Fernando Yurman 15 de marzo de 2017
La
información actual aumentó la velocidad, los detalles, la cercanía de los
datos, pero disminuyo la posibilidad de pensarlos.
Un
tema candente de nuestro tiempo es la credibilidad, no solo del vocero como
referencia ética, también de la información que emite. Atrapada en una veloz
multiplicidad, la noticia acompaña e incluso gesta el acontecimiento, y su rapidez
acaba por ahogar todo concepto o reflexión que pueda suscitar. El pensamiento
respira a un ritmo que requiere, cuando es riguroso, marchas y contramarchas,
cambios de ángulo, perspectivas en escorzo, panorama, meditación, pero la
noticia actual circula en un carrusel que se alimenta de su `propio vértigo.
Basado en el carácter efímero de estas construcciones, Baudrillard había dicho
irónicamente hace tiempo “La guerra de
Irak nunca existió”. Lo cierto es que la distancia entre los acontecimientos y
sus versiones fue enrarecida de manera notoria, y afecta el observador
tradicional del presente que acostumbraba descifrar el mundo. Ni el
desciframiento, ni la esfera de rumores que llamamos mundo, es igual, y parece que tampoco la textura de la materia
tratada es la misma.
Hace
pocos años, un documental bélico sobre
el siglo XX presentó, con lúcido realismo crítico, una amalgama de escenas de
ficción en películas de guerra. Excluyendo lo real, trataba de ilustrar que
nuestra imagen de la guerra y su memoria fue forjada por ellas (aunque muchas
se inspiraron en noticieros, trozos documentales o relatos del momento). Mucho
antes hubo historiadores que creyeron mas cierto contar la historia de las
retoricas que configuraron la historia, en vez de la historia misma. La
diferencia entre Michelet y Tucidides o Flavio Josefo y Gibbon, para ellos sería solo literaria.
Ese relativismo, que atravesó la academia, ya es determinante también en los
medios.
La
verdad siempre ha sido compleja, “si fuera simple - había sostenido H Arendt- todo lo que
tendríamos que hacer es dar vuelta de cabeza la mentira, y ya está, pero eso no resulta”. Ahora resulta mucho
menos, y el reciente neologismo “Post-verdad “ fue acuñado para mostrar este
vacío sobre la convicción de las causas. En otro tiempo, la ambigüedad, la
incertidumbre, la cambiante distancia, refractaban los acontecimientos, ahora
la información los traduce en tiempo real pero a una lengua preformada que los
aplana. Los grupos, que la reciben cada vez más por Internet, se informan
mediante sus “ propios” sitios, y
cultivan su certeza sin cotejar con otros. Así cuadriculada, la amplitud informativa es rebajada por un
previsto y rutinario desconocimiento
El
cine documental, que tomó su adjetivo por el prestigio que tenía el testimonio, las ruinas y documentos en la
Historia, creyó en su tiempo que atesoraba la realidad, misión heredada de la
fotografía. Su desarrollo, como en la pintura, muestra sin embargo que la luz,
el encuadre, el montaje o el color,también narran una historia y develan
distintas versiones de la “realidad”. Y la verdad es siempre un tipo de vínculo
fragmentado con esa realidad en curso. Por eso Merleau Ponty, al referirse a la
puntual fotografía sobre el movimiento real de las patas de los caballos en el
aire, decía irritado “ la fotografía miente, y las pinturas de caballos de
Gericault dicen la verdad, porque es parte del galope ir de aquí para
alla”. El documental “Shoa” de Lanzman
muestra con el mismo criterio la “Verdad”, aunque no aparezcan las fotos y las
captaciones materiales que mostró Alain Resnais en “Noche y Niebla”. La verdad
no es la inasible realidad, sino su inquietante revelación de sentido.
En la
profusa corriente de imágenes que pasaron bajo las cámaras, y hacen raro
actualmente un paisaje o incluso un acontecimiento no fotografiado, llegó a
fundirse el cine documental con la ficción, y a modificar en su mezcla la
visión de uno y otro. “Él hijo de Saul”
es una ficción plena de “verdad” y de lenguaje documental, asi como
tambien “Patterson”, un film en el otro extremo de la experiencia
humana, también ocurrió con “Tana” o “ La cinta blanca” , los cruces de
estilo abundan y se necesitan. El blanco y negro, clásico codigo del
documental, es un signo de “realismo”
que aprovecharon films como “Nebraska” . También ha ocurrido que los
films originales de Ed Wood, el famoso peor director, son revisados actualmente
como documentos graciosos de aquella ficción documental biográfica que realizo
Tim Burton. En estos cruces impensados de estratos imaginarios y reales,
emergio la visión cómica y satírica del documental como género.
El
caso quizás mas festejado es un film uruguayo, cinéfilo sobre Orson Welles.
Utiliza un enfático estilo documental en la investigación sobre el protagonista
infantil de Citizen Kane, que apenas se entrevió al comenzar el famoso film con
el mítico trineo que lleva escrito Rosebud. Según estos acuciosos
investigadores, ese niño seria un señor mayor y acriollado, del provinciano
interior uruguayo. La comicidad que desprenden estas entrevistas en un almacén
de campo, o entre mate y mate sobre la obra del “amigo Orson” , destila una
inteligente ironía . El humor “serio” de este documental sobre las pretensiones
de “verdad” afianzó un género original que se extendió entre aficionados.
También suele verse solapado y confundido con algunas producciones realmente
desastrosas, cuya comicidad es involuntaria, como las de Ed Wood. Es un ejemplo
el film que paso recientemente un canal
de televisión local sobre una de las mafias de la prostitución, controlada por
judíos polacos, en la Argentina de principios de siglo. Un improvisado
reportero extranjero, que masticaba un español muy pobre, trataba de “ sacar a luz” esa historia a partir del “
descubrimiento” de un edificio casi
folklórico de la calle Córdoba, y del relato familiar que recibió sobre una
tiabuela ya desaparecida que había sido “Madama” . Al parecer, ignoraba los
muchos ensayos historiográficos que se habían hecho sobre el tema, como
asimismo sus derivaciones literarias en Roberto Arlt, Edgardo Cozarinsky,
Humberto Constantini, Alberto Bianco, Sholem Ash, Cesar Tiempo, etc, y los
numerosos estudios de ese ambiente en su relación con el tango y el teatro
idish. Empujado por un entusiasmo periodístico al que ninguna ignorancia le era
ajena, y acompañado por una exprostituta feminista, el empeñoso cronista empezó
a recorrer la estantería morbosa para extraer “La verdad”. Su ayudante, que
desconocía olímpicamente esa historia del judaísmo porteño de un siglo atrás,
tenía su propio guión con un discurso feminista con referencias al presente, y
rememoró entre lágrimas su propio abuso por un hombre; por otra parte, una tia
del reportero contaba cada tanto sobre la migración de hace cien años, y
una “experta” sostenía, con clásica
lógica antisemita, que los “otros” judíos le vendían los jabones y toallas a
los rufianes. Raquel Liberman, cuya vida y denuncia en los años veinte había sido
desplegada en varias novelas, emergió esta vez solapada con manifestaciones
actuales de protesta. Por un golpe de suerte para el espectador, uno de los
últimos entrevistados se molestó y preguntó irritado al reportero que buscaba
con esa indagación, que cosa turbia querían investigar, y que ya dejasen
descansar en paz esas pobres mujeres. La breve indignación de este hombre
iluminó el film, lo hizo un autentico “documental” sobre la necedad informativa de nuestro
tiempo.
La
falta de rigor, la tolerancia al equívoco, la analogía anacrónica, esta
alentada por el relativismo que impone el dato digital. La gran masa
informativa suscita una ignorancia igualmente enciclopédica por la falta de
conceptos. La tecnología nos determina mas de lo que creemos,y muchos creen que la “realidad” digital nos piensa. En todo caso, la invasión
general de información, mito y leyenda, hace de la aldea global que profetizaba
Mac Luhan, un auténtico infierno chico de mentiras y rumores. La leyenda,
acendrada por los años, se funde con el prejuicio en aleaciones cada vez mas
difíciles de desarmar. Curiosamente, estos emprendimientos engañosos procuran
el sortilegio iluminador de la “Verdad”. Se sabe que la ciencia busca el
conocimiento, siempre es provisorio y cambiante, mientras que la verdad es un
anhelo metafísico o religioso, que en tono menor sostiene también la adicción
morbosa a la prensa amarilla.
El
indicio o la documentación no son la verdad, ni en muchos casos un conocimiento
válido, pero justifican la versión falsa como “Verdad”. En las universidades
norteamericanas, y en muchas conferencias filmadas que circulan en Internet, se
difunde actualmente una noción importante del antisemitismo afroamericano: los judios se implicaron financieramente en
la esclavitud. En efecto, la esclavitud fue parte del comercio mundial hasta
entrado el siglo XIX, los judios no hubieran podido evitarla, como tampoco los
ingleses,holandeses, portugueses, arabes, chinos, etc, e incluso las mismas
etnias africanas tramadas en ese comercio con los traficantes árabes.
Distinguir especialmente a los judíos sugiere una revelación histórica falsa
pero contundente, que resulta trabajoso aclarar porque las tesis conspirativas
de la historia tienen un atractivo insuperable para la estupidez social. La
brevedad del Twiter, que prescinde de argumentos, sirve el anhelo constante por
la verdad revelada. Y las redes sociales, que no se caracterizan por un
espíritu crítico, viven de esos estallidos de luz artificial.
Cuando
Julian Assange y luego Snowden destaparon las capas informativas que cubrían la
densa vida política global, el impacto para el público fue también su cercanía
a todo aquello que antes era remoto, la visión clara de un núcleo secreto y
trascendente. El carácter ordinario y a veces previsible de la información
mostró los interiores de muchas esforzadas figuras, e incluso algunos que
nadaban desnudos en las corrientes políticas. Uno de los desencantos de este
nuevo “saber” alentó también el
desinterés general por las direcciones de lo cierto y lo falso. Cuando Goebbels
sostenía que una mentira dicha cien veces se convierte en verdad, existía en
esa misma manipulación la idea de que ambas eran diferentes. Actualmente, esa
diferencia se ha disuelto en el desencanto, en ese artificio que la pomposa
posmodernidad llama la postverdad.
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