Francisco Fernández-Carvajal 15 de octubre de 2018
—
Somos pecadores. El pecado es siempre y ante todo una ofensa a Dios.
— Al
Señor le encontramos siempre dispuesto para el perdón. Todo pecado puede ser
perdonado si el pecador se arrepiente.
— Una
condición para ser perdonados: perdonar de corazón a los demás. Cómo ha de ser
nuestro perdón.
I. Padre, perdónanos
nuestras ofensas, pedimos todos los días en el Padrenuestro.
Somos
pecadores, y si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros
mismos, y la verdad no está en nosotros1, escribe San Juan en su primera Carta. La
universalidad del pecado aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento2 y es enseñada también en el Nuevo3. Cada día tenemos necesidad de pedir perdón al Señor por
nuestras faltas y pecados. Le ofendemos quizá en cosas pequeñas y sin una
expresa voluntariedad actual, con nuestras acciones y con omisiones; de
pensamiento, de palabra y de obra. «Lo que la revelación nos dice coincide con
la experiencia. El hombre, cuando examina su corazón, comprueba su tendencia al
mal, se ve anegado por muchos males. Esto explica la división íntima del
hombre»4.
Hoy,
mientras hacemos nuestra oración con el Señor, y a lo largo del día, podemos
hacer nuestra aquella jaculatoria del publicano que no se atrevía a levantar la
vista en el Templo, y que reconocía, como nosotros, haber ofendido al Señor:
¡Oh Dios! –decía, lleno de humildad y de arrepentimiento–, ¡ten
compasión de mí, que soy un pecador!5. ¡Cuánto bien nos puede hacer esta breve oración, repetida con
un corazón humilde! La puso el Señor en boca del publicano de la parábola, pero
para que la repitiéramos nosotros.
Muchas
veces, los hombres suelen confundir el pecado con sus consecuencias. Y les
entristece entonces el fracaso que introduce en su vida personal, o la
humillación de haber faltado a un deber o los daños producidos a otras
personas. Ven el pecado en relación a su propio ideal roto o al mal causado a
otros. Sin embargo, no hay pecado sino en cuanto ofensa a Dios;
secundariamente, también en relación a uno mismo, a los demás y a toda la
sociedad. He pecado contra Yahvé6, afirma el rey David cuando se da cuenta del delito que
cometió contra Urías. Había cometido un adulterio, procurando después la
muerte, de forma vergonzosa, al marido de la adúltera, un amigo y uno de sus
mejores generales. Sin embargo, el adulterio, el crimen perpetrado, el abuso de
poder, el escándalo dado al pueblo, por graves que hubieran sido, los juzgaba
superados en malicia por la ofensa a Dios.
Del
incumplimiento de la ley pueden derivarse desastres y sufrimientos, pero pecado
propiamente solo existe ante Dios. He pecado contra el Cielo y contra
Ti7, proclamará el hijo pródigo cuando vuelve arrepentido a la
casa paterna. «Sin estas palabras: He pecado, el hombre no puede
entrar verdaderamente en el misterio de la muerte y de la resurrección de
Cristo, para sacar de ella los frutos de la redención y de la gracia. Estas son
palabras-clave. Evidencian sobre todo la gran apertura interior del hombre
hacia Dios: Padre, he pecado contra Ti (...).
»El
Salmista habla aún más claramente: Tibi soli peccavi, contra Ti
solo pequé (Sal 50, 6).
»Ese
“Tibi soli” no anula las demás dimensiones del mal moral, como es el pecado en
relación a la comunidad humana. Sin embargo, “el pecado” es un mal moral de
modo principal y definitivo en relación con Dios mismo, con el Padre en el
Hijo. Así, pues, el mundo (contemporáneo) y el
príncipe de este mundo trabajan muchísimo para anular y aniquilar este
aspecto en el hombre,
»En
cambio, la Iglesia (...) trabaja sobre todo para que cada uno de los hombres se
encuentre a sí mismo con el propio pecado ante Dios solo, y en consecuencia
para que acoja la penitencia salvífica del perdón contenida en la pasión y en
la resurrección de Cristo»8.
¡Qué
gran don del Cielo es poder reconocer nuestros pecados, sin excusas ni
mentiras, y acercarnos hasta la fuente inagotable de la misericordia divina y
poder decir: Padre, perdónanos nuestras ofensas! ¡Qué paz tan
grande da el Señor!
II. No
basta con reconocer nuestros pecados, «es preciso que su recuerdo sea doloroso
y amargo, que hiera el corazón, que mueva el alma al arrepentimiento; de modo
que, sintiéndonos angustiados interiormente, nos movamos a recurrir a Dios
nuestro Padre, pidiéndole con humildad que nos saque las espinas de los
pecados, clavadas en nuestra alma»9.
El
Señor está dispuesto a perdonarlo todo de todos. Al que viene a Mí -nos
dice- Yo no lo echaré fuera10. No es voluntad de vuestro Padre que está en los
cielos -nos enseña en otro lugar- que se pierda ni uno solo de
estos pequeñuelos11. Es más: como enseña Santo Tomás, la Omnipotencia de Dios se
manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque
la manera que Dios tiene de mostrar que tiene el supremo poder es perdonar
libremente12. En el Evangelio aparece la misericordia de Jesús para con
los pecadores como una constante que se repite una y otra vez: los recibe, los
atiende, se deja invitar por ellos, los comprende, los perdona. A veces los
fariseos lo criticaban por esto, pero Él los recrimina diciéndoles que no
necesitan médico los sanos sino los enfermos, y que el Hijo del
hombre ha venido a buscar lo que estaba perdido13.
La
ofensa ha de ser perdonada por el ofendido. El pecado solamente puede ser
perdonado por el mismo Dios. Así lo hicieron notar a Jesús unos fariseos: ¿Quién
puede perdonar los pecados sino solo Dios?14. El Señor no rechazó estas palabras, sino que se sirvió de
ellas para mostrarles que Él tiene ese poder precisamente porque es Dios.
Después de la Resurrección, lo transmitió a su Iglesia, para que Ella, por
medio de sus ministros, lo pudiese ejercer hasta el fin de los tiempos: Recibid
el Espíritu Santo -dijo a los Apóstoles-; a quienes perdonéis
los pecados, les serán perdonados, a quienes se los retuvierais les serán
retenidos15.
Al
Señor le encontramos siempre dispuesto al perdón y a la misericordia en el
sacramento de la Confesión. «Podemos estar absolutamente ciertos –enseña el
Catecismo Romano– de que Dios está inclinado hacia nosotros de tal modo que con
muchísimo gusto perdona a los que de veras se arrepienten. Es verdad que
pecamos contra Dios (...), pero también es verdad que pedimos perdón a un Padre
cariñosísimo, que tiene poder para perdonarlo todo, y no solo dijo que quería
perdonar, sino que además anima a los hombres para que le pidan perdón, y hasta
nos enseña con qué palabras lo hemos de pedir. Por consiguiente, nadie puede
tener duda de que –porque Él lo ha dispuesto– en nuestra mano está, por así
decir, recobrar la gracia divina»16.
III. Perdona
nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden,
rezamos cada día, quizá muchas veces. El Señor espera esta generosidad que nos
asemeja al mismo Dios. Porque si vosotros perdonáis a otro sus faltas,
también os perdonará vuestro Padre celestial17. Esta disposición forma parte de una norma frecuentemente
afirmada por el Señor a lo largo del Evangelio: Absolved y seréis
absueltos. Dad y se os dará... La medida que uséis con otros, esa se usará con
vosotros18.
Dios nos
ha perdonado mucho, y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a
disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón sincero,
profundo, de corazón. A veces nos sentimos heridos sin una razón objetiva; solo
por susceptibilidad o por amor propio lastimado por pequeñeces que carecen de
verdadera entidad. Y si alguna vez se tratara de una ofensa real y de
importancia, ¿no hemos ofendido nosotros mucho más a Dios? Él «no acepta el
sacrificio de quienes fomentan la división: los despide del altar para que
vayan primero a reconciliarse con sus hermanos: Dios quiere ser aplacado con
oraciones de paz. La mayor obligación para Dios es nuestra paz, nuestra
concordia, la unidad de todo el pueblo fiel en el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo»19.
Con
frecuencia debemos hacer examen para ver cómo son nuestras reacciones ante las
molestias que en alguna ocasión la convivencia puede llevar consigo. Seguir a
Cristo en la vida corriente es encontrar, también en este punto, el camino de
la paz y de la serenidad. Debemos estar vigilantes para evitar la más pequeña
falta de caridad externa o interna. Las pequeñeces diarias –normales en toda
convivencia– no pueden ser motivo para que disminuya la alegría en el trato con
quienes nos rodean. Si alguna vez tenemos que perdonar alguna ofensa real,
entendamos que esa es una ocasión muy particular de imitar a Jesús, que pide
perdón para los que le crucifican; nos hará saborear el amor de Dios, que no
busca su propia ventaja; se enriquece el propio corazón, que se hace más
grande, con mayor capacidad de amar. No debemos olvidar entonces que «nada nos
asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos al perdón»20. La generosidad con los demás conseguirá que la misericordia
divina perdone tantas flaquezas nuestras.
1 1 Jn 8. —
2 Cfr. Job 9, 2; 14, 4; Prov 20,
9; Sal 13, 1-4; 50, 1 ss.; etc. —
3 Cfr. Rom 3, 10-18. —
5 Lc 18,
13. —
6 2
Sam 12, 13. —
7 Lc 15,
18, —
8 Juan
Pablo II, Ángelus 16-III-1980. —
9 Catecismo
Romano, IV, 14, n. 6. —
10 Jn 10,
37. —
11 Mt 18,
14. —
12 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1. q. 25 a. 3 ad 3. —
13 Lc 19, 10. —
14 Cfr. Lc 5, 18-25. —
15 Cfr. Jn 20, 19-23. —
16 Catecismo
Romano, IV, 24, n. 11. —
17 Mt 14,
15. —
18 Cfr. Lc 6,
37-38. —
19 San
Cipriano, Tratado de la oración del Señor, 23. —
20 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 19, 7.
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