Francisco Fernández-Carvajal 10 de enero de
2020
@hablarcondios
— Jesús, modelo de obediencia.
— Frutos de la obediencia.
— Obediencia y libertad. Obediencia por amor.
I. Después del
encuentro en el Templo, Jesús regresó a Galilea con María y José. Y
bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto1.
El Espíritu Santo ha querido dejar consignado este hecho en el Evangelio. La
fuente solo puede provenir de María, que vio una y otra vez la obediencia
callada de su Hijo. Es una de las pocas noticias que nos han llegado de estos
años de vida oculta: que Jesús les obedecía. «Cristo, a quien el universo está
sujeto –comenta San Agustín–, estaba sujeto a los suyos»2.
Por obediencia al Padre, se sometió Jesús a quienes en su vida terrena encontró
investidos de autoridad; en primer lugar, a sus padres.
Nuestra Señora debió de reflexionar en muchas
ocasiones acerca de la obediencia de Jesús, que fue extremadamente delicada y a
la vez sencilla y llena de naturalidad. San Lucas nos dice inmediatamente que
su madre guardaba todas estas cosas en su corazón3.
Toda la vida de Jesús fue un acto de obediencia a la
voluntad del Padre: Yo hago siempre lo que es de su agrado4,
nos afirmará más tarde. Y en otra ocasión dijo claramente a sus
discípulos: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y
llevar a cabo su obra5.
El alimento es lo que da energías para vivir. Y Jesús
nos dice que la obediencia a la voluntad de Dios –manifestada de formas tan
diversas– deberá ser lo que alimente y dé sentido a nuestras vidas. Sin
obediencia no hay crecimiento en la vida interior, ni verdadero desarrollo de
la persona humana; la obediencia, «lejos de menoscabar la dignidad humana, la
lleva por la más amplia libertad de los hijos de Dios, a la madurez»6.
No hay ninguna situación en nuestra vida que sea
indiferente para Dios. En cada momento espera de nosotros una respuesta: la que
coincide con su gloria y con nuestra personal felicidad. Somos felices cuando
obedecemos, porque hacemos lo que el Señor quiere para nosotros, que es lo que
nos conviene, aunque en alguna ocasión nos cueste.
La voluntad de Dios se nos manifiesta a través de los
mandamientos de su Iglesia, de acontecimientos que suceden, y también de
personas a quienes debemos obediencia.
II. La obediencia es
una virtud que nos hace muy gratos al Señor.
En la Sagrada Escritura se nos narra la desobediencia
de Saúl a un mandato que había recibido de Yahvé. Y a pesar de su victoria
sobre los amalecitas y de los sacrificios que después ofreció el propio rey, el
Señor se arrepintió de haberlo hecho rey, y, por boca del profeta Samuel, le
dijo: Mejor es la obediencia que las víctimas7.
Y comenta San Gregorio: «Con razón se antepone la obediencia a las víctimas;
porque mediante la obediencia se inmola la propia voluntad»8.
En la obediencia manifestamos nuestra entrega al Señor.
En el Evangelio vemos cómo obedece nuestra Madre Santa
María, que se llama a sí misma la esclava del Señor9,
manifestando que no tiene otra voluntad que la de su Dios. Obedece San José, y
siempre con presteza, las cosas que se le ordenan de parte del Señor10.
Es la prontitud en hacer lo mandado, una de las cualidades de la verdadera
obediencia.
Los Apóstoles, a pesar de sus limitaciones, saben
obedecer. Y porque confían en el Señor echan la red a la derecha de la
barca11, donde les ha dicho Jesús, y obtienen una pesca abundante, a
pesar de no ser la hora oportuna y de tener experiencia de que aquel día
parecía no haber un solo pez en todo el lago. La obediencia y la fe en la
palabra del Señor hacen milagros.
Muchas gracias y frutos van unidos a la obediencia.
Los diez leprosos son curados por la obediencia a las palabras del Señor: Id
y mostraos a los sacerdotes. Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios12.
Y lo mismo le ocurrió a aquel ciego a quien el Señor le puso lodo en los
ojos, y le dijo: anda, y lávate en la piscina de Siloé, que significa
el Enviado. Fue, pues, el ciego y se lavó allí, y volvió con vista13.
«¡Qué ejemplo de fe segura nos ofrece este ciego! Una fe viva, operativa. ¿Te
conduces tú así con los mandatos de Dios, cuando muchas veces estás ciego,
cuando en las preocupaciones de tu alma se oculta la luz? ¿Qué poder encerraba
el agua, para que al humedecer los ojos fueran curados? Hubiera sido más
apropiado un misterioso colirio, una preciosa medicina preparada en el
laboratorio de un sabio alquimista. Pero aquel hombre cree, pone por obra el
mandato de Dios y vuelve con los ojos llenos de claridad»14.
¡Cuántas veces vamos a encontrar la luz nosotros también en esa persona puesta
por Dios para que nos guíe y nos cure si somos dóciles en la obediencia! Dios
Padre otorga el Espíritu Santo a los que obedecen15,
se lee en los Hechos de los Apóstoles.
El Evangelio nos muestra muchos ejemplos de personas
que supieron obedecer: los sirvientes de Caná de Galilea16,
los pastores de Belén17,
los Magos18... Todos recibieron abundantes gracias de Dios.
«La obediencia hace meritorios nuestros actos y
sufrimientos de tal modo que, de inútiles que estos últimos pudieran parecer,
pueden llegar a ser muy fecundos. Una de las maravillas realizadas por nuestro
Señor es haber hecho que fuera provechosa la cosa más inútil, como es el dolor.
Él lo ha glorificado mediante la obediencia y el amor. La obediencia es grande
y heroica cuando por cumplirla está uno dispuesto a la muerte y a la ignominia»19.
III.
«Jesucristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el
Reino de los cielos, nos reveló su misterio y realizó la redención con su
obediencia»20. Y San Pablo nos dice que se humilló, haciéndose obediente
hasta la muerte, y muerte de cruz21.
En Getsemaní, la obediencia de Jesús alcanza su punto culminante, cuando
renuncia completamente a su voluntad para aceptar la carga de todos los pecados
del mundo y así redimirnos: Padre, dice (...), no se haga
lo que yo quiero sino lo que quieres tú22.
No nos extrañe si al abrazar la obediencia nos encontramos con la cruz. La
obediencia exige, por amor a Dios, la renuncia a nuestro yo, a nuestra más
íntima voluntad. Sin embargo, Jesús ayuda y facilita el camino, si somos
humildes. «Díjome una vez (el Señor) –cuenta Santa Teresa–, que no era obedecer
sino estar determinada a padecer, que pusiese los ojos en lo que Él había
padecido y todo se me haría fácil»23.
Cristo obedece por amor, ese es el sentido de la
obediencia cristiana: la que se debe a Dios y a sus mandamientos, la que se
debe a la Iglesia, a los padres –a sus mandatos y a la doctrina del
Magisterio–, y la que afecta a aquellas cosas más íntimas de nuestra alma. En
todos los casos, de forma más o menos directa, estamos obedeciendo a Dios a
través de las autoridades. Y no quiere el Señor servidores de mala gana, sino
hijos que desean cumplir su voluntad.
La obediencia, que siempre supone sujeción y entrega,
no es falta de libertad ni de madurez. Hay vínculos que esclavizan y otros que
liberan. La cuerda que une al alpinista con sus compañeros de escalada no es
atadura que perturbe, sino vínculo que da seguridad y evita la caída al abismo.
Y los ligamentos que unen las partes del cuerpo no son ataduras que impiden los
movimientos, sino garantía de que estos se realicen con soltura, armonía y
firmeza.
Por el contrario, la verdadera libertad se ve
amenazada por la sensualidad desordenada, la estrechez de pensamiento originada
en el egoísmo y en la voluntad individualista. Estos obstáculos son superados
por la obediencia que eleva y ensancha la propia personalidad.
La obediencia, lleva también consigo la educación
verdadera del carácter y una gran paz en el alma, frutos del sacrificio y de la
entrega de la propia voluntad por un bien más alto. Sirviendo a Dios, a través
de la obediencia, se adquiere la verdadera libertad: Deo servire,
regnare est. Servir a Dios es reinar... Te pedimos, Señor, que
quienes nos gloriamos de obedecer los mandatos de Cristo, Rey del Universo,
vivamos eternamente con Él en el reino de los Cielos24.
Si nos ponemos muy cerca de la Virgen aprenderemos con
facilidad a obedecer con prontitud, alegría y eficacia. «Tratemos de aprender,
siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de
esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las
vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con
atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no
sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he
aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1,
38)»25.
1 Lc 2,
51. —
2 San
Agustín, Sermón 51, 19. —
3 Lc 2,
51. —
4 Jn 8,
29. —
5 Jn 4,
34. —
6 Conc.
Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, 14. —
7 1
Sam 15, 22. —
8 San
Gregorio Magno, Moralia, 14. —
9 Lc 1,
38. —
10 Cfr. Mt 2,
13-15. —
11 Jn 21,
6. —
12 Lc 17,
14. —
13 Jn 9,
6-7. —
14 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 193. —
15 Hech 5,
32. —
16 Cfr. Jn 2,
3 ss. —
17 Cfr. Lc 2,
18. —
18 Cfr. Mt 2,
1-12. —
19 R.
Garrigou Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. II, p. 683. —
20 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 3. —
21 Flp 2,
8. —
22 Mc 14,
36. —
23 Santa
Teresa, Vida, 26. —
24 Oración
después de la Comunión. —
25 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 173.
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