciar a la merienda a media mañana o media tarde como en otros lugares del
mundo, eso es vivir en el lujo. Se trata de saltarse una, dos, o todas las
comidas principales. De engañar al estómago con un mango, un mamón, arroz,
cáscara de plátano sancochado, yuca… Y luego dormir para no sentir más hambre y
poder soñar con una mesa bonita adornada con unos aguacates grandes, arepas
recién hechas, una fuente llena de carne mechada, perico humeante con su
poquito de cilantro, un pote de mantequilla cremosa lista para derretirse lentamente,
un plato con queso de mano picado en triángulos cuyas puntas se salgan por los
lados, caraotas refritas, tajadas maduras, el aroma a café con leche llenando
de alegría la casa y una jarra de jugo de parchita brillando como el sol. El
sueño de un desayuno que cada vez parece más inalcanzable.
En esas casas reina el
silencio que sólo es interrumpido por el lamento de las tripas y la mirada de
los niños que en su ingenuidad intentar sacar leche de unas tetas en las que no
hay ni esperanza.
Las exigencias
culinarias son inversamente proporcionales al hambre, el “no me gusta” no
existe. Se come lo que hay. No importa si es lo mismo de todos los días
anteriores, si le falta sal, si está muy duro, si recuerda a la basura de la
que se sacó o si es tan amargo como el trago que toca vivir y que ni un vaso de
agua ayuda a pasar con facilidad. Se come y ya está, sin dejar
sobras porque no se sabe cuándo tocará de nuevo un poco de lo que sea.
Mientras muchos tildan
de exageradas las historias que se cuentan sobre lo que ocurre en Venezuela,
hay millones de venezolanos que cada vez comen menos, o peor aún, no comen
nada. Hay venezolanos muriendo de hambre o envenenados porque la necesidad
los llevó a comprar o cortar una raíz que se convirtió en su último bocado.
Mientras sinvergüenzas ignorantes siguen enseñando en televisión plantas
venenosas como curativas, hay gente pasando hambre de verdad. Mientras el
presidente afirma comer arepas todos los días, hay gente que hace meses no sabe
lo que es comerse una, ni siquiera vieja, ni siquiera sola.
Ojalá tanta necesidad
con cara de perro no se convierta en una jauría iracunda que termine por saltar
al cuello de sus maltratadores clavándole los colmillos hasta que dejen de
respirar. Que esta pesadilla no la gane el hambre, que la gane Venezuela,
que las arepas no sean un sueño, que no haya que escribir un día “muerto el
perro, se acabó la rabia”.
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