Johandry A. Hernández 30 de diciembre de 2017
El mal de la viveza ha
generado desconfianza e impide el bienestar colectivo. Dos investigadoras de
LUZ ofrecen explicaciones de un grave problema cultural
Ya en
la década del 50, el prolífico ensayista Arturo Úslar Pietri ofrecía las
pinceladas de la genealogía cultural del venezolano. Cuando escribió El mal de
la viveza profetizó uno de los mayores obstáculos que tendría el país para
emprender su propia superación. “La viveza no está limitada a una clase social
o a una condición económica. Es la falta de fe o la mala fe, que puede perdurar
a todo lo largo de las alternativas favorables y adversas de una vida. Es la
práctica del engaño y de la defensa contra el engaño como sistema de vida
social”, escribió.
Y,
desde entonces, Venezuela sería conocida como un país de vivos. El que busca
‘colearse’, el que ‘trampea’ para conseguir su propósito, el que pone su fe en
la “maraña”. Un tema que se calla, pero está arraigado en nuestra práctica
cotidiana.
Vanessa
Casanova, investigadora del Laboratorio de Antropología Social y Cultural de
la Facultad Experimental de
Ciencias (FEC), dice que para entender el problema de la viveza se
debe, ante todo, intentar definirlo: “Es la disposición a hacer trampa,
picardía, a burlar normas, a desobedecer reglas de convivencia, pautas morales
y jurídicas, siempre en beneficio propio y en detrimento del otro. El vivo busca
tomar ventaja de algo en el momento o lugar que no le corresponde”.
Casanova resalta que antropológicamente es una actitud expresada en actos cotidianos, pero que se solapa, se niega, pues el vivo públicamente no admite que lo es. “Solemos hablar del vivo en tercera persona, pero en muchísimas situaciones podemos llegar a pasar por ‘vivos’: el que se ‘colea’, el que llega buscando a un ‘amigo’ en el banco para que lo pase rápido, el que se traga la luz del semáforo o se adelanta por la derecha, el que falsifica datos para obtener algún beneficio del Estado, el recurrir a una palanca para obtener un puesto de trabajo... La viveza es tan frecuente que algunos llegan a considerarla una conducta normal”, alerta.
Un problema colectivo
Casanova resalta que antropológicamente es una actitud expresada en actos cotidianos, pero que se solapa, se niega, pues el vivo públicamente no admite que lo es. “Solemos hablar del vivo en tercera persona, pero en muchísimas situaciones podemos llegar a pasar por ‘vivos’: el que se ‘colea’, el que llega buscando a un ‘amigo’ en el banco para que lo pase rápido, el que se traga la luz del semáforo o se adelanta por la derecha, el que falsifica datos para obtener algún beneficio del Estado, el recurrir a una palanca para obtener un puesto de trabajo... La viveza es tan frecuente que algunos llegan a considerarla una conducta normal”, alerta.
Un problema colectivo
Para
Casanova, se trata de un problema, que aunque en la práctica es individual, su
repercusión es de impacto colectivo. La docente de la FEC ubica una de sus
causas en que las instituciones están fallando. “El sistema educativo, los
organismos públicos que deben velar por el cumplimiento de las leyes. Pero,
sobre todo, debo señalar que la primera institución que falla es la familia,
porque la viveza se inculca en el hogar. ¿En cuántas fiestas
infantiles no vemos -o vivimos- la experiencia de unos padres aupando a sus
hijos para abalanzarse sobre la piñata, a empujones y golpes si es necesario,
para llevarse la mayor cantidad de juguetes? Es que mi hijo no es ningún
pendejo, dice la madre”, ejemplifica Casanova.
Desde la advertencia de Úslar hasta hoy, la viveza se ha transformado en un acto de supervivencia, a juzgar por la apreciación de esta investigadora: “Hay que ser vivo porque las instituciones –públicas o privadas– no funcionan bien. Hay que ser vivo porque una ley implícita se ha impuesto por encima de las normas de civilidad vigentes: la ley del más vivo”, refiere.
Para Casanova, es un problema fundamentalmente ético, de civilidad, de reconocimiento del otro. “Actuar como vivo no nos hace mejores, sino que nos aísla, porque implica la negación del nosotros. Pienso de manera individualista, o pienso únicamente en mis allegados, pero me olvido de que formo parte de una sociedad. La viveza niega a la sociedad, y por parte me niego a mí mismo como parte de un colectivo. Y, tarde o temprano, el vivo será atropellado por otro vivo. Por eso la viveza termina siendo un búmeran”, advierte.
Vivos y consumistas
La
socióloga e investigadora del Centro de Estudios Sociológicos y Antropológicos
de la Facultad de Ciencias
Económicas y Sociales (Cesa), Natalia Sánchez, dice que la viveza del
venezolano tiene una explicación sociohistórica asociada a la condición
rentista de Venezuela. “El rentismo nos hizo poco productivos y muy
consumistas”, señala.
De esa anomalía, el venezolano heredó la necesidad de exhibir –comenta– y de allí que en el exterior se nos asocie con el interés material: enseñar las prendas de oro, el carro último modelo, la ropa, los zapatos…
Para Sánchez, el rentismo inculcó, a su vez, una práctica perniciosa: que el venezolano prefiera obtener las metas por “los caminos cortos” para conseguir lo que otros logran con años de trabajo.
“La viveza del venezolano ha terminado por convertirse en un suicidio colectivo”, alerta. Sustenta esta aseveración en el hecho de que el vivo se convierte en un ser que se autodestruye, porque demuele el tejido social. “Necesitas generar confianza para avanzar, son los principios del capital social: atención a las normas para generar convivencia”, dice.
La consecuencia más visible es que la sociedad venezolana entronizó la desconfianza y todos se perciben como sospechosos. “En una sociedad de vivos, nadie confía en nadie, la desconfianza es tan grande que nos impide generar nexos más allá de la familia. Y ojo, en la familia también te puede salir un ‘vivo’. Eso nos impide avanzar”, indica.
“Que me den lo que me toca”
De esa anomalía, el venezolano heredó la necesidad de exhibir –comenta– y de allí que en el exterior se nos asocie con el interés material: enseñar las prendas de oro, el carro último modelo, la ropa, los zapatos…
Para Sánchez, el rentismo inculcó, a su vez, una práctica perniciosa: que el venezolano prefiera obtener las metas por “los caminos cortos” para conseguir lo que otros logran con años de trabajo.
“La viveza del venezolano ha terminado por convertirse en un suicidio colectivo”, alerta. Sustenta esta aseveración en el hecho de que el vivo se convierte en un ser que se autodestruye, porque demuele el tejido social. “Necesitas generar confianza para avanzar, son los principios del capital social: atención a las normas para generar convivencia”, dice.
La consecuencia más visible es que la sociedad venezolana entronizó la desconfianza y todos se perciben como sospechosos. “En una sociedad de vivos, nadie confía en nadie, la desconfianza es tan grande que nos impide generar nexos más allá de la familia. Y ojo, en la familia también te puede salir un ‘vivo’. Eso nos impide avanzar”, indica.
“Que me den lo que me toca”
Según
Sánchez, en el venezolano prevalece la noción de que solo por nacer en esta
tierra tiene derecho a recibir lo que le toca. “Es una especie de lógica de
piratas que están repartiéndose un botín. Vemos que la renta petrolera no
siempre alcanza para todos”, ilustra. La investigadora considera quelos
Gobiernos no han mostrado interés en combatir los males del rentismo,
porque esa anomalía les ha ayudado a permanecer en el poder ante ciudadanos
incautos.
Para Casanova, se debe emprender un desmontaje del discurso que se teje alrededor de la viveza. “Yo propondría abolir el término viveza criolla y empezar a llamar las cosas por su nombre: se trata de trampa, de burla, de abuso, de engaño, de compadrazgo, de clientelismo, de corrupción... y luego, a luchar en contra de eso”, señala.
Dice que se debe asumir como una tarea colectiva: “Merecemos un trato más respetuoso, más solidario, más cívico. Y eso pasa por la sociedad, que debe propiciar mecanismos para reforzar los lazos colectivos como, por ejemplo, rituales de cohesión social. Eso es particularmente urgente en una sociedad que se encuentra polarizada ideológicamente”, aconseja.
Sánchez, por su parte, enfatiza la responsabilidad de la escuela. “La educación debería estar menos orientada al particularismo y más a la convivencia. El camino de la escuela es largo, lleva al menos 10 o 12 años”, dice.
Comenta que desde los gobiernos locales se pueden adelantar campañas de concienciación porque el venezolano debe rescatar su herencia societaria. “Para un Gobierno sería más difícil tener ciudadanos que confíen en sus instituciones porque esperarían menos del clientelismo y más del Estado”, argumenta.
Para Casanova, se debe emprender un desmontaje del discurso que se teje alrededor de la viveza. “Yo propondría abolir el término viveza criolla y empezar a llamar las cosas por su nombre: se trata de trampa, de burla, de abuso, de engaño, de compadrazgo, de clientelismo, de corrupción... y luego, a luchar en contra de eso”, señala.
Dice que se debe asumir como una tarea colectiva: “Merecemos un trato más respetuoso, más solidario, más cívico. Y eso pasa por la sociedad, que debe propiciar mecanismos para reforzar los lazos colectivos como, por ejemplo, rituales de cohesión social. Eso es particularmente urgente en una sociedad que se encuentra polarizada ideológicamente”, aconseja.
Sánchez, por su parte, enfatiza la responsabilidad de la escuela. “La educación debería estar menos orientada al particularismo y más a la convivencia. El camino de la escuela es largo, lleva al menos 10 o 12 años”, dice.
Comenta que desde los gobiernos locales se pueden adelantar campañas de concienciación porque el venezolano debe rescatar su herencia societaria. “Para un Gobierno sería más difícil tener ciudadanos que confíen en sus instituciones porque esperarían menos del clientelismo y más del Estado”, argumenta.
Penalización moral
Para
Vanessa Casanova se deben rescatar las campañas de penalización moral. “Recuerdo hace muchos años una campaña en
televisión que terminaba siempre con la frase: "¡Señale al
abusador!", y la persona abusadora se volvía pequeñita frente a los demás
por vergüenza. Esos mecanismos se han perdido y eso redunda en la pérdida de
lazos de solidaridad colectiva y respeto al otro, que puede ser o no nuestro
vecino, pero que forma parte de la sociedad”, precisa.
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