Francisco Fernández-Carvajal 07 de enero de
2020
@hablarcondios
— El Señor, que trabajó
en el taller de San José, es nuestro modelo en el trabajo, para santificar
nuestra tarea diaria.
— Cómo fue el trabajo
de Jesús. Cómo debe ser el nuestro.
— Con el trabajo
habitual hemos de ganarnos el Cielo. Mortificaciones, detalles de caridad,
competencia profesional en nuestra tarea.
I. Cuando meditamos
la vida de Jesús, nos damos cuenta de que la mayor parte de su existencia la
pasó en la oscuridad de un pueblo, apenas conocido dentro de su misma patria.
Comprendemos que algunos de sus vecinos le dijeran: Sal de aquí para
que vean las obras que haces, pues nadie hace las cosas en secreto si pretende
darse a conocer1.
El valor de las obras del Señor fue siempre infinito, y daba a su Padre la
misma gloria cuando aserraba la madera, cuando resucitaba a un muerto y cuando
le seguían las multitudes alabando a Dios.
Muchos acontecimientos tuvieron lugar en el mundo
durante aquellos treinta años de Jesús en Nazaret. La paz de Augusto había
terminado y las legiones romanas se disponían a contener el empuje de los
invasores bárbaros... En Judea, Arquelao era desterrado por sus innumerables
desórdenes... En Roma, el Senado había divinizado a Octavio Augusto... Pero el
Hijo de Dios se hallaba entonces en un pequeño pueblo, a 40 kilómetros de
Jerusalén. Vivía en una casa modesta, quizá hecha de adobes como las demás, con
su Madre, María, pues José debió fallecer ya en ese tiempo. ¿Qué hacía allí
Dios Hombre? Trabajaba, como los demás hombres del pueblo. En nada llamativo se
diferenciaba de ellos, pues también era uno de ellos. Era perfecto Dios y
hombre perfecto. Y nosotros no podemos olvidar que, tanto su vida oculta, como
su vida apostólica, son la existencia temporal del Hijo de Dios.
Cuando Jesús vuelve más tarde a Nazaret, sus paisanos
se extrañan de su sabiduría y de los hechos prodigiosos que de Él se cuentan;
le conocen por su oficio y por ser el Hijo de María: ¿Qué sabiduría es
la que se le ha dado?... ¿No es éste el artesano, el hijo de María?...2.
San Mateo nos dirá también, en otro lugar, lo que opinan de Cristo en su
tierra: ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama María su
madre?...3. Durante muchos años le vieron trabajar, día a día. Por eso
sacan a relucir su oficio.
Además, en la predicación del Señor se puede notar que
conoce bien el mundo del trabajo; lo conoce como alguien que lo ha tocado muy
de cerca, y por eso puso muchos ejemplos de gente que trabaja.
Jesús, en estos años de vida oculta en Nazaret, nos
está enseñando el valor de la vida ordinaria como medio de santificación.
«Porque no es la vida corriente y ordinaria, lo que vivimos entre los demás
conciudadanos, nuestros iguales, algo chato y sin relieve. Es, precisamente en
esas circunstancias, donde el Señor quiere que se santifique la inmensa mayoría
de sus hijos»4.
Nuestros días pueden quedar santificados si se
asemejan a los de Jesús en esos años de vida oculta y sencilla en Nazaret: si
trabajamos a conciencia y mantenemos la presencia de Dios en la tarea, si
vivimos la caridad con quienes están a nuestro alrededor, si sabemos aceptar
las contradicciones evitando la queja, si las relaciones profesionales y
sociales son motivo para ayudar a los demás y para acercarlos a Dios.
II. Si contemplamos
la vida de Jesús durante estos años sin relieve externo lo veremos trabajar
bien, sin chapuzas, llenando las horas de trabajo intenso. Nos imaginamos al
Señor recogiendo los instrumentos de trabajo, dejando las cosas ordenadas,
recibiendo afablemente al vecino que va a encargarle alguna cosa..., también al
menos simpático, y al de conversación poco amena. Tendría Jesús el prestigio de
hacer las cosas bien, pues todo lo hizo bien: Mc 7, 37,
también las cosas materiales.
Y todos los que le trataron se sintieron movidos a ser
mejores, y recibieron los beneficios de la oración callada de Cristo.
El oficio del Señor no fue brillante; tampoco cómodo,
ni de grandes perspectivas humanas. Pero Jesús amó su labor diaria, y nos
enseñó a amar la nuestra, sin lo cual es imposible santificarla, «pues cuando
no se ama el trabajo es imposible encontrar en él ninguna clase de
satisfacción, por muchas veces que se cambie de tarea»5.
El Señor conoció también el cansancio y la fatiga de
la faena diaria, y experimentó la monotonía de los días sin relieve y sin
historia aparente. Esta consideración es también un gran beneficio para
nosotros, pues «el sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la
condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha
sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la
obra que Cristo ha venido a realizar. Esta obra de salvación se ha realizado
precisamente a través del sufrimiento y de la muerte en la cruz. Soportando la
fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre
colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se
muestra verdadero discípulo de Jesús, llevando a su vez la cruz de cada día en
la actividad que ha sido llamado a realizar»6.
Jesús, durante estos treinta años de vida oculta, es
el modelo que debemos imitar en nuestra vida de hombres corrientes que trabajan
cada día. Contemplando la figura del Señor comprendemos con mayor hondura la
obligación que tenemos de trabajar bien: no podemos pretender santificar un
trabajo mal hecho. Hemos de aprender a encontrar a Dios en nuestras ocupaciones
humanas, a ayudar a nuestros conciudadanos y a contribuir a elevar el nivel de
la sociedad entera y de la creación7.
Un mal profesional, un estudiante que no estudia, un mal zapatero... si no
cambia y mejora no puede alcanzar la santidad en medio del mundo.
III. Con
el trabajo habitual tenemos que ganarnos el Cielo. Para eso debemos tratar de
imitar a Jesús, «quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente, trabajando
con sus propias manos»8.
Para santificar nuestras tareas hemos de tener
presente que «todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser
realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección
humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la
voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo
humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar
cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina– y
es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención
del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se
convierte en obra de Dios...»9.
En el trabajo santificado –como el de Jesús–
encontraremos un campo abundante de pequeñas mortificaciones que se traducen en
la atención en lo que estamos haciendo, en el cuidado y en el orden de los
instrumentos que manejamos, en la puntualidad, en la manera como tratamos a los
demás, en el cansancio ofrecido, en las contrariedades que, sin quejas
estériles, procuramos llevar de la mejor manera posible.
En nuestros deberes profesionales encontraremos muchas
ocasiones de rectificar la intención para que realmente sea una obra ofrecida a
Dios y no una ocasión más de buscarnos a nosotros mismos. De esta manera, ni
los fracasos nos llenarán de pesimismo, ni los éxitos nos separarán de Dios. La
rectitud de intención –el trabajar de cara a Dios– nos dará esa estabilidad de
ánimo propia de las personas que están habitualmente cerca del Señor.
Nos podemos preguntar hoy en nuestra oración personal
si tratamos de imitar en nuestro trabajo los años de vida oculta de Jesús:
¿Tengo prestigio profesional y soy competente entre los de mi profesión?
¿Ejercito las virtudes humanas y las sobrenaturales en mi tarea diaria? ¿Sirve
mi trabajo para que mis amigos se acerquen más a Dios? ¿Les hablo de la
doctrina de la Iglesia en aquellas verdades sobre las que existe más ignorancia
o más confusión en el momento actual? ¿Cumplo acabadamente mis deberes profesionales?
Miramos el trabajo de Jesús a la vez que examinamos el
nuestro. Y le pedimos: «Señor, concédenos tu gracia. Ábrenos la puerta del
taller de Nazaret, con el fin de que aprendamos a contemplarte a Ti, con tu
Madre Santa María, y con el Santo Patriarca José (...), dedicados los tres a
una vida de trabajo santo. Se removerán nuestros pobres corazones, te
buscaremos y te encontraremos en la labor diaria, que Tú deseas que convirtamos
en obra de Dios, obra de Amor»10.
1 Jn 7,
8-4. —
2 Cfr. Mc 6,
2-3. —
3 Mt 13,
55. —
4 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 110. —
5 F.
Suárez, José, esposo de María, Rialp, Madrid 1982, p. 268.
—
7 Cfr. Conc. Vat. II,
Const. Lumen gentium, 41. —
9 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 10. —
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 72.
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