Humberto García Larralde 09 de mayo de 2023
La
bonificación de la remuneración a empleados y trabajadores, anunciada por
Nicolás Maduro el pasado 1° de mayo, mete unos clavos más a la urna de lo que
queda de contrato social en Venezuela. Al congelar la remuneración salarial,
congela también las prestaciones sociales, aguinaldos y pagos de vacaciones que
en ella se basan. Mientras, la inflación continúa siendo la más alta del mundo.
El alza consecuente del tipo de cambio ha hecho que el salario mínimo, que hace
un año equivalía $30 mensuales, sea actualmente de apenas $5 y pico,
reduciéndose también, en esta proporción, las prestaciones antes referidas.
Ahora los bonos de alimentación y de “guerra” (¿?) pasan a constituir el grueso
de la remuneración. Sus montos están sujetos, cual dádiva, a la discreción del
ejecutivo nacional, no al esfuerzo del trabajo. Además, los jubilados quedan
excluidos del bono de alimentación.
Como contrato social se entiende el conjunto de derechos y deberes entre gobernantes y gobernados de una nación, plasmados en normas, tradiciones y valores que conforman el marco institucional que los aúna en torno a la prosecución de un proyecto compartido de sociedad. Las expectativas acerca de su cumplimiento son un elemento central de la cohesión y de la convivencia social en paz, como del logro de sus objetivos. La gobernanza pivota en torno a la capacidad de satisfacer esas expectativas.
En
Venezuela, la consolidación de la democracia se asoció a un contrato social
basado en un Estado de Derecho semi-liberal, pues estaba mediado por un fuerte
tutelaje estatal, sobre todo en lo económico. Se podía invertir en áreas que no
estaban ya atendidas (política de “mercado copado”), siguiendo pautas fijadas.
En contrapartida, se disfrutaba de incentivos fiscales, protección aduanera,
financiamiento y de preferencias en las compras del Estado. Los partidos
democráticos, comprometidos con conductas probas de gobierno desde el “Pacto de
Punto Fijo”, se vigilaban entre sí, evitando, sobre todo al comienzo, que tales
incentivos fuesen otorgados a discreción, con base en favoritismos,
preferencias políticas y/o corruptelas. Los trabajadores, por su parte, gozaban
del derecho de huelga, de libre contratación y sindicalización, así como de
otras reivindicaciones obtenidas, más que por sus propias luchas, gracias a
concesiones de una generación de políticos socialmente comprometidos. Cerraba
el círculo un consumidor venezolano que conseguía, dentro de las opciones que
le ofrecía la política proteccionista de industrialización por sustitución de
importaciones, productos a precios asequibles.
Un
ingreso petrolero significativo fue central en este contrato social. Su
administración se la reservaba el Estado, convirtiéndose en el agente económico
preponderante del país. Con un manejo prudente de políticas fiscales y
monetarias, garantizó, hasta mediados de los ’70, la estabilidad de precios y,
hasta 1983 –salvo el control cambiario entre 1960 y 1963–, un bolívar
libremente convertible en divisas a un precio fijo. Asimismo, logró financiar
una impresionante expansión de la educación y de la salud públicas, además de
dotar de servicios diversos a la población. Un contexto de creciente
prosperidad, luego de la derrota de la insurrección armada de izquierdas en los
’60, afianzó el contrato social. Las expectativas de mejora sostenida en las
condiciones de vida de los venezolanos sostenían el poder, a cambio, de los dos
principales partidos políticos, Acción Democrática y COPEI, preferentes en el
sufragio popular.
La
multiplicación de los ingresos del Estado con la triplicación de precios del
petróleo, luego de la guerra de Yom Kippur de 1973, trastocó los equilibrios
que sustentaban esta “ilusión de armonía”, como lo designaran Moisés Naim y
Ramón Piñango en un libro con ese título de 1984. La plétora de recursos se
tradujo en un mayor protagonismo estatal, asociado a ambiciosos planes de
gobierno (CAP I), y a una creciente discrecionalidad para asignarlos. Avivaba
expectativas optimistas. Pero las limitaciones con las cuales se tropezó luego
esta bonanza en los años ’80, la llamada “década perdida”, habrían de resentir
gravemente las bases del contrato social. Los gobernantes habían dejado de
cumplir su parte.
La
respuesta fue más intervencionismo estatal en la forma de controles de precio y
de tipo de cambio, y de regulaciones extendidas. La reducción del ingreso
petrolero y la carga de una elevada deuda pública acumulada hasta entonces
ceñían las posibilidades financieras del Estado. La discrecionalidad con la
cual se racionaban los recursos estimuló la caza de rentas, provocando una
situación de privilegios y de creciente injusticia para quienes quedaban
afuera. Los intentos del segundo gobierno de CAP de reemplazar la
fundamentación rentista del contrato social por una basada en instituciones
–deberes y derechos—de una economía competitiva, chocaron con los intereses
creados bajo el anterior esquema.
El
”fenómeno Chávez” se explica, en gran parte, por su habilidad, en el momento
adecuado, de cosechar las expectativas de un reparto “justo” de los recursos de
la nación, alimentadas por el contrato social que se forjó durante la
democracia. Proyectándose como segundo Libertador, y revestido de simbolismos
patrioteros y de una retórica antiimperialista, fue cortando el nudo gordiano
de los contrapesos y resguardos del Estado democrático liberal, para asumir el
papel de Gran Redentor. Las mayorías se lo compraron. Se reformuló el contrato
social sobre bases estrictamente populistas. Chávez el Salvador de la Patria aseguraría
el usufructo de las riquezas nacionales a cambio de lealtad incondicional a su
persona y a su proyecto político. Para qué mantener deberes y derechos que no
entraban dentro de este esquema. Ya lo había señalado Fidel Castro “dentro de
la revolución, todo, fuera de la revolución, nada”.
Pero
era un contrato social parcelado, debilitado, con una sociedad escindida por el
discurso de odios conque Chávez justificaba la destrucción de los contrapesos a
su poder “redentor”. Sus bases eran muy vulnerables, por demás, pues dependían
del carisma de Chávez y de la existencia de significativos recursos a repartir
para contentar a la gente. Asimismo, estaba cada vez más horadado por los
“amigos” quienes, al amparo de la destrucción institucional y de la impunidad
asociada a su lealtad, le entraron a saco a los dineros de la nación. Pero a
Chávez le sonrían los dioses. Tuvo la suerte de contar con inusitados ingresos
petroleros, sobre todo durante su segundo gobierno, para sostener sus
imposturas.
Con la
desaparición de las bases de lo que aun subsistía como contrato social –carisma
y altos ingresos–, Maduro montó una institucionalidad paralela, abiertamente
violatoria del orden constitucional, para avalar sus únicas herramientas de
“gobernanza”: la represión abierta y la criminalización de toda protesta o
disidencia, con la anuencia de tribunales abyectos. El “contrato” ya no era con
la sociedad, sino con un círculo estrecho de complicidades de militares
traidores, jueces corruptos, enchufados y de mafias “revolucionarias”, junto a
los Estados forajidos que los apoyan. Pero se le está explotando en la cara.
Las agallas desmedidas de algunos –caso PdVSA y relacionados–, en un país tan
empobrecido por el chavo-madurismo, ha desatado una guerra entre facciones por
preservarse cotos para el despojo.
En un
escenario que le es cada vez más desfavorable, se supondría que a Maduro le
interesaría ampliar sus bases de sustento más allá de la secta de fanáticos y
de las complicidades que lo mantienen. Pero, entrampado en una política
antiinflacionaria excluyente y destructiva, de un monetarismo tan extremo que
haría parecer a los neoliberales como revolucionarios de izquierda, apela a la
bonificación de las remuneraciones de trabajadores y empleados para no cargar
el presupuesto del pago de prestaciones que no fueran tan miserables. Acosada
la dirigencia sindical y sordo ante las exigencias de la población por que le
sean respetados sus derechos, el ridículamente autoproclamado “presidente
obrero” (¡!) decide acabar con uno de los últimos vestigios del contrato social
de la democracia: el salario como base de un sistema de seguridad social que,
en una economía sana, les proveería condiciones de vida digna.
Las
posibilidades de salir del abismo con base en un proceso sostenido y audaz de
crecimiento, pasa por construir los fundamentos de un nuevo contrato social que
sea creíble, inspire confianza y sea capaz de aúnar voluntades en torno a un
proyecto democrático que asegure las libertades y vele por los elementos
centrales de un Estado social de derecho, transparente e incluyente. Es condición,
además, para concitar los aportes internacionales y de los venezolanos de la
diáspora, que tanta falta hacen.
Humberto
García Larralde
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