Opus Dei 20 de marzo de 2021
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Reflexión
para meditar en la solemnidad de San José. Los temas propuestos son: la oración
de José anima sus acciones; una oración que pone la mirada en Jesús; el
patriarca se mueve con la libertad y la confianza que da el amor.
LAS BIOGRAFÍAS de los grandes personajes suelen estar
forjadas por hechos extraordinarios y discursos importantes. Además, muchas
veces se insertan en un contexto de crisis existencial o social, en donde su
aporte resulta visiblemente importante. De ahí que la figura serena y fuerte de
san José, habiendo suscitado tanta devoción a lo largo de los siglos, nos
resulte sorprendente: los evangelios no nos transmiten ninguna de sus palabras
y su actuación en general fue sencilla, sin muchosdramatismos. A nuestros ojos
se nos muestra incluso como un personaje discreto. Sin embargo, «san José nos
recuerda que todos los que están aparentemente ocultos o en “segunda línea”
tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación»[1].Aunque en su
vida no se observan acciones exteriores portentosas, hay una vida interior
llena de actividad. En él vemos a un hombre que supo responder a los desafíos
desde el silencio de la oración y que, por eso, pudo realizar sus obras con la
libertad que emana del verdadero amor.
«Los Evangelios hablan exclusivamente de lo que José
“hizo”; sin embargo permiten descubrir en sus “acciones” –ocultas por el
silencio– un clima de profunda contemplación»[2]. San Juan
Pablo II nos revela así el secreto que se esconde detrás de las obras del santo
Patriarca: toda su vida era verdadera oración. San José estaba atento a la voz
de Dios que se esconde detrás de todos los sucesos y de todas las personas; eso
le permitió escucharle incluso en las tenues imágenes de los sueños. La Sagrada
Escritura nos dice que, mientras dormía, descubrió aquella vocación que
llenaría de contenido todos los días de su vida: cuidar a Jesús y a María. Un
ángel lo visitó de noche para revelarle el plan de Dios y colmar así su deseo
de ser feliz haciendo la voluntad de Yahvé (cfr. Mt 1,20). Ni siquiera en esos
momentos podemos escuchar la respuesta de José al mensaje angélico; simplemente
constatamos que, desde entonces, todas sus acciones son la mejor respuesta a
los requerimientos divinos.
Entre la vida interior de san José y sus
manifestaciones exteriores ya no vemos ninguna fisura porque transforma su
propia vida en un camino de oración. Solo un alma profundamente contemplativa
como la suya consigue convertir el sueño de Dios en el suyo propio. San
Josemaría predicaba continuamente la hondura que supone unir, de esta manera,
lo divino con lo humano: «Acostumbraos a buscar la intimidad de Cristo con su
Madre y con su Padre, el Patriarca Santo, que entonces tendréis lo que Él
quiere que tengamos: una vida contemplativa. Porque estaremos, simultáneamente,
en la tierra y en el Cielo, tratando las cosas humanas de manera divina»[3].
DESDE EL NACIMIENTO de Jesús en Belén, en medio de la
pobreza, el santo Patriarca no se habrá cansado nunca de contemplar el rostro
de Dios hecho niño. Es fácil imaginar su mirada, llena de cariño, puesta en
Jesús durante la primera noche que pasó en esta tierra. Con el pasar de los
años recordaría constantemente ese primer sueño divino que le había abierto un
horizonte insospechado a su existencia: poder llevar a María y al Niño a su casa.
Sin embargo, la oración de José se iría configurando con el tiempo, al ritmo de
la vida de Jesús y de los acontecimientos ordinarios. «Para San José, la vida
de Jesús fue un continuo descubrimiento de la propia vocación»[4]. Su vida
contemplativa no era nunca una excusa para la pasividad. Todo lo contrario: la
precaria tranquilidad de Belén es interrumpida por un nuevo sueño: Dios lo
invita a exiliarse con su familia a Egipto. Y precisamente porque su oración es
el fuego que lo mueve, se pone en camino de inmediato. De san José aprendemos
que toda verdadera renovación, que todo nuevo impulso, nace de una
contemplación de Jesús que nos lleva al diálogo con Dios.
La vida de la Sagrada Familia, ya de vuelta en
Nazaret, puede describirse así: «El Hijo de Dios está escondido para los
hombres y solo María y José custodian su misterio y lo viven cada día: el Verbo
encarnado crece como hombre a la sombra de sus padres, pero, al mismo tiempo,
estos permanecen a su vez escondidos en Cristo, en su misterio, viviendo su
vocación»[5]. A ojos de la
gente del pueblo, nada extraordinario sucedía en aquella santa casa que, de
alguna manera, es para nosotros también una cátedra de oración en la vida
ordinaria. También nosotros podemos vivir en la vida escondida de Cristo. La
vida de José y de María se desarrolla en un constante diálogo con Jesús: ellos
viven para ver crecer al Señor, pero son ellos los que van creciendo a los ojos
de Dios. Ellos cuidan a Jesús en una humilde casa de Nazaret mientras Dios los
protege en la gran mansión de su amor.
«Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Co
3,3). Nuestra vida de oración nos lleva, como a san José, a refugiarnos siempre
en el Señor. El Santo Patriarca pudo soportar la humillación del pesebre, la
crudeza del exilio y la aparente monotonía de una vida corriente, porque supo
poner su corazón en Jesús: el lugar donde toda situación se torna habitable.
Nunca vio su vocación como un conjunto de cosas por cumplir, sino como el
regalo inmerecido de poder vivir en todo momento junto al Hijo de Dios.
EL SILENCIO DE san José ante las mociones divinas nos
puede servir para adentrarnos en la libertad con que el Patriarca se movía
dentro de los planes de Dios. En un primer momento podría parecernos que esa
sencillez encierra una vida sin ideales propios o tal vez una respuesta
demasiado mecánica. Sin embargo, al contemplarla más de cerca, nos damos cuenta
de que se trata, más bien, de una vida colmada por la libertad del amor. La
verdadera oración, cuando es un diálogo abierto con Dios, nos va regalando la
posibilidad de mirar el mundo, de alguna manera, desde su posición. Entonces
nuestra vida adquiere una dimensión distinta, insospechada, como la de san
José, que «supo poner fe y amor en la esperanza de la gran misión que Dios,
sirviéndose también de él –un carpintero de Galilea–, estaba iniciando en el
mundo: la redención de los hombres»[6].
«La lógica del amor es siempre una lógica de libertad,
y José fue capaz de amar de una manera extraordinariamente libre. Nunca se puso
en el centro. Supo cómo descentrarse, para poner a María y a Jesús en el centro
de su vida»[7]. La oración
nos hace verdaderamente libres porque nos permite adentrarnos en la lógica de
la entrega, en una lógica que nos vuelve más ligeros y nos
permite dar el peso adecuado a cada cosa. Cuando entablamos un diálogo
constante con Dios, nuestras vidas ya no están supeditadas necesariamente a
nuestros gustos o cansancios, aunque estos no dejen de existir. Tampoco
nuestras miserias nos preocupan demasiado, porque sabemos que él acude en nuestra
ayuda para curarnos y para convertirlas en fuente de vida, como fueron las
manos llagadas y el costado abierto de Cristo.
Pero esto no significa que la vida de oración de san
José no haya conocido dificultades. Sabemos que en una ocasión, de vuelta de
Jerusalén, se perdió Jesús adolescente (cfr. Lc 2,45). Podemos imaginar con qué
angustia lo buscaría. Por su cabeza pasarían tantos recuerdos entrañables con
una distinta tonalidad. Quizá se le escaparía alguna lágrima. Sin embargo,
durante los tres días que duró su incertidumbre, no había dejado de perseverar
interiormente «fijos los ojos en Jesús» (Hb 12,2). Su búsqueda exterior, otra
vez, era el reflejo de su constante búsqueda interior. El santo Patriarca no
comprendió la respuesta que le dio Jesús cuando por fin lo encontró en el
templo, pero su vida ya se encontraba de tal modo en las manos de Dios, que
incluso entonces se dejó guiar por él. Ahí radica la grandeza de la
personalidad de san José y que le pedimos en el día de su fiesta: confiar
plenamente en Dios. Y Dios nunca defrauda, porque sus sueños para nosotros,
aunque a veces nos superan, son siempre buenos.
[1] Francisco, carta apostólica Patris corde,
Introducción.
[2] San Juan Pablo II, Redemptoris custos,
n. 25.
[3] San Josemaría, Apuntes de la predicación oral,
26-V-1974.
[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa,
n. 52.
[5] Benedicto XVI, Discurso en los jardines
vaticanos, 5-VII-2010.
[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa,
n. 42.
[7] Francisco, carta apostólica Patris corde,
n. 7.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/document/meditaciones-solemnidad-de-san-jose/
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