Juan Guerrero 11 de octubre de 2018
@camilodeasis
La
parentela de nuestra heredad es inmensa. Venimos a la vida y nos vamos de ella,
acompañados. Llegamos a la vida de manos de nuestros padres (2), mientras
sumamos a nuestros abuelos, (4) quienes a su vez nos agregaron nuestros
bisabuelos, (8). Junto con ellos nos siguen los tatarabuelos, (16), y esa
parentela aumenta hasta los trastatarabuelos, (32) que se van fusionando con
los pentabuelos, (64).
Pero
ahí no termina el linaje. Le siguen los hexabuelos, (128); después, los
heptabuelos, (256); los octabuelos, (512); los eneabuelos, (1024); y finalmente
los decabuelos, (2048).
Once
generaciones nos llevan a una dimensión de temporalidad que abarca poco más de
4 siglos. Batallas de vida. Guerra y devastación. Asombro y contemplación en la
larga noche de los tiempos.
Abnegadas
madres, pícaros abuelos. Silenciosas bisabuelas que ya de tanto amarnos se
cobijan en su inquieta memoria, como sagrado cofre que abren de noche cuando
todos duermen.
Los
restos de familia aparecen en nuestros gestos, ademanes y maneras de
gesticular, de bailar y girar el cuerpo. Es el lenguaje oral nuestra antigua y
única forma de adentrarnos en ese universo donde reposa nuestra herencia. Y
cuando apenas comenzamos a bordear semejante entorno, entonces el silencio nos
habla.
Toda
esta gente ha llevado en sus genes una historia semejante. En nuestra carne y
nuestra sangre transita una historia de familia, de ángulos de intimidad y
reconocimiento de un espacio territorial similar. El tiempo y espacio de la
vida cotidiana donde se construye en lenguaje, un código de familia que nos
identifica a todos. Ese encuentro ocurrió en una choza, un tugurio, una casa,
un rancho, un castillo. Un hogar. Ese único y verdadero sitio donde nos
reconocemos familia.
Todo
lo que somos se lo debemos a ellos, directamente. A sus desvelos, fracasos,
derrotas, alegrías, tristezas, sueños y añoranzas. Cuánto miedo debieron
afrontar para salir adelante y despejar el camino para que nosotros llegáramos
hasta este presente. Este intenso, duro y terrible tiempo.
¿Cómo
afrontar este ahora? Este tiempo en este espacio. Este territorio de la queja y
del reclamo. Cuánto de este fracaso hemos heredado. También de este cielo
despejado y victorioso y de claros amaneceres.
Nuestros
ancestros nos han dejado su sabiduría y su deseo de vivir a riesgo de todo.
Nunca ha sido mejor la vida que esta del aquí y del ahora. La de este instante
que vivimos. Desesperante y de riesgos. Pero vale la pena vivirla.
Somos el
resultado de una práctica de vida que ha ido gradualmente superándose y
buscando en la cotidianidad, la razón de su existencia.
Esa
fuerza de la herencia familiar está en todos nosotros. En ese entrelazamiento
debemos agregar esas otras personas que se cruzaron en el camino de nuestros
antepasados y terminaron en esa otra familia espiritual, llamada amigos.
La
vida continúa y nunca detiene su marcha infinita. Nuestra herencia la seguimos
multiplicando en el nacimiento, mientras la muerte es el descanso de esto que
quisimos ser.
Cada
uno de nuestros ancestros ha donado parte de su esencia, de su intimidad, de su
sagrada existencia para darnos la posibilidad de salir al mundo. Han sido
horas, días, años de un tiempo donde se labró la red de esa parentela.
Cohabitaron unos un mismo presente. Otros más se juntaron en historias de un
pasado eterno. Mientras un infinito futuro busca sus pares en la forja
misteriosa de querer ser existencia humana.
Tanta
familia que ha pasado y tanta más que vendrá. Nos hermanamos en un territorio
llamado matria, que es un espacio más amplio y sagrado. Ese espiritual que nos
nutre en su incesante dar vida. Allí, toda la herencia que venimos siendo se
encuentra y se reconoce en su misma sangre. Pero también en sus diferencias.
Agradezcamos
tanta vida a nuestros antepasados. Tanta memoria y tanto amor en la cotidiana
manera de ser en la existencia de quienes siempre permanecerán viviendo en lo
que somos y seremos.
Juan
Guerrero
@camilodeasis
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