Francisco Fernández-Carvajal 25 de marzo de 2022
@hablarcondios
—
Necesidad de la humildad. La soberbia lo pervierte todo.
— La
hipocresía de los fariseos. Manifestaciones de la soberbia.
—
Aprender del publicano de la parábola. Pedir la humildad.
I. Misericordia,
Dios mío... Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto, no
lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y
humillado, tú no lo desprecias1.
El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde.
Nos presenta San Lucas en el Evangelio de la Misa de hoy2 a dos hombres que subieron al Templo a orar: uno fariseo y publicano el otro. Los fariseos se consideraban a sí mismos como puros y perfectos cumplidores de la ley; los publicanos se encargaban de recaudar las contribuciones, y eran tenidos por hombres más amantes de sus negocios que de cumplir con la ley. Antes de narrar la parábola, el Evangelista se preocupa de señalar que Jesús se dirigía a ciertos hombres que presumían de ser justos y despreciaban a los demás.
En
seguida se pone de manifiesto en la parábola que el fariseo ha entrado al
Templo sin humildad y sin amor. Él es el centro de sus propios pensamientos y
el objeto de su aprecio: Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los
demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos
veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo. En vez de alabar a
Dios, ha comenzado, quizá de modo sutil, a alabarse a sí mismo. Todo lo que
hacía eran cosas buenas: ayunar, pagar el diezmo...; la bondad de estas obras
quedó destruida, sin embargo, por la soberbia: se atribuye a sí mismo el
mérito, y desprecia a los demás. Faltan la humildad y la caridad, y sin ellas
no hay ninguna virtud ni obra buena.
El
fariseo está de pie. Ora, da gracias por lo que hace. Pero hay mucha
autocomplacencia, está «satisfecho». Se compara con los demás y se considera
superior, más justo, mejor cumplidor de la ley. La soberbia es el mayor
obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el vicio capital más
peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las buenas obras,
haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz está en lo
más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada hay tan difícil
de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad.
«“A mí
mismo, con la admiración que me debo”. —Esto escribió en la primera página de
un libro. Y lo mismo podrían estampar muchos otros pobrecitos, en la última
hoja de su vida.
»¡Qué
pena, si tú y yo vivimos o terminamos así! —Vamos a hacer un examen serio»3.
Pedimos al Señor que tenga siempre compasión de nosotros y no nos deje caer en
ese estado. Imploremos cada día la virtud de la humildad y hagamos hoy el
propósito de estar atentos a las diversas y variadas expresiones en que se pone
de manifiesto el pecado capital de la soberbia, y a rectificar la intención en
nuestras obras cuantas veces sea necesario.
II.
Algunos fariseos se convirtieron, y fueron amigos y fieles discípulos del
Señor, pero muchos otros no supieron reconocer al Mesías, que pasaba por sus
calles y plazas. La soberbia hizo que perdieran el norte de su existencia y que
su vida religiosa, de la que tanto alardeaban, quedara hueca y vacía. Sus
prácticas de piedad se consumían en formalismos y meras apariencias, realizadas
de cara a la galería. Cuando ayunan, demudan su rostro para que los demás lo
sepan4; cuando oran, gustan de hacerlo de pie y con ostentación en
las sinagogas o en medio de las plazas5;
cuando dan limosna, lo pregonan con trompetas6.
El
Señor recomendará a sus discípulos: No hagáis como los fariseos. Y
les explica por qué no deben seguir su ejemplo: Todas sus obras las
hacen para ser vistos por los hombres7.
Con palabra fuerte, para que reaccionen, les llama hipócritas, semejantes a
sepulcros blanqueados: vistosos por fuera, repletos de podredumbre por dentro8.
La
vanagloria «fue la que los apartó de Dios; ella les hizo buscar otro teatro
para sus luchas y los perdió. Porque, como se procura agradar a los
espectadores que cada uno tiene, según son los espectadores, tales son los
combates que se realizan»9.
Para ser humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra vida y
nuestras obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en todo momento.
Los
fariseos, por la soberbia, se volvieron duros, inflexibles y exigentes con sus
semejantes, y débiles y comprensivos consigo mismos: Atan pesadas
cargas a los demás y ellos ni siquiera ponen un dedo para moverlas10.
A nosotros el Señor nos dice: El mayor entre vosotros ha de ser vuestro
servidor11. Y el Espíritu Santo, por medio de San Pablo: llevad
los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo12.
Una de las manifestaciones más claras de la humildad es el servir y ayudar a
los demás, no ya en acciones aisladas sino de modo constante.
Quizá
uno de los reproches más duros que les hace el Señor es este: Vosotros
no habéis entrado y a los que iban a entrar se lo habéis impedido13.
Han cerrado el camino a aquellos a quienes tenían que guiar. ¡Guías
ciegos!14 les llamará en otro lugar. La soberbia hace perder la
luz sobrenatural para uno mismo y para los demás.
La
soberbia tiene manifestaciones en todos los aspectos de la vida. «En las
relaciones con el prójimo, el amor propio nos hace susceptibles, inflexibles,
soberbios, impacientes, exagerados en la afirmación del propio yo y de los
propios derechos, fríos, indiferentes, injustos en nuestros juicios y en
nuestras palabras. Se deleita en hablar de las propias acciones, de las luces y
experiencias interiores, de las dificultades, de los sufrimientos, aun sin
necesidad de hacerlo. En las prácticas de piedad se complace en mirar a los
demás, observarlos y juzgarlos; se inclina a compararse y a creerse mejor que
ellos, a verles defectos solamente y negarles las buenas cualidades, a
atribuirles deseos e intenciones poco nobles, llegando incluso a desearles el
mal. El amor propio (...) hace que nos sintamos ofendidos cuando somos
humillados, insultados o postergados, o no nos vemos considerados, estimados y
obsequiados como esperábamos»15.
Nosotros
hemos de alejarnos del ejemplo y de la oración del fariseo y aprender del
publicano: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador. Es
una jaculatoria para repetirla mucha veces, que fomenta en el alma el amor a la
humildad, también a la hora de rezar.
III. El
Señor está cerca de aquellos que tienen el corazón contrito, y a los humillados
de espíritu los salvará16.
El publicano dirige a Dios una oración humilde, y confía, no en sus méritos,
sino en la misericordia divina: quedándose lejos, ni siquiera se
atrevía a levantar sus ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
Oh Dios, ten compasión de mí que soy un pecador.
El
Señor, que resiste a los soberbios pero a los humildes da su gracia17,
lo perdona y justifica. Os digo que este bajó a su casa justificado, y
aquel no.
El
publicano «se quedó lejos, y por eso Dios se acercó más
fácilmente... Que esté lejos o que no lo esté, depende de ti. Ama y se
acercará; ama y morará en ti»18.
También
podemos aprender de este publicano cómo ha de ser nuestra oración: humilde,
atenta, confiada. Procurando que no sea un monólogo en el que nos damos
vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer.
En el
fondo de toda la parábola late una idea que el Señor quiere inculcarnos: la
necesidad de la humildad como fundamento de toda nuestra relación con Dios y
con los demás. Es la primera piedra de este edificio en construcción que es
nuestra vida interior. «No quieras ser como aquella veleta dorada del gran
edificio: por mucho que brille y por alta que esté, no importa para la solidez
de la obra.
»—Ojalá
seas como un viejo sillar oculto en los cimientos, bajo tierra, donde nadie te
vea: por ti no se derrumbará la casa»19.
Cuando
una persona se siente postergada, herida en detalles pequeñísimos, debe pensar
que todavía no es humilde de verdad: es la ocasión de aceptar la propia
pequeñez y ser menos soberbios: «no eres humilde cuando te humillas, sino
cuando te humillan y lo llevas por Cristo»20.
La
ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor garantía para ir adelante en esta
virtud. «María es, al mismo tiempo, una Madre de misericordia y de ternura, a
la que nadie ha recurrido en vano; abandónate lleno de confianza en el seno
materno, pídele que te alcance esta virtud (de la humildad) que Ella tanto
apreció; no tengas miedo de no ser atendido, María la pedirá para ti de ese
Dios que ensalza a los humildes y reduce a la nada a los soberbios; y como
María es omnipotente cerca de su Hijo, será con toda seguridad oída»21.
Después de considerar las enseñanzas del Señor, y de contemplar el ejemplo
humilde de Santa María, podemos acabar nuestra oración con esta petición:
«Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer
afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad
sea la identificación contigo»22.
1 Salmo
responsorial. —
2 Lc 18,
9-14. —
3 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 719. —
4 Cfr. Mt 6,
16. —
5 Cfr. Mt 6,
5. —
6 Cfr. Mt 6,
2. —
7 Mt 23,
5. —
8 Cfr. Mt 23,
27. —
9 San
Juan Crisóstomo, Hom. sobre San Mateo, 72, 1. —
10 Lc 11,
46. —
11 Mt 23,
11. —
12 Gal 6,
2. —
13 Lc 11,
53. —
14 Mt 15,
14. —
15 B.
Baur, En la intimidad con Dios, p. 89. —
16 Sal 33.
—
17 Sant 4,
6. —
18 San
Agustín, Sermón 9, 21. —
19 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 590. —
20 Ibídem,
n. 594. —
21 J.
Pecci -León XIII-, Práctica de la humildad, 56.
—
22 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 31.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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