Por Michel Penfold
En Venezuela, comienza
a asentarse con mucha fuerza una idea un tanto fatalista que promulga
abiertamente, que debido a la magnitud del colapso económico y social así como
al recrudecimiento de la violencia política, no hay nada que hacer en el plano
nacional: la tragedia no tiene final. Esta paradoja ha llevado a algunos a
pensar que, precisamente cómo en el plano doméstico todos los caminos están
cerrados, la única esperanza para Venezuela radica exclusivamente en la esfera
internacional. La comunidad internacional se convierte así en la última palanca
para el cambio. La lucha se traslada de Caracas a Bogotá, Madrid, Bruselas,
Nueva York o Washington.
El resultado de esta
apuesta es un tanto curiosa: mientras más sucede afuera menos acontece adentro.
Ciertamente, las
probabilidades de cambio en materia política no son explicadas exclusivamente
por el desempeño económico y social de un país, pero tampoco son completamente
inmunes a ella. Estadísticamente, una estrepitosa caída del ingreso per-capita
como la que ha vivido Venezuela durante los últimos cinco años, implicaría para
cualquier tipo de régimen político, incluso uno de carácter autoritario, un
movimiento en alguna dirección. Es por ello que actualmente la única
pregunta relevante para el caso venezolano es la siguiente: ¿por qué Maduro ha
logrado resistir el mayor colapso económico y social que haya experimentado
cualquier país occidental sin haber vivido una guerra civil?
Una primera respuesta a
esta interrogante está relacionada a la naturaleza del sistema. Los
regímenes hegemónicos autoritarios, como el que padece Venezuela, caracterizado
por un férreo control de las instituciones electorales y judiciales, y que
además tiene la capacidad de controlar directamente tanto el uso de la
represión militar como paraestatal, logran transformarse en sistemas mucho más
resistentes al sufrimiento económico y social y por lo tanto pueden esquivar
con mayor facilidad un potencial desenlace político. Los autoritarismos de
nuevo cuño, que son muy diferentes a las tradicionales dictaduras militares que
padeció América Latina en el siglo pasado, parecieran tener acceso a más y
mejores recursos para aferrarse al poder aún en tiempos económicamente
turbulentos. Rusia, Nicaragua y Turquía son buenos ejemplos de las
características de este tipo de sistemas que logran inmunizarse frente a las
presiones sociales. Es indudable que algo de este tipo ocurre en Venezuela y
que permite responder la interrogante; sin embargo, ninguno de estos casos ha tenido
un manejo tan incompetente de la economía y tampoco ninguno ha padecido un
colapso económico y social de las magnitudes que hemos experimentado.
Otra razón también
puede ser que estos regímenes políticos, indistintamente de su condición
autoritaria, no cambian sólo porque comiencen a ser percibidos nacional e
internacionalmente como ilegítimos sino porque dejan de enfrentar alternativas.
Mucho del esfuerzo actual de la oposición venezolana para modificar la
situación política está orientada exclusivamente a la denuncia internacional
para borrar cualquier viso de legitimidad del gobierno. Restar legitimidad es
necesario (nadie duda que más presión puede ser mejor) pero tampoco pareciera
terminar siendo suficiente si no se articula una opción creíble para el cambio
en el plano doméstico. El movimiento en ambas dimensiones, tanto internacional
como nacional, requiere estar bien articulado. Y la alternativa debe ser
localmente creíble para que aquellas fuerzas que dentro del chavismo pueden
llegar a temer cualquier salida –pero de cuyo comportamiento depende la
posibilidad de transformar esa realidad efectivamente- acepten comenzar a
transitar la incertidumbre del cambio.
En el caso venezolano,
la oposición optó irracionalmente -aún frente a una ola de ilegalización de los
partidos políticos y de una feroz escalada de la represión política por parte
del gobierno-, por fragmentarse y como consecuencia de ello a reducir su credibilidad. La
perfecta excusa para justificar la división interna de la oposición han sido
los debates fútiles en torno al uso del voto, la negociación política y la
protesta social como mecanismos de lucha. Como consecuencia de tan absurda discusión,
una oposición dividida ha sido incapaz de movilizar electoralmente a una
población desesperada y tampoco es capaz de escalar la protesta social para
desestabilizar el sistema. Es triste por obvio: ninguna estrategia opositora
puede ser eficaz sin unidad. Y desde que la unidad dejó de operar esto es lo
que la población ha aprendido: sin un acuerdo funcional lo único que
se activa es la desesperanza.
Es cierto que existen
múltiples otras razones por las cuales en el caso venezolano se mantiene
intacto el cambio político: el petróleo, la escala de la corrupción, el uso
tecnológico para inducir el control social de la población, el cambio
demográfico ocasionado por la diáspora, la intensidad de la represión, el
exilio y las limitaciones gubernamentales para comunicar los mensajes
políticos. Todos estos factores son verdaderos: ¿pero hay evidencias que en el
plano doméstico todo está perdido? ¿Es cierto el supuesto que nada está pasando
y que nada va a pasar en Venezuela? ¿Es verdad que Caracas es un factor irrelevante
en la ecuación del cambio político del país?
El análisis de la
realidad venezolana, que hoy muchos niegan, y que han pasado a sustituirla por
el factor internacional, luce más bien fértil. Tres indicios diferentes, que ya
han germinado, colocan al país frente a una verdadera encrucijada. Y dada las
características de esos acontecimientos, lo que comienza a lucir incierto no es
la opacidad que circunda a los diferentes acontecimientos, sino las
consecuencias de cualquier alternativa para que todos los actores relevantes
(chavistas, militares y opositores), de los cuales depende un quiebre o una
posible apertura del sistema, comiencen a explorar seriamente sus opciones.
La primera evidencia
dura de que algo está pasando son las mismas fisuras y rupturas dentro del
chavismo. Primero Ortega, posteriormente Ramírez, luego Rodríguez Torres y
ahora Jaua. La magnitud de esas fricciones poseen cada una de ellas una escala
diferente y el sustrato que las motiva también varía de un caso a otro. Las
fisuras también son cada vez más notables aunque son mucho menos transparentes
en el mundo castrense. ¿Acaso cualquier proceso de transición no supone este
tipo de fracturas en la coalición oficialista? ¿Quién las aprovecha?
La segunda evidencia
tiene que ver con la ausencia de un mandato constitucional. Maduro no logró su
objetivo de extender con el evento electoral del 20M su legitimación de origen
para un nuevo periodo presidencial. Esa elección no obtuvo reconocimiento
internacional y tampoco fue reconocido por el único grupo de oposición que
decidió participar. La abstención fue históricamente la más alta registrada
para cualquier comicio presidencial. De modo que en la medida que se acerca el
final de su primer periodo, la presión política interna se incrementa pues lo
que le resta de legitimidad de origen se va a terminar de evaporar. Maduro
puede quedarse, quién lo duda, pero con un ropaje totalmente distinto. Es por
ello que el alto gobierno avanza subrepticiamente con la idea de un referéndum
constitucional, con la posibilidad de una relegitimación de todos los poderes
públicos, pues el oficialismo sabe que lo que enfrenta constitucionalmente no
es una restricción imaginaria. Tampoco es casual que en el seno del PSUV se
debata incluir en la propuesta constitucional algunas nuevas provisiones
relacionadas a reducir el periodo presidencial e incluso de eliminar la
reelección. Estos movimientos hacen pensar que hay conciencia en ese mismo alto
gobierno, que los riesgos que Maduro decida quedarse en el poder sin resolver
este asunto son demasiado grandes. ¿Cómo aprovechar políticamente estas
presiones internas?
Finalmente, está el
tema económico y petrolero. El abierto fracaso de los recientes anuncios
económicos vinculados a la reconversión monetaria, la incapacidad de frenar la
escalada hiperinflacionaria y la imposibilidad de frenar el declive de la
producción petrolera hacen ver al interior de la coalición oficialista que sin
financiamiento externo, sin participación activa del sector privado y sin
remover las sanciones económicas internacionales es imposible estabilizar la
economía. Pero lo que es cada vez más evidente en el chavismo, es que cualquier
esfuerzo por resolver los desequilibrios macroeconómicos y detener el deslave
petrolero, pasa por reinstitucionalizar la Asamblea Nacional. Y sin el apoyo
del poder legislativo, es imposible reestructurar ni refinanciar la deuda,
acceder a recursos internacionales, pasar reformas para levantar la producción
nacional y mucho menos abrir con cierta formalidad jurídica el sector
petrolero. Y por si fuera poco, los chinos tampoco salieron al rescate
financiero. Y no lo hicieron pues saben que sin la Asamblea Nacional no existe
ninguna posibilidad de generar gobernabilidad ni estabilidad económica en
Venezuela. ¿Cómo apalancar esta fortaleza de la oposición en un proceso de
cambio político que no necesariamente va a poder controlar directamente? ¿Cómo
convertir a la Asamblea Nacional en el centro de este proceso?
La crudeza de los
eventos nacionales van a ir marcando en las próximas semanas los tiempos
políticos del país. Es cierto que Maduro, contra todos los pronósticos, ha
logrado aferrarse al poder y probablemente siga subsistiendo; pero desde la
colina en donde se encuentra, también le es difícil permanecer de forma indefinida.
Resistir es una cosa pero gobernar es un asunto muy distinto. La inercia que
experimenta una nación en fuga puede permitirle al gobierno mantener la
situación actual; pero las rendijas que se vienen abriendo hacen ver que los
cimientos son débiles, sobre todo aquellas ranuras que las mismas presiones
internas vienen destapando. Es obvio que el gobierno empieza a barajear sus
alternativas: ¿Relegitimación de todos los poderes públicos para poder lanzar a
Maduro? ¿Sucesión o transición roja?
Ante este panorama, es
inexorable que el gobierno trate de mover nuevamente el tablero.
Estados Unidos anticipa
la jugada y acepta que el Senador Corker por iniciativa propia venga a
Venezuela a través del Grupo de Bostón. No es cualquier visita. Es el tercer
hombre en línea de la política exterior norteamericana, aun cuando es un actor
que siendo muy influyente en Washington, está de salida debido a que decidió no
reelegirse y tampoco es cercano a Trump. En efecto, tanto Trump como Corker
parecieran tener visiones muy diferentes sobre las salidas para Venezuela. A
pesar de estas discrepancias, Corker representa institucionalmente a un
Congreso norteamericano que tiene una política exterior hacia Venezuela -que
contrario a los que especulan algunos-, representa una posición compartida
tanto por los miembros del partido republicano como demócrata. Y Corker vino a
hacer lo que ningún otro oficial norteamericano puede hacer: a pulsar
directamente a Maduro para ver de primera mano qué está pensando. Y apenas
regresó a los Estados Unidos transmitió públicamente su conclusión: el gobierno
venezolano está evaluando algunas opciones que hace cuatro meses atrás hubiese
rechazado de plano.
Y los europeos también
husmean algo en el ambiente caraqueño. Y la representante de la política
exterior de la Unión Europea, Federica Mogherini, intenta con el apoyo de
Francia, España y Portugal comenzar a explorar, de forma muy incipiente, nuevas
posibilidades de mediación y esta vez sin Zapatero. Sin embargo, los europeos
saben que para vencer la incredulidad de los venezolanos, y también del resto
de la comunidad internacional, cualquier salida negociada para que sea
aceptable debe estar precedida por concesiones verdaderamente sustantivas. Ni
el inicio ni la culminación de la negociación pueden servir para avalar o
firmar una “pax continuista” que no impliquen restaurar tanto el orden
democrático como constitucional. Y una parte de la oposición se reacomoda
y la otra observa incómoda desde el exilio.
¿Pero puede haber una
negociación seria sin unidad? ¿Puede haber una
negociación accionable sin que todos los actores del chavismo estén
abordo?
¿Estamos realmente en
un punto muerto?
14-10-18
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