Trino Márquez 17 de marzo de 2022
@trinomarquezc
En las
naciones aparecen cada cierto tiempo seres anómalos que se convierten en
pesadillas para sus países y, en algunos casos, para el planeta o, al menos,
para sus vecinos. Aunque constituyen irregularidades, la lista es larga.
Podrían llenarse algunos cuantos cuadernos con los nombres de los autócratas, déspotas, megalómanos e iluminados que se consideran predestinados para modificar el curso de la historia, reeditar antiguas glorias o alcanzar grandes objetivos que sus predecesores no pudieron lograr. Para cumplir ‘su misión’ cometen toda clase de desmanes y originan enormes desgracias.
Vladimir
Putin es el último de esa estirpe. Está destruyendo al pueblo ucraniano con una
saña que provoca consternación e indignación. El daño que le causa a ese
modesto país carece de justificación. Ese dictador se cree la reencarnación de
Pedro el Grande o, en época más reciente, de Joseph Stalin. La diferencia con
el Hombre de Hierro –ese es el significado de Stalin- reside en que ese hijo de
campesinos georgianos, antes de extender hacia Europa del Este los dominios de
su imperio utilizando como ariete el Ejército Rojo, se llenó de gloria luego de
haber formado parte del grupo de líderes victoriosos durante la Segunda Guerra
Mundial. De no haberse producido esa confrontación, es decir, de no haber
existido Hitler, lo más probable es que Stalin no hubiese pasado de ser el
tirano que martirizaba a la Unión Soviética desde la segunda década del siglo
XX, cuando se impuso sobre Trotsky y el resto de la dirección del Partido
Comunista de la Unión Soviética. Stalin hasta el final de la guerra mundial
tuvo una política internacional discreta, y hasta conservadora. Una de sus
tesis centrales era la construcción del socialismo en un solo país, que lo
diferenciaba claramente de Trotsky, quien defendía la idea de la revolución
permanente, lo cual implicaba exportar la revolución bolchevique a todos los
países del globo y, en consecuencia, mantener una política exterior agresiva y
expansionista.
Putin
aspira a recrear la antigua URSS y los laureles de Stalin, pero sin estar
precedido de ninguna hazaña que lo convierta en ídolo mundial. A Putin no lo
antecede un Hitler, un Tercer Reich o una invasión previa. Ninguna batalla como
la de Stalingrado. El asalto de Putin a Ucrania es el resultado del delirio de
un hombre que sometió a las instituciones de la Federación Rusa –en primer
lugar al Ejército Ruso- a sus intereses personales. Valiéndose de la tortura,
los secuestros, los envenenamientos y todas las demás formas de coerción utilizadas
por los cuerpos de seguridad del Estado, Putin logró imponerse sobre el
conjunto de esa nación, que nunca ha sabido lo que es vivir en democracia.
Putin
marcha en sentido contrario al que las sociedades civilizadas y democráticas
aspiraron trazar con la creación de la Organización de Naciones Unidas en 1945,
y con los numerosos instrumentos legales aprobados o promovidos por ese foro y,
más tarde, por la Unión Europea para empotrar la tendencia permanente del poder
a desbocarse. Hasta el comportamiento de los ejércitos en la guerra fue
sometido a un riguroso conjunto de normas por el organismo mundial.
En el
Estatuto de Roma, de la Corte Penal Internacional, aprobado en 1998, se
contempla la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad y la
violación de los derechos humanos. Con él, la ONU pretendía evitar, entre otros
exabruptos, que la obediencia debida, invocada por los miembros de los ejércitos
y los organismos de seguridad para justificar los excesos en los conflictos
bélicos, se convirtiera en el refugio de quienes obedecían de forma ciega las
órdenes de enajenados mentales enceguecidos por el poder.
Todos
los esfuerzos de la humanidad por realzar el papel de las instituciones
republicanas y democráticas, por defender el derecho de la gente a disfrutar de
una vida digna y libre, y de ejercer un amplio conjunto de derechos civiles que
representan conquistas civilizatorias del género humano, se han estrellado
contra la determinación de ególatras como Vladimir Putin, con una visión
personalista del poder, que desprecian la democracia liberal, la autonomía de
los poderes públicos, la libertad de expresión e información, y la soberanía de
los pueblos expresada en los organismos en los cuales los ciudadanos delegan su
representación.
Esa
desestimación por los valores de Occidente y, en gran medida del mundo
civilizado, están expresándose con una furia descarnada en el conflicto de
Ucrania. Estamos presenciando los reducidos límites de las instituciones
internacionales para acabar o anular el sadismo de los dictadores contra los
pueblos que se resisten a caer bajo su férula.
La ONU
y la UE, aparte de la solidaridad activa con el gobierno y el pueblo ucraniano,
no han sido capaces de detener la destrucción que Putin está causando y el
éxodo de millones de seres humanos que quieren resguardarse de la devastación
provocada por la obsesión expansionista del gamonal ruso.
¿Qué
más debe hacer la humanidad para protegerse de psicópatas como ese? Lo que ha
hecho hasta ahora es insuficiente. Los ucranianos son víctimas de esa carencia.
Trino
Márquez
@trinomarquezc
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