Francisco Fernández-Carvajal 11 de octubre de 2018
— El
cumplimiento de la voluntad divina.
—
Purificar la propia voluntad, inclinada excesivamente hacia uno mismo.
— Amar
en todo el querer de Dios.
I. Hágase
tu voluntad en la tierra como en el Cielo, rogamos a Dios en la
tercera petición del Padrenuestro. Queremos alcanzar del Señor las
gracias necesarias para que podamos cumplir aquí en la tierra todo lo que Dios
quiere, como lo cumplen los bienaventurados en el Cielo. La mejor oración es
aquella que transforma nuestro deseo hasta conformarlo, gozosamente, con la
voluntad divina, hasta poder decir con Jesús: No se haga mi voluntad,
Señor, sino la tuya: no quiero nada que Tú no quieras. Nada. este es el fin
principal de toda petición: identificarnos plenamente con el querer divino.
Si es
así nuestra oración, siempre saldremos beneficiados, pues no hay nadie que
quiera tanto nuestro bien y nuestra felicidad como el Señor. Casi sin darnos
cuenta, sin embargo, deseamos en muchas ocasiones que se cumpla ante todo
nuestro querer, que juzgamos muy acertado y conveniente, aunque deseemos, quizá
fervientemente, que el querer divino coincida con el nuestro... No
tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal1,
escribe el Apóstol Santiago.
Cuando
decimos: Señor, hágase tu voluntad, no nos situamos ante un
acontecimiento o ante una gestión..., en la peor de las posibilidades o en la
desgracia, sino en «la mejor» de las posibles, porque, aun en el caso en que
aquello que Dios permite parezca a primera vista un desastre, debemos trascender
esa visión puramente humana y aprender que existe un plano más alto, donde Dios
integra aquel suceso en un bien superior, que quizá en ese momento nosotros no
vemos. Aquella situación que se nos presenta oscura es solo una sombra de un
cuadro luminoso y lleno de belleza; pues la sabiduría divina ¿no es más sabia
que la nuestra?; su amor por nosotros y por los nuestros, ¿no es infinitamente
mayor que el nuestro? Si pedimos pan, ¿nos va a dar una piedra? ¿No
es acaso nuestro Padre? Cuando oréis habéis de decir: Abba, Padre... Solo
en este clima de amor y de confianza es posible la oración
verdadera: Señor, si conviene, concédeme... Dios sabe más y es
infinitamente bueno, mejor siempre de lo que nosotros podemos comprender. Él
quiere lo mejor; y lo mejor a veces no es lo que pedimos. María de Betania le
envió un mensaje urgente para que curara a su hermano Lázaro, que se encontraba
a punto de morir. Y Jesús no lo curó, lo resucitó. Él es sabio, con una
sabiduría divina, y nosotros, ignorantes. Él abarca la vida entera, la nuestra
y la de aquellos a quienes amamos, y nosotros apenas vislumbramos un poco de lo
inmediato. Vemos esos instantes con premura e impaciencia quizá, y Él ve toda
la vida y la eternidad... No sabemos pedir lo que conviene, pero el Espíritu
Santo aboga por nosotros con gemidos inefables2.
No rogamos que Dios quiera, sino que nos enseñe y nos dé fuerzas
para cumplir lo que Él quiere3.
Querer
hacer la voluntad de Dios en todo, aceptarla con gozo, amarla, aunque
humanamente parezca difícil y dura, no «es la capitulación del más débil ante
el más fuerte, sino la confianza del hijo en el Padre, cuya bondad nos enseña a
ser plenamente hombre: lo cual implica el alegre descubrimiento de la condición
de nuestra grandeza»4,
la filiación divina.
II. Hágase
tu voluntad...
En
muchos momentos, nuestro querer natural coincide con el de Dios. Todo parece
entonces sereno y suave, y se camina sin gran dificultad. Pero no debemos
olvidar que en el progreso hacia la santidad tendremos que purificar el propio
yo, la propia voluntad inclinada excesivamente hacia uno mismo, incluso en
asuntos nobles, y dirigirla a la plena identificación con el querer divino.
Este es la verdadera brújula que orienta los pasos directamente a Dios, y que
nos llevará en tantas ocasiones por senderos distintos a los que nosotros, con
un criterio exclusivamente humano, hubiéramos escogido. Y el Espíritu Santo
quizá nos diga, en la intimidad de nuestro corazón: Mis caminos no son
vuestros caminos...5.
Del
Señor debemos aprender el camino seguro del cumplimiento de la voluntad de Dios
en todo. Es esta una enseñanza continua a lo largo del Evangelio. Cuando los
Apóstoles instan a Jesús, cansado después de una larga jornada, para que tome
algún alimento de los que acaban de comprar en una ciudad de Samaria, les
dice: Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado y dar
cumplimiento a su obra6.
Nuestro alimento, lo que nos da fuerzas y firmeza para vivir como hijos de
Dios, lo que da sentido a una vida, es saber que estamos haciendo la voluntad
de Dios hasta en los detalles más pequeños del vivir diario. En otras muchas
ocasiones repetirá Jesús esta misma enseñanza: no pretendo hacer Mi
voluntad, sino la de Aquel que me ha enviado7.
¡Si pudiéramos nosotros decir siempre esto mismo! Yo no quiero, Señor –le
decimos en nuestro interior–, hacer aquello que desean mis sentidos o mi
inteligencia, aunque sea lícito, sino aquello que Tú quieres que lleve a cabo,
aunque parezca difícil y costoso. Si alguna vez nos sucede esto, que nos cuesta
aceptar la voluntad de Dios, iremos al Sagrario a ver a Jesús, y después de un
rato de oración comprenderemos que nuestro querer más íntimo es precisamente
aceptar y amar la voluntad de Dios. Será entonces el momento –especialmente si
se trata de un asunto que nos resulta muy costoso y molesto– de hacer nuestra
la oración de Jesús en los comienzos de la Pasión: Padre mío, si es de
tu agrado, aleja de Mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya8. No
se haga mi voluntad... repetiremos despacio, sino lo que Tú quieres.
Los
Apóstoles predicaron más tarde lo que aprendieron del Maestro: el Reino
de los Cielos solo es accesible al que hace la voluntad de mi Padre celestial9,
pues el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese
es mi hermano y mi hermana y mi madre10.
Es ahí –en el cumplimiento del querer divino– donde la criatura encuentra su
verdadera felicidad, pues la voluntad divina está orientada a que seamos
plenamente felices en esta vida y en la otra, de un modo con frecuencia
distinto al que nosotros habíamos proyectado: «a quien posee a Dios, nada le
falta..., si él mismo no le falta a Dios»11.
Nuestra
voluntad tiene así una meta: hacer siempre, también en lo pequeño, en las
tareas ordinarias, lo que Dios quiere que hagamos. Así, decidimos en cada
circunstancia no aquello que nos es más útil o agradable, sino según lo que
quiere el Señor en aquella situación concreta. Y como Dios quiere lo mejor,
aunque de modo inmediato no lo experimentemos, estamos ejerciendo la libertad
en el bien, que es donde verdaderamente se realiza12.
Por eso, cuando ejercitamos nuestra libertad haciendo propio el querer divino,
estamos convirtiendo nuestra vida en un continuo acto de amor.
III. Padre,
hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo... Y disponemos el
alma no solo para llevar a cabo el querer divino, sino para amar lo que Dios
hace o permite. Cuando los acontecimientos o las circunstancias no permiten que
escojamos nosotros, es Dios quien ya ha elegido por nosotros. Es en esas situaciones,
a veces humanamente difíciles, donde debemos decir con paz: «¿Lo quieres,
Señor?... ¡Yo también lo quiero!»13.
Pueden ser ocasiones extraordinarias para confiar más y más en Dios. Esa
voluntad divina que aceptamos puede llamarse sufrimiento, enfermedad o pérdida
de un ser querido. O quizá son hechos que nos llegan por los simples sucesos de
cada jornada o el transcurrir de los días: aceptar el paso del tiempo que comienza
a dejar su huella bien marcada en el cuerpo, el sueldo insuficiente, una
profesión distinta de la que hubiéramos deseado ejercer pero que debemos
realizar con amor porque las circunstancias nos han llevado a ella y que ya no
es posible abandonar, el fracaso por un olvido o error ridículo, los
malentendidos, el carácter de alguien con el que cada día hemos de pasar codo a
codo muchas horas, los sueños nobles no realizados..., el aceptarse a uno mismo
con todas sus limitaciones, sin que esto mate el deseo de superación y, sobre
todo, de crecer en las virtudes. También podremos decir nosotros entonces:
«Dadme
riqueza o pobreza,
dad
consuelo o desconsuelo,
dadme
alegría o tristeza (...).
¿Qué
mandáis hacer de Mí?»14.
¿Qué
quieres, Señor, de mí en esta circunstancia concreta, y en aquella otra?
La
aceptación alegre de la voluntad divina nos dará siempre paz en el alma y, en
lo humano, evitará desgastes inútiles, pero muchas veces no suprimirá el dolor.
El mismo Jesús lloró como nosotros. En la Carta a los Hebreos leemos
que en los días de su vida mortal ofreció oraciones y súplicas con
poderosos clamores y lágrimas15.
Nuestras lágrimas, cuando se trata de un suceso doloroso, no ofenden a Dios,
sino que mueven a su compasión. «Me has dicho: Padre, lo estoy pasando muy mal.
»Y te
he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecita de esa cruz, solo
una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella, ...déjala toda entera
sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: Señor,
Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño
y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno.
»Y
quédate tranquilo»16.
Quiere
el Señor además que, junto a la amorosa aceptación del querer divino, pongamos
todos los medios humanos para salir de esa mala situación, si es posible. Y si
no lo es, o tarda en resolverse, nos abrazaremos con fuerza a nuestro Padre
Dios y podremos decir, como San Pablo en momentos muy difíciles: Reboso
de gozo en todas nuestras tribulaciones17.
Nada podrá quitarnos la alegría.
Nuestra
Madre Santa María es el modelo que hemos de imitar, diciendo: Hágase en
mí según tu palabra. Que se haga lo que Tú quieras, y como Tú quieras,
Señor.
1 Sant 4,
3. —
2 Cfr. Rom 8,
20. —
3 Cfr. San
Agustín, Sermón del Monte, 2, 6, 21. —
4 G.
Chevrot, En lo secreto, Rialp, Madrid 1960, p. 164. —
5 Is 55,
8. —
6 Jn 6,
32. —
7 Jn 5,
30. —
8 Lc 22,
42. —
9 Mt 7,
21. —
10 Mt 6,
10. —
11 San
Cipriano, Tratado sobre la oración, 21. —
12 Cfr. C.
Cardona, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona
1987, p. 185. —
13 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 762. —
14 Santa
Teresa, Poesías, 5. —
15 Heb 5,
7. —
16 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, VII, n. 3. —
17 2
Cor 7, 4.
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