Opus Dei 18 de marzo de 2017
1. “Per
aspera ad astra!” “A través de las dificultades a las
estrellas”. Esta conocida frase de Séneca expresa de modo gráfico la
experiencia humana de que, para conseguir lo mejor, hay que esforzarse, de que
“lo que vale, cuesta”, de que es preciso luchar por vencer los obstáculos y
asperezas que nunca dejan de presentarse a lo largo de la vida, para poder
alcanzar los bienes más altos.
Muchas
piezas literarias de diversas culturas ensalzan la figura del héroe, que
encarna de algún modo aquellas palabras de la sabiduría latina, que cualquier
persona desearía también para sí: nil difficile volenti, nada es
difícil para el que quiere.
Así
pues, a nivel humano, la fortaleza es valorada y admirada. Esta virtud, que va
de la mano con la capacidad de sacrificarse, tenía ya entre los antiguos un
perfil bien definido. El pensamiento griego consideraba la “andreia” como
una de las virtudes cardinales[1], que modera los sentimientos de contienda
propios del apetito irascible, y así da vigor al hombre para buscar el bien,
aunque sea difícil y arduo, sin que el miedo le detenga.
2.
“Quia tu es fortitudo mea” (Sal 31, 5)
Pertenece
también a la experiencia humana la constatación de la debilidad de nuestra
condición, que constituye, en cierto sentido, la otra cara de la moneda de la
virtud de la fortaleza. Muchas veces hemos de reconocer que no hemos sido
capaces de realizar tareas que teóricamente estaban a nuestro alcance.
Dentro
de nosotros encontramos la tendencia a desmoronarnos, a ser blandos con
nosotros mismos, a renunciar a lo laborioso por el esfuerzo que comporta. En
otras palabras, la naturaleza humana, creada por Dios para lo más alto pero
herida por el pecado, es capaz de grandes sacrificios a la vez que de grandes
claudicaciones.
La
Revelación cristiana ofrece una respuesta llena de sentido a esa condición
paradójica en que versa nuestra existencia. Por una parte, en efecto, asume los
valores propios de la virtud humana de la fortaleza, que es alabada en
numerosas ocasiones en la Biblia. Ya la literatura sapiencial se hacía eco de
ello, al dar a entender, bajo la forma de una pregunta retórica en el libro de
Job, que la vida del hombre sobre la tierra es milicia[2].
Con
frase en cierto sentido misteriosa, Jesús dice, hablando del Reino de Dios, que
lo alcanzan los que se hacen violencia: violenti rapiunt[3].
Esta idea ha quedado reflejada en la iconografía medieval, como sucede por
ejemplo en la capilla de todos los santos de Ratisbona, donde la imagen que
representa a la fortaleza lucha contra un león.
A la
vez, son numerosos los textos de la Escritura que subrayan cómo las diversas
manifestaciones de un comportamiento fuerte (paciencia, perseverancia,
magnanimidad, audacia, firmeza, franqueza, e incluso la disposición a dar la
vida) provienen y sólo pueden ser mantenidas si están ancladas en Dios: quia
tu es fortitudo mea, porque Tú eres mi fortaleza(Sal 31, 5)[4]. En otras
palabras, la experiencia cristiana enseña que “toda nuestra fortaleza es
prestada”[5].
San
Pablo expresa de modo certero esta paradoja, en la que se entrelazan los
aspectos humanos y sobrenaturales de la virtud: “cuando estoy débil,
entonces es cuando soy fuerte”, ya que, como le ha asegurado el Señor: “sufficit
tibi gratia mea, nam virtus in infirmitate perficitur, te basta mi gracia,
porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza”[6].
3.
“Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5)
El
modelo y fuente de fortaleza para el cristiano es por tanto Cristo mismo, quien
no sólo ofrece con sus acciones un ejemplo constante que llega al extremo de
dar la propia vida por amor a los hombres[7], sino que además afirma: “sin mí
no podéis hacer nada”[8].
Así,
la fortaleza cristiana hace posible el seguimiento de Cristo, un día y otro,
sin que el temor, la prolongación del esfuerzo, los sufrimientos físicos o
morales, los peligros, oscurezcan en el cristiano la percepción de que la
verdadera felicidad está en seguir la voluntad de Dios, o le alejen de ella. La
advertencia de Jesucristo es clara: “Os expulsarán de las sinagogas. E
incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios”[9].
4.
“Beata quae sine morte meruit martyrii palmam”: el martirio de la vida
cotidiana
Desde
el comienzo los cristianos consideraron un honor sufrir martirio, pues
reconocían que llevaba a una plena identificación con Cristo. La Iglesia ha
mantenido a lo largo de la historia una tradición de particular veneración por
los mártires, que por especial disposición de la Providencia han derramado su
sangre para proclamar su adhesión a Jesús, ofreciendo así el máximo ejemplo no
sólo de fortaleza, sino también de testimonio cristiano[10].
Aunque
no han faltado en cada época histórica, incluida la nuestra, esos testigos del
Evangelio, lo cierto es que, en la vida corriente en la que nos encontramos la
mayor parte de los cristianos, difícilmente llegaremos a esas condiciones.
No
obstante, como recordaba Benedicto XVI, hay también un “martirio de la vida
cotidiana”, de cuyo testimonio el mundo de hoy está especialmente necesitado:
“el testimonio silencioso y heroico de tantos cristianos que viven el Evangelio
sin componendas, cumpliendo su deber y dedicándose generosamente al servicio de
los pobres”[11].
En
este sentido, la mirada se dirige a Santa María, pues Ella estuvo al pie de la
Cruz de su Hijo, dando ejemplo de extraordinaria fortaleza sin padecer la
muerte física, de modo que puede decirse que fue mártir sin morir, según el
tenor de una antigua oración litúrgica[12]. “Admira la reciedumbre de Santa
María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano —no hay dolor como su
dolor—, llena de fortaleza. —Y pídele de esa reciedumbre, para que sepas
también estar junto a la Cruz”[13].
5.
“Omnia sustineo propter electos” (2Tm 2, 10)
La
Virgen dolorosa es testigo fiel del amor de Dios, e ilustra muy bien el acto
más propio de la virtud de la fortaleza, que consiste en resistir (sustinere)[14] lo
adverso, lo desagradable, lo duro. Ciertamente, se trata de un resistir en el
bien, porque sin el bien no hay felicidad. Para el cristiano la felicidad se
identifica con la contemplación de la Trinidad en el cielo.
En Santa
María se cumplen las palabras del Salmo: si consistant adversum me
castra, non timebit cor meum... si levantan campamentos contra mí, mi
corazón no temerá[15]. También San Pablo, antes de llegar al
supremo testimonio de Cristo, se ejercitó durante su vida en este acto
característico de la fortaleza, hasta poder afirmar: “todo lo soporto por los
elegidos”[16].
Para
expresar este aspecto de la virtud (resistencia), la Sagrada Escritura suele
referirse a la imagen de la roca. Jesús en una de sus parábolas alude a la
necesidad de construir sobre roca, es decir, no sólo escuchar su palabra, sino
esforzarse en ponerla por obra[17]. Se entiende que, en última instancia,
la roca es Dios, como no cesa de repetir el Antiguo Testamento[18]: “Mi
roca, y mi baluarte, mi liberador, mi Dios, la peña en que me amparo, mi escudo
y fuerza de mi salvación”[19]. No
sorprende entonces que San Pablo llegue a afirmar que la roca es Cristo mismo[20],
el cual es “fuerza de Dios”[21].
La
fortaleza para resistir en las dificultades proviene, pues, de la unión con
Cristo por la fe, como indica San Pedro: resistite fortes in fide!,
resisitid fuertes en la fe[22]. De este modo, puede decirse que, en
cierto sentido, el cristiano se convierte, como Pedro, en la roca en la que
Cristo se apoya para construir y sostener su Iglesia[23].
6. “In
patientia vestra possidebitis animas vestras” (Lc 21,19)
Parte
de la fortaleza es la virtud de la paciencia, que Joseph Ratzinger ha descrito
como “la forma cotidiana del amor”[24]. La razón por la que se ha dado
tradicionalmente en el cristianismo a esta virtud una importancia notable puede
deducirse de unas palabras de San Agustín en su tratado sobre la paciencia, que
describe como “un don tan grande de Dios, que debe ser proclamada como una
huella de Dios que reside en nosotros”[25].
La
paciencia es, pues, una característica del Dios de la historia de la salvación[26],
como enseñaba Benedicto XVI al inicio de su pontificado: “Éste es el distintivo
de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más
fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas
las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que
se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos
por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios,
que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no
por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y
destruido por la impaciencia de los hombres”[27].
Muchas
consecuencias prácticas cabe deducir de esta consideración. La paciencia
conduce a saber sufrir en silencio, a sobrellevar las contrariedades que se
desprenden del cansancio, del carácter ajeno, de las injusticias, etc. La serenidad
de ánimo hace asimismo posible que procuremos hacernos todo para todos[28],
adaptarnos a los demás, llevando con nosotros nuestro propio ambiente, el
ambiente de Cristo. Por eso mismo el cristiano procura no poner en peligro su
fe y su vocación por una equivocada concepción de la caridad, sabiendo que –por
utilizar una expresión coloquial– puede llegar hasta las puertas del infierno,
pero no más allá, porque allí no se puede amar a Dios. De este modo, se cumplen
en él las palabras de Jesús: “con vuestra paciencia poseeréis vuestras
almas”[29].
7.
“Quien persevere hasta el fin, ése se salvará” (Mt 10, 22)
La
paciencia está en estrecha correspondencia con la perseverancia. Ésta suele ser
definida como la persistencia en el ejercicio de obras virtuosas a pesar de la
dificultad y del cansancio derivado de su prolongación en el tiempo. Más
precisamente, se suele hablar de constancia cuando se trata de vencer la
tentación de abandonar el esfuerzo ante la aparición de un obstáculo concreto;
mientras que se habla de perseverancia cuando el obstáculo es simplemente la
prolongación en el tiempo de dicho esfuerzo[30].
No se
trata solamente de una cualidad humana, necesaria para el logro de objetivos
más o menos ambiciosos. La perseverancia, a imitación de Cristo, que fue
obediente al designio del Padre hasta el final[31], es necesaria para la salvación, según
las palabras evangélicas: “quien persevere hasta el fin, ése se
salvará”[32]. Se
entiende entonces la verdad de la aseveración de San Josemaría: “Comenzar
es de todos; perseverar, de santos”[33]. De ahí el amor de este santo sacerdote
por el trabajo bien acabado, que describía como un saber poner las “últimas
piedras” en cada labor realizada[34].
“Toda
fidelidad debe pasar por la prueba más exigente: la duración [...]. Es fácil
ser coherente por un día, o por algunos días [...]. Sólo puede llamarse
fidelidad a una coherencia que dura a lo largo de toda la vida”[35].
Estas palabras del Siervo de Dios Juan Pablo II ayudan a comprender la
perseverancia bajo una luz más profunda, no como un mero persistir, sino ante
todo como auténtica coherencia de vida; una fidelidad que acaba por merecer la
alabanza del señor de la parábola de los talentos, y que cabe considerar como
una fórmula evangélica de canonización: “Muy bien, siervo bueno y fiel;
como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de
tu señor”[36].
8. “Magnus in prosperis, in adversis maior”
“Grande
en la prosperidad, mayor en la adversidad”. Estas palabras del epitafio del rey
inglés Jacobo II, en la iglesia de Saint Germain en Layes, cerca de París,
expresan la armonía entre las distintas partes de la virtud de la fortaleza:
por un lado, la paciencia y la perseverancia, que se relacionan con el acto de
resistir en el bien, y que ya hemos considerado; por otro, la magnificencia y
la magnanimidad, que hacen referencia directa al acto de atacar, de acometer
grandes hazañas, también en las pequeñas empresas de la vida corriente. En
efecto, según la teología moral, “la fortaleza, como virtud del apetito
irascible, no sólo domina nuestros miedos (cohibitiva timorum), sino que
además modera las acciones atrevidas y audaces (moderativa audaciarum).
Así la fortaleza se ocupa del miedo y de la audacia, impidiendo el primero e
imponiendo un equilibrio a la segunda”[37].
La
magnanimidad o grandeza de ánimo es la prontitud para tomar la decisión de
emprender obras virtuosas excelentes y difíciles, dignas de gran honor. Por su
parte, la magnificencia se refiere a la efectiva realización de obras grandes,
y en particular a la búsqueda y empleo de los recursos económicos y materiales
adecuados para el cumplimiento de empresas grandes al servicio de Dios y del
bien común[38].
San
Josemaría describía la persona magnánima con estos términos: “ánimo
grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a
salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en
beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la
cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo
dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de
entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la
mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios”[39].
Se
requiere magnanimidad para emprender cada jornada la empresa de la propia
santificación y del apostolado en medio del mundo, de las dificultades que
siempre habrá, con la convicción de que todo es posible para el que cree[40].
En este sentido, el cristiano magnánimo no teme proclamar y defender con
firmeza, en los ambientes en los que se mueve, las enseñanzas de la Iglesia,
también en momentos en los que esto pueda suponer un ir a contracorriente[41],
aspecto que tiene una profunda raíz evangélica. Así, el cristiano se conducirá
con comprensión hacia las personas a la vez que con una santa
intransigencia en la doctrina[42], fiel al lema paulino veritatem
facientes in caritate, viviendo la verdad con caridad[43], que conlleva defender la totalidad de
la fe sin violencia. Esto implica asimismo que la obediencia y docilidad al
Magisterio de la Iglesia no se contraponen al respeto de la libertad de
opinión; al contrario, ayuda a distinguir bien la verdad de la fe de lo que son
simples opiniones humanas.
* * *
Al
comienzo se ha hecho referencia a la paciente resistencia de María al pie de la
Cruz. La ejemplar fortaleza de Nuestra Señora incluye también la grandeza de
alma que le llevó a exclamar ante su prima Isabel: Magnificat anima mea
Dominum ... quia fecit mihi magna qui potens est, mi alma glorifica al
Señor... porque ha hecho en mí cosas grandes[44]. La exultación de María contiene una importante
lección para nosotros, como recuerda Benedicto XVI: “El hombre es grande, sólo
si Dios es grande. Con María debemos comenzar a comprender que es así. No
debemos alejarnos de Dios, sino hacer que Dios esté presente, hacer que Dios
sea grande en nuestra vida; así también nosotros seremos divinos: tendremos
todo el esplendor de la dignidad divina”[45].
* * *
Bibliografía
básica
Catecismo
de la Iglesia Católica, nn. 736, 1299, 1303, 1586, 1805, 1808,
1811, 1831-1832, 2473
Juan
Pablo II, La virtud de la fortaleza, Audiencia general, Roma, 15 de
noviembre de 1978
San
Agustín, De patientia (PL 40)
Santo
Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, qq. 123-140
San
Josemaría, Amigos de Dios, nn. 77-80
----------------------------------
[1] Cfr.
Ángel Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per essere santi. III. Morale
speciale, EDUSC, Roma 2008, pp. 284 y 289.
[4] Cfr. Ex 15, 2, Esd 8,
10; Is 25,1; Sal 31,4; 46, 2; 71,3; 91,2; 1Tm 1,12; 2Tm 1,
7; Col 1, 11; Flp 4, 1; Rm 5,
3-5.
[10] Cfr. Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 2473. Como se sabe, la palabra latina martyr deriva
del griego mártys, que significa testigo.
[11] Benedicto
XVI, Angelus, 28 de octubre de 2007. San Josemaría describía este
martirio incruento en Camino, n. 848.
[12] “Bienaventurada
la Virgen María, que mereció sin morir la palma del martirio al pie de la Cruz
del Señor”. Se trata de la Communio de la fiesta de la Virgen
Dolorosa en el antiguo Misal de San Pío V, que, con un ligero retoque, ha
pasado a ser, en la Forma ordinaria del rito latino, la antífona del aleluya de
la lección evangélica nº 11 del Común de la Santísima Virgen: “Beata est
Maria Virgo, quae sine morte meruit martyrii palmam sub cruce Domini” (cfr.
Pedro Rodríguez, n. 622 de Camino, edición crítico-histórica,
Rialp, Madrid 2004).
[14] Cfr.
Ángel Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per essere santi. III. Morale
speciale, EDUSC, Roma 2008, p. 291.
[18] Cfr. 1 Sam 2,2; 2 Sam 22,
47; Dt 32,4; Hab 1,12; Is 26,4; Sal 19,15; Sal 28,1; Sal 31,3-4; Sal 62,3.7-8; Sal 89,2; Sal 94,22; Sal 144,1;
etc.
[24] Citado
por G. Valente, Ratzinger Professore. Gli anni dello studio e
dell'insegnamento nel ricordo dei colleghi e degli allievi (1946-1977), San
Paolo, Cinisello Balsamo (Milano) 2008, p. 11.
[25] San
Agustín, De patientia, 1 (PL 40,611). La paciencia es uno de los
frutos del Espíritu Santo enumerados por San Pablo en Ga 5,22.
Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 736 y 1832.
[26] Algunos
textos neotestamentarios aluden a la paciencia de Dios: cfr. 1P 3,
20; 2P 3, 9. 15; Rm 2, 4; Rm 3,
26; Rm 9, 22; Rm 15, 5; 1Tm 1,
16.
[30] Cfr.
Ángel Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per essere santi. III. Morale
speciale, EDUSC, Roma 2008, p. 298.
[34] “Me
gustan las últimas [piedras], que suponen la terminación de un largo y paciente
esfuerzo” (San Josemaría, Entrevista para "El Cruzado
Aragonés", 3 de mayo de 1969, n. 16).
[38] Cfr.
Ángel Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per essere santi. III. Morale
speciale, EDUSC, Roma 2008, pp. 294 y 296. La magnanimidad o longanimidad
es asimismo considerada tradicionalmente como uno de los frutos del Espíritu
Santo: cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1832.
[39] San
Josemaría, Amigos de Dios, n. 80. El Fundador del Opus Dei
consideraba como manifestación de magnanimidad el cuidado de lo pequeño: “las
almas grandes tienen muy en cuenta las cosas pequeñas” (San Josemaría, Camino,
n. 818).
Tomado
de: http://opusdei.org/es/article/fortaleza/
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