Juan Esteban Constaín 11 de octubre de 2018
Ya
sabemos que un fantasma –otro más, otra vez– recorre el mundo, el fantasma del
‘populismo’. En Italia, en Estados Unidos, en Inglaterra, en Rumania, en
Hungría, en Austria, en Francia, en Alemania, en Brasil: en muchas partes
parecería como si una gran revuelta se estuviera consumando o se hubiera
consumado ya: el asalto al poder de ideas y caudillos sin vergüenza; el triunfo
de las mayorías en su peor versión.
Claro:
en tiempos así, digamos que en tiempos de crisis, ciertos conceptos se vuelven
un comodín y una salida fácil para explicarlo y nombrarlo todo, y por eso su
omnipresencia los va vaciando de sentido y precisión, de significado. Conceptos
devaluados por el uso; por el abuso, más bien. Eso pasa hoy, por ejemplo, con
el ‘populismo’: como tantos fenómenos tan distintos pueden resumirse con él,
entonces cualquier cosa lo es.
Incluso
hay quienes le han dado la vuelta al populismo y no lo definen a partir de lo
negativo sino como una virtud y un acierto: como un proyecto político legítimo,
acaso el único que queda, dicen, en el que la irrupción popular es el camino
para que ‘el pueblo’ pueda actuar en la historia, por fuera y en contra de
instituciones y discursos obsoletos que lo someten y lo silencian y que
adulteran su verdadera voluntad.
Esa es
quizás otra discusión, no sé, siempre está uno desvariando a viva voz. Pero
muchos de los grandes fenómenos políticos de hoy sí han sido explicados como el
triunfo inequívoco del populismo: la llegada al poder, en los Estados Unidos,
de Donald Trump; el descalabro monumental y aún en marcha del Reino Unido con
el brexit; el triunfo de la derecha en media Europa, y lo que todavía falta...
Y
dicen los que saben que una de las características determinantes de esta nueva
primavera del populismo es el desprecio de las ‘élites’: el rechazo a los
políticos, a los banqueros, a los periodistas como únicos depositarios de la
verdad, a los ‘expertos’. Si ya hasta el papa Francisco, al que muchos
consideran un populista a su manera, lo acaba de decir él también: “El pecado
de la élite le gusta mucho a Satanás, nuestro enemigo…”.
Lo
interesante es que esa idea de lo que son ‘las élites’ prescinde de un hecho
elemental, y es que en la mayoría de los casos quienes están allí metidos y
mencionados, en esa categoría, no son la élite sino su negación, su farsa. Esa
es la definición por excelencia del elitismo, aunque sea también la más pobre:
la élite entendida solo como una secta arrogante y privilegiada; la élite como
una casta, un grupo social por encima de los demás.
Decía
Gaetano Mosca que siempre será una minoría la que gobierne, y que por eso mismo
hay que procurar que allí estén los mejores: los más capaces de verdad, los más
inteligentes, los más honestos. Y eso nada tiene que ver con el dinero ni con
el nombre sino con el talento y la virtud: la élite en su definición menos
aceptada y por desgracia menos frecuente, la de quienes más saben, no quienes
más tienen.
Es la
misma contraposición que había en el mundo griego entre la aristocracia y la
oligarquía: el gobierno de unos pocos, sí, pero excelentes e inobjetables en el
primer caso, y corruptos, egoístas e incompetentes en el segundo. Eso es lo que
ha mandado en el mundo desde hace años, no me atrevo a decir que siglos: una
oligarquía y no una élite: una minoría indolente de gente que no merecía ni
merece mandar.
Y lo
increíble es que muchos de los voceros de la reacción social contra esa
oligarquía que nos ha llevado camino del abismo, muchos de los agitadores
contra esa élite que no lo es en absoluto pertenecen a ella, la encarnan, le
deben todo.
Por
eso, el remedio ha resultado peor que la enfermedad. Por eso, por qué más.
JUAN
ESTEBAN CONSTAÍN
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