Francisco Fernández-Carvajal 20 de marzo de 2022
@hablarcondios
— Fe y
correspondencia a la gracia. Purificar nuestra alma para ver a Jesús.
— La
curación de Naamán. Docilidad y humildad.
—
Docilidad en la dirección espiritual.
I. Mi
alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón salta de gozo por el
Dios vivo, leemos en la Antífona de entrada de la Misa1.
Y para penetrar en la morada de Dios es necesario tener un alma limpia y
humilde; para ver a Jesús hacen falta buenas disposiciones. Nos lo muestra, una
vez más, el Evangelio de la Misa.
El Señor, después de un tiempo de predicación por las aldeas y ciudades de Galilea, vuelve a Nazaret, donde se había criado. Allí todos le conocen: es el hijo de José y de María. El sábado asistió a la sinagoga, según era su costumbre2. Jesús se levantó para la lectura del texto sagrado, y escogió un pasaje mesiánico del profeta Isaías. San Lucas recoge la extraordinaria expectación que había en el ambiente: enrollando el libro se lo devolvió al ministro, y se sentó; todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Habían oído maravillas del hijo de María y esperaban ver cosas más extraordinarias en Nazaret.
Sin
embargo, aunque al principio todos daban testimonio a favor de Él, y se
admiraban de las palabras de gracia que procedían de sus labios3,
no tienen fe. Jesús les explica que los planes de Dios no se fundan en razones
de patria o de parentesco: no basta con haber convivido con Él. Es necesaria
una fe grande.
Utiliza
algunos ejemplos del Antiguo Testamento: Muchos leprosos había en
Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, sino
Naamán, el sirio. Se conceden las gracias del Cielo, sin limitaciones por
parte de Dios, sin tener en cuenta la raza –Naamán no pertenecía al pueblo
judío–, la edad o la posición social. Pero Jesús no encontró buenas
disposiciones en los oyentes, en la tierra donde se había criado, y por esto no
hizo allí ningún milagro. Aquellas gentes solo vieron en Él al hijo de
José, el que les hacía las mesas y les arreglaba las puertas. ¿No
es este el hijo de José?, se preguntaban4.
No supieron ver más allá. No descubrieron al Mesías que les visitaba.
Nosotros,
para contemplar al Señor, también debemos purificar nuestra alma. «Ese Cristo,
que tú ves, no es Jesús. —Será, en todo caso, la triste imagen que pueden
formar tus ojos turbios... —Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y
la penitencia. Luego... no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás
una visión perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡Él!»5.
La
Cuaresma es buena ocasión para intensificar nuestro amor con obras de
penitencia que disponen el alma a recibir las luces de Dios.
II. En
la Primera lectura de la Misa se nos narra la curación de Naamán, general del
ejército del rey de Siria6,
al que hace referencia el Señor en el Evangelio. Este enfermo de lepra oyó
decir a una esclava hebrea que en Israel vivía un Profeta con poder para
curarle de su mal. Y después de un largo viaje llegó Naamán con sus caballos
y sus carros, y se paró ante Eliseo. Y el profeta le mandó un mensajero
diciendo: ve, y lávate siete veces en el Jordán y tu carne recobrará la salud y
quedarás limpio.
Pero
Naamán no entendió estos caminos de Dios, tan distintos de los que él había
imaginado. Yo creía -dice- que saldría a mí, y puesto
en pie invocaría el nombre de Yahvé, su Dios, y tocaría con su mano el lugar de
la lepra y me curaría. Pues qué, ¿no son mejores el Abana y el Farfar, ríos de
Damasco, que todas las aguas de Israel, para lavarme en ellas y limpiarme?
El
general sirio quería curarse y había recorrido un largo camino para esto, pero
llevaba su propia solución sobre el modo de ser curado. Y cuando ya regresaba,
dando como inútil el viaje, sus servidores le decían: aunque el profeta
te hubiese mandado una cosa difícil debieras hacerla. Cuanto más habiéndote
dicho lávate y serás limpio.
Naamán
reflexionó sobre las palabras de sus acompañantes y volvió con humildad a
cumplir lo que le había dicho el Profeta Eliseo. Marchó, pues, y se
lavó siete veces en el Jordán, conforme a las palabras del varón de Dios, y su
carne se volvió como la de un niño, y quedó limpio. Recibió con humildad y
docilidad un buen consejo que humanamente podía parecer inútil y quedó curado.
Sus disposiciones interiores hicieron eficaz la oración de Eliseo.
También
nosotros andamos con frecuencia enfermos del alma, con errores y defectos que
no acabamos de arrancar. El Señor espera que seamos humildes y dóciles a las
indicaciones y consejos de aquellas personas que Dios ha puesto para ayudarnos
a buscar la santidad en medio de nuestro trabajo y en nuestra familia. No
tengamos soluciones propias cuando el Señor nos indica otras, quizá contrarias
a nuestros gustos y deseos. En lo que se refiere al alma, no somos buenos
consejeros de nosotros mismos, ni buenos médicos. De ordinario, el Señor se
vale de otras personas. «También a San Pablo le llamó Cristo por sí mismo y le
habló. Mas, pudiendo revelarle en el acto el camino de la santidad, prefirió
encaminarlo a Ananías y le ordenó que aprendiera de sus labios la verdad:
levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que has de hacer»7.
San Pablo se dejará guiar. Su fuerte personalidad, manifestada de tantos modos
y en tantas ocasiones, le sirve ahora para ser dócil. Primero sus compañeros de
viaje le llevaron a Damasco; luego Ananías le devolverá la vista y será ya un
hombre útil para pelear las batallas del Señor.
En la
dirección espiritual el alma se dispone para encontrar al Señor y reconocerle
en lo ordinario.
III. La
fe en los medios que el Señor nos da, obra milagros. En una ocasión el Señor
pidió a un hombre que hiciera algo de lo que tenía sobrada experiencia que no
podía realizar: extender una mano «seca», sin movimiento. Y la docilidad,
muestra de una fe operativa, hizo posible el milagro: la extendió y
quedó tan sana como la otra8.
A nosotros nos pedirán a veces cosas de las que nos sentimos incapaces, pero
que serán posibles si dejamos que la gracia de Dios actúe en nosotros. Gracia
que, con gran frecuencia, nos llegará como consecuencia de la docilidad en la
dirección espiritual.
A
nosotros nos pide el Señor no tener solo un apoyo humano, que nos llevaría al
pesimismo, sino una confianza sobrenatural. Nos pide ser sobrenaturalmente
realistas, que es contar con Él, sabiendo que Jesucristo sigue actuando en
nuestra vida.
Diez
hombres encuentran su curación porque son dóciles. Jesucristo solo les dice9:
—Id, mostraos a los sacerdotes. Y mientras iban, quedaron curados.
En
otra ocasión, el Señor se compadeció de un mendigo ciego de nacimiento10 y,
nos dice San Juan, Jesús escupió en tierra e hizo lodo con la saliva, y
con este barro le untó sus ojos y le dijo: ve, lávate en la piscina de Siloé.
El mendigo no lo dudó un instante. Fue, pues, y se lavó allí, y volvió
con vista.
«¡Qué
ejemplo de fe segura nos ofrece este ciego! Una fe viva, operativa (...). ¿Qué
poder encerraba el agua, para que al humedecer los ojos fueran curados? Hubiera
sido más apropiado un misterioso colirio, una preciosa medicina preparada en el
laboratorio de un sabio alquimista. Pero aquel hombre cree; pone por obra el
mandato de Dios, y vuelve con los ojos llenos de claridad»11.
La
ceguera, los defectos, las flaquezas son males que tienen remedio. Nosotros no
podemos nada, pero Jesucristo es omnipotente. El agua de aquella piscina siguió
siendo agua, y el barro, barro. Pero el ciego recuperó la vista, y después,
además, una fe más viva en el Señor. Y así, tantas veces a lo largo del Evangelio,
se nos muestra la fe de los que tratan a Jesús. Sin docilidad la dirección
espiritual quedaría sin frutos. Y no podrá ser dócil quien se empeñe en ser
tozudo, obstinado, incapaz de asimilar una idea distinta de la que ya tiene o
de la que le dicta una experiencia negativa porque no contó con la ayuda de la
gracia. El soberbio es incapaz de ser dócil, porque para aprender hay que estar
convencido de que aún hay cosas que desconocemos y de que es necesario que
alguien nos enseñe. Y para mejorar espiritualmente, debemos estar convencidos
de que no somos todo lo buenos que Dios espera de nosotros.
En
asuntos de la propia vida interior debemos estar prevenidos con una prudente
desconfianza en el propio juicio, para poder aceptar otro criterio distinto u
opuesto al nuestro. Y dejaremos que Dios nos haga y nos rehaga a través de
acontecimientos e inspiraciones, a través de las luces recibidas en la
dirección espiritual. Con la docilidad del barro en las manos del alfarero. Sin
poner resistencias, con visión sobrenatural, oyendo a Cristo en aquella
persona. Así nos dice la Sagrada Escritura: Bajé a casa del alfarero, y
hallé que estaba trabajando sobre la rueda. Y la vasija de barro que estaba
haciendo se deshizo entre sus manos; y al instante volvió a formar del mismo
barro otra vasija de la forma que le plugo (...). Sabed que lo
que es el barro en manos del alfarero eso sois vosotros en mis manos12.
Disponibilidad, docilidad, dejarnos hacer y rehacer por Dios cuantas veces sea
necesario. Este puede ser el propósito de nuestra oración de hoy, que
llevaremos a cabo con la ayuda de la Virgen.
1 Antífona
de entrada. Sal 83, 3. —
2 Lc 2,
16. —
3 Lc 4,
22. —
4 Ibídem.
—
5 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 212. —
6 Cfr. 2
Rey 5, 1-15. —
7 Casiano, Colaciones,
2. —
8 Cfr. Mt 12,
9 ss. —
9 Lc 17,
11-19. —
10 Jn 9,
1 ss. —
11 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 193. —
12 Jer 18,
1-7.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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