Humberto García Larralde 13 de marzo de 2022
Vladimir
Putin ha exhibido el arma más terrible en su criminal invasión de Ucrania: su
ausencia absoluta de escrúpulos para emprender acciones que considera
necesarias para alcanzar sus fines. Al violentar la soberanía e independencia
del país vecino, vulnerando normas internacionales asumidas por la propia
Rusia, amenazó de inmediato a la OTAN y a Estados Unidos con «consecuencias más
grandes de lo que ninguno de ustedes ha visto jamás en la historia» si
intervenían a favor de Ucrania.
Tal amenaza la volvió a asomar abiertamente días después, al poner en alerta de combate a sus fuerzas estratégicas, es decir, nucleares. Y lo reiteró como respuesta ante cualquier posibilidad de que la OTAN accediera a la petición del presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, de imponer una zona de exclusión en el espacio aéreo de su país, para contener el incesante bombardeo de aviones rusos a su población.
Hay
que señalar que Putin no sacó su amenaza nuclear de la nada. Fue probando, en
pasos sucesivos, hasta dónde las potencias mundiales le permitirían llegar en
sus delirios imperiales a expensas de otros pueblos. El desmembramiento militar
de Georgia para crear los protectorados de Abjasia y Osetia del Sur no provocó
reacción alguna de occidente, como tampoco el aplastamiento brutal de la
rebelión en Chechenia. La ocupación de la península de Crimea en 2014,
territorio ucraniano, apenas suscitó una débil protesta. Y su apoyo a Bashar Al
Assad, para disuadir a Obama de cumplir con su amenaza de intervenir si el
carnicero de Siria utilizaba armas químicas contra sus adversarios, fue
consentida.
Por
último, llegó la gran prueba, la de invadir a Ucrania para deshacerse de un
gobierno incómodo a su despótica megalomanía, por ser ejemplo de democracia en
un país eslavo con demasiadas semejanzas al ruso. Y, como lamentablemente se ha
evidenciado en los últimos días, al encontrar una resistencia mayor a la
esperada por parte de los valientes defensores de Ucrania, no ha vacilado en
arremeter con bombardeos a zonas residenciales, a pesar de haberse comprometido
públicamente a respetar a la población civil. Como sea, busca pulverizar la
elevada moral de combate de los ucranianos.
Lo que
ha extasiado a Donald Trump como una genial operación de brinkmanship de
Putin –el “arte” de poner al contrario al borde del precipicio para que no
tenga otra opción que aceptar las demandas que se le imponen—es, en realidad,
el chantaje de un sicópata quien, aterradoramente, tiene a su disposición el
arsenal nuclear más grande del globo, junto al de EE.UU.
¿Quién
puede garantizar que, ante acciones más contundentes en apoyo a Zelenski, Putin
–mejor, Putler– no apele a estas armas estratégicas? ¿Hay razones para confiar
que este personaje, o aquellos de su círculo íntimo de poder, tengan los
valores morales, políticos o humanitarios capaces de frenarlo antes de acometer
lo impensable? Precisamente, por haberse revelado como sicópata, su chantaje
surte efecto. Demasiado riesgoso para que los gobernantes responsables de
occidente accedan a poner a prueba si se trata sólo de un bluff.
Pero,
precisamente por la eficacia de su chantaje, no hay seguridad alguna de que las
ansias imperiales de Putler se satisfagan si, en el peor de los casos, termina
aplastando la resistencia ucraniana. EE.UU. y la UE confían en que las
sanciones económicas y financieras de por sí sean lo suficientemente
contundentes como para ponerlo de rodillas, invalidando su acción miliar,
incluyendo la opción nuclear.
La
clave decisiva aquí es la capacidad de resistencia del ejército y del pueblo
ucraniano, uno de cuyos determinantes es, claro está, la efectividad del apoyo
de occidente en el suministro de armas y servicios. Y esto necesariamente debe
aumentar, si se quiere evitar que Putler se salga con las suyas.
La
laxitud exhibida en el trato de algunos de sus oligarcas amigos, sobre todo en
el Reino Unido, y la dependencia europea del gas ruso tampoco ayudan.
Los
analistas recogen evidencias de creciente frustración del déspota ruso ante la
no concreción en el tiempo de sus planes. Aumentan los temores respecto a su
inestabilidad emocional y mental. Por otro lado, la represión emprendida en Rusia
contra toda protesta por la guerra y el control draconiano de los medios de
comunicación ahí se orientan a evitar que, internamente, surjan las fuerzas que
lo conminen a parar su aventura criminal. Pudiera llevarlo a creer que puede
ejecutar lo impensable para imponer su voluntad.
De ahí
las voces a favor de una estrategia que ofrezca un “puente dorado” para el
repliegue e “decoroso” de Putler, sin que pierda “cara”. Pero esto implicaría,
cruelmente, alguna concesión por parte de Ucrania, como la cesión de los
territorios del Donbás, el reconocimiento de que Crimea es rusa o el compromiso
de no entrar a la OTAN. Dudo que las heroicas fuerzas de resistencia ucraniana,
que han entregado tanta sangre para evitar un desenlace de esta naturaleza,
accedan.
La
invasión de Ucrania es la prueba suprema que ha puesto Putin sobre la mesa para
saber lo que estarían dispuesto a tragarse las potencias occidentales para
evitar una hecatombe nuclear. De ceder, ¿quién lo parará
después? ¿Cómo garantizar la seguridad futura de los países bálticos,
Finlandia, Suecia, Polonia y, en fin, del resto de Europa, si prevalece en
Ucrania su voluntad? Como han afirmado tantos, lo que está en juego no es sólo
la suerte de un país que, para algunos, pudiera ser “prescindible” en aras de
evitar la guerra nuclear.
Lo que
peligra es el orden democrático liberal como paradigma del mundo actual y las
posibilidades de contar con unas reglas de juego consensuadas, con base en las
cuales los pueblos puedan aspirar a vivir en libertad y forjar las condiciones
para su propio bienestar.
Desde
esta columna sería absolutamente irresponsable pretender sopesar los pro’s y
los contra´s de acciones militares de la OTAN contra Putler, como sería la de
asegurar una zona de exclusión aérea en Ucrania que pudieran obligarlo a parar
su ofensiva criminal. La incertidumbre de la existencia de un loco en el
Kremlin dispuesto a apretar el botón nuclear aterra. Pero con todo y el
abrumador peso moral que enfrenta occidente ante esta decisión, las opciones a
considerar son esas. Porque el dilema verdadero no parece ser si debe tomar o
no una decisión que frene definitivamente a Putin, sino cuándo. El aprendizaje
de Múnich, 1938, sugiere que mañana quizás sea demasiado tarde.
El
humor de Maduro
A
despecho del escenario tan dantesco como el referido arriba, Nicolás Maduro nos
sorprendió el sábado cinco de marzo con una humorada. En su alocución pidió a
la justicia aplicar el «máximo castigo» a aquellos funcionarios públicos del
país que estén involucrados en el “fenómeno
de la narcopolítica”, para concluir –miren qué ocurrente– que es la
«primera vez» que en el país se ve tal fenómeno (¡!).
Vamos,
Nicolás, tus sobrinos presos por narcotráfico en EE.UU., con acceso a la rampa
presidencial de Maiquetía para sus andanzas, el «pana» Makled, que llegó a
tener en su abultada nómina a muchos jerarcas chavistas, y los militares
integrantes del tristemente notorio Cartel del Sol, amparados desde el poder
durante años, te obligan a no ser tan torpe en tus sarcasmos. Porque los
sarcasmos más hilarantes son los inteligentes, los que explotan la sutileza,
¡no esa burda chanza que anunciaste el sábado!
Humberto
García Larralde
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