Carlos Padilla Esteban 17 de marzo de 2018
La belleza que nace de la
pureza del corazón es la que salva el mundo
Ya no
sé si hay cosas que no me gustan porque son feas o porque me hacen daño. Tiendo
a pensar que más bien es lo segundo. Como decía Dostoievski: “Lo
contrario de la belleza no es la fealdad, sino la utilitariedad”.
Lo
bello no me hace daño. El ser utilizado por otros, sí que me hiere. Hay cosas
que me hacen daño. El mal me duele muy dentro. El mal es feo. El odio,
el desprecio, la indiferencia. El maltrato, el abuso, la mentira.
Me
hacen daño los que calumnian, difaman y juzgan. Los que me quieren utilizar o
desean mi mal. O me desprecian con su olvido.
Yo
también soy feo en mi mentira, en mi odio, en mi ira. Soy feo cuando acuso y
hiero. Es mi mentira la que encubre mi belleza, tapa mi bondad, oculta mi
capacidad escondida de amar.
El
otro día una persona me decía que quería estar dispuesta a que la trataran de
acuerdo a su verdad. Aunque eso doliera: “No saben cómo soy de verdad,
no conocen mis sentimientos más profundos, mis deseos ocultos”, me
decía conmovido.
La
apariencia que todos ven. La verdad oculta que pocos conocen. Lo que hago y lo
que pienso. Lo que soy y lo que digo. La mentira me hace daño. El
mal me hiere. Me oculto en la apariencia.
Es la
verdad lo que me libera. La belleza me da vida. La verdad es bella.
Porque detrás de cada corazón hay belleza. Detrás de la aparente fealdad brota
la vida.
Esa
belleza que nace de la pureza del corazón es la que salva el mundo. Dios está
despierto en esa belleza. En mi alma. En mi deseo más profundo de amar.
Necesito
aprender a ver la belleza debajo de mi pecado, de mi precariedad, de mi
carencia. Ver completo a quien no está completo.
Como
decía la protagonista de La forma del agua: “Cuando él me
ve no sabe que estoy incompleta. Él me ve como soy”.
El
verdadero amor ve a las personas completas. Ve perfecto a quien
mira. Ama en su integridad. Me gustaría aprender a amar así, a mirar de esa
forma. Viendo la belleza oculta. La verdad que otros no conocen.
Hay
personas que parece que no observan. Parece que se despistan. Que están
perdidas en su mundo interior. Pero luego aprecio cómo se fijan en lo
importante y sus juicios tienen consistencia.
Quiero
ser yo también así. Fijarme en la vida, en lo bello, en lo bueno de
cada persona, en los detalles.
Quiero
aprender a meditar a partir de lo que ven mis ojos. Más allá de las
apariencias. En lo profundo del alma.
No me
dejo llevar por lo que el mundo piensa. Por lo que otros ven. Miro más hondo.
Veo la fuerza interior que mueve el alma. Y sus deseos más verdaderos. Hay
tanta verdad escondida que me conmueve.
Quisiera
yo mirar siempre así y ver la vida oculta que se me escapa a primera vista.
Quisiera yo una libertad interior que no tengo para conmoverme con lo bueno que
hay en cada uno. Sin rechazar a nadie por su aparente fealdad. Aunque me haga
daño al principio.
Quiero
mirar así mi propia vida. Mirar mi verdad oculta. No quedarme en mi
apariencia, en mis cosas feas, en mis mentiras.
Quiero
aprender a amar mis deseos más profundos y verdaderos. Los que me hacen mejor
persona. Los que a veces sólo intuyo.
Leía
el otro día: “Si el deseo es bueno, conduce a una mayor intensidad de
la propia vida, es decir, se constata una mayor constancia, plenitud,
creatividad y espíritu de iniciativa a lo largo de la jornada. Se muestra una
inesperada belleza, que es la característica propia del deseo”[1].
No sé
si mis deseos son todos buenos. No sé si me hacen mejor persona o no. Si sacan
lo mejor de mí. Si duran en el tiempo como una verdad irrenunciable.
Simplemente son mis deseos.
Quisiera
que todos fueran buenos. Pero tengo un montón de sueños dibujados en el alma.
Algunos algo confusos. Otros me confunden.
Es
verdad que sé que mis deseos buenos sacan lo mejor de mí. Son realmente bellos.
Tienen fuerza. Dan vida a otros. Como el fuego del volcán que enciende el mundo
y lo cambia. Todo lo transforma.
Así quiero
yo que entre el deseo de Dios en lo más hondo de mi ser. Y me transforme. Y
calme ese deseo que tengo dentro. Y así no quede nunca insatisfecho y
vacío.
Porque
es lo más verdadero que tengo, ese deseo que Dios ha sembrado en mí: “Los
pensamientos del mundo son asimilados fácilmente, pero no duran y acaban
dejándole a uno vacío y con mal sabor de boca. Los pensamientos de
Dios, en cambio, entran con cierta dificultad, se produce una batalla interior
para acogerlos; pero, una vez que han entrado, producen una
duradera y profunda paz y serenidad y facilitan las cosas que
uno se proponía llevar a cabo, aun siendo objetivamente gravosas”[2].
San
Ignacio lo vivió así en el momento de su conversión. Cuando se adhirió al deseo
que dejaba su alma llena de luz y esperanza. Eran deseos de cielo. Que conviven
con los deseos de la tierra.
Unos
me llenan por largo tiempo, siempre. Otros me dejan incompleto. En los primeros
está Dios dándome la vida.
Sé
que lo bello que hay en mí viene de sus manos. Por eso me atrae
tanto lo bello. La belleza escondida y verdadera. Esa belleza que me enamora
para siempre.
Quiero
sacar de mí lo que me hace daño, lo feo, lo injusto, lo violento. Y dejar que
sólo haya en mí ese deseo de Dios, que trae paz y consuelo. El deseo de amar y
de dar la vida. El deseo de entregarme por entero a los que Dios me confía, sin
guardarme nada.
Me
arrodillo conmovido ante la verdad de Dios que descubro en mi alma. Rompo el
velo que la cubre.
Me da
tanta paz saber que soy pueblo de Dios, propiedad suya… Y que Él sea mi Dios.
Me alegra saber que tengo su belleza muy dentro, escondida en un lugar sagrado.
Su deseo más verdadero me da vida.
Confío
en que Dios me mira siempre completo. Ha inscrito su ley en mí, su nombre y
sabe cómo soy de verdad. Porque me ha creado. Y me ama así, para siempre.
No
quiere cambiarme, es curioso. Pero quiere que aprenda a amar bien, para hacer
felices a los hombres y ser yo así un poco más pleno.
Quiere
que ame a las personas viéndolas completas. No fijándome sólo en lo que les
falta. No resaltando lo que no es bello en ellas. Sino apreciando la belleza
que esconden. Su pureza más sagrada.
“Desear
en este sentido es apostar por aquello que es hermoso y merece vivirse en
plenitud. El pensamiento clásico percibía una estrecha conexión entre la
belleza, la verdad y la bondad; lo bello atrae por su capacidad de expresar lo
que hay en el fondo del ser”[3].
Esa
conexión entre la belleza, la bondad y la verdad es la que quiero hacer yo
continuamente en mi vida. Unir lo bello, lo verdadero, lo
bondadoso.
Es lo
que hizo Jesús en sus pasos en esta tierra. Miraba el corazón de cada hombre y
veía la huella de Dios grabada en cada uno. Miraba su vida y veía todo
completo. No pensaba que faltaba nada.
Así
quiero vivir yo acogiendo en mi corazón, sin poner barreras.
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