Francisco Fernández-Carvajal 01 de agosto de
2019
@hablarcondios
— Valentía para seguir a Cristo en cualquier ambiente
y circunstancias.
— Vencer los respetos humanos, parte de la virtud de
la fortaleza.
— Muchos necesitan el testimonio claro de nuestro
sentir cristiano. Ejemplaridad.
I. Cuando Jesús
inició su vida pública, muchos vecinos y parientes le tomaron por loco1, y en su primera visita a Nazaret, que leemos en el Evangelio
de la Misa2, sus paisanos se niegan a ver en Él nada sobrenatural y
extraordinario. En sus palabras se puede ver la envidia, apenas
contenida. ¿De dónde le viene a este esa sabiduría y esos poderes? ¿No
es este el hijo del artesano?... Y se escandalizaban de Él.
Desde el principio, Jesús arrostró una corriente de
maledicencias y de desprecios, nacidas de egoísmos cobardes, porque proclamaba
la Verdad sin respetos humanos. Esa corriente iría aumentando con los años,
hasta desatarse en calumnias y en persecución abierta, que le llevaría a la
muerte. Sus mismos enemigos reconocerán en ocasiones diversas: Maestro,
sabemos que eres sincero y que con verdad enseñas el camino de Dios, sin darte
cuidado de nadie, y que no haces acepción de personas3.
La misma disposición –desprendimiento de juicios y
alabanzas– pide el Maestro a sus discípulos. Los cristianos debemos cultivar y
defender el debido prestigio profesional, moral y social, justamente labrado,
porque forma parte de la dignidad humana, y para llevar a cabo la labor
apostólica que hemos de realizar en medio de nuestras tareas. Pero no debemos
olvidar que, en muchas ocasiones, nuestra conducta chocará con el comportamiento
de los que se oponen a la moral cristiana, o de aquellos otros que se han
aburguesado en el seguimiento de Cristo. Además, el Señor nos puede pedir
también –en circunstancias extraordinarias– que renunciemos incluso a ese
patrimonio de honra, y aun a la misma vida. Y a eso estamos dispuestos, con la
ayuda de la gracia. Todo lo nuestro es del Señor.
El cristiano debe rechazar el miedo de parecer
chocante si, por vivir como discípulo de Cristo, su conducta es mal
interpretada o claramente rechazada. Quien ocultara su condición de cristiano
en medio de un ambiente de costumbres paganas, se doblegaría, por cobardía, al
respeto humano, y sería merecedor de aquellas palabras de Jesús: quien
me niegue ante los hombres, Yo también le negaré ante mi Padre que está en los
cielos4. El Señor nos enseña que la confesión de la fe –con todas sus
consecuencias, en cualquier ambiente– es condición para ser discípulo suyo.
De este modo se comportaron muchos fieles seguidores
de Jesús, como José de Arimatea y Nicodemo, que –siendo discípulos ocultos del
Señor– no tuvieron inconveniente en dar la cara a la hora en que humanamente
parece todo perdido, pues Jesús ha muerto crucificado. Ellos, al contrario de
otros, «son valientes declarando ante la autoridad su amor a Cristo
–“audacter”– con audacia, a la hora de la cobardía»5. Así se comportaron después los Apóstoles, que se mostraron
firmes ante el abuso del Sanedrín y ante las persecuciones de los paganos, bien
convencidos de que la doctrina de la Cruz de Cristo es necedad para los
que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios6. Y el mismo San Pablo, que nunca se avergonzó de predicar el
Evangelio, escribía a su discípulo Timoteo: no nos ha dado Dios un
espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza. No te avergüences
jamás del testimonio de nuestro Señor7. Son palabras dirigidas hoy a nosotros para que mantengamos la
fidelidad al Maestro cuando las circunstancias o el ambiente se presenta
adverso.
II. La vida del
cristiano ha de desarrollarse llena de normalidad, allí donde le ha tocado
vivir, pero con frecuencia representará un fuerte contraste con modos de obrar
tibios, aburguesados o indiferentes, y más con tantos comportamientos
anticristianos, que no raramente son indignos de un ser humano. En estos casos,
es lógico que la diferencia sea más llamativa; y no ha de sorprendernos que
quienes actúan al margen de las enseñanzas de Cristo juzguen injustamente a los
cristianos y que exterioricen esos juicios con ironías, comentarios mordaces e
incluso con palabras ofensivas. Lo mismo sucedió a Nuestro Señor.
Quizá no se trate, normalmente, de sufrir grandes
violencias físicas por causa del Evangelio, sino de soportar murmuraciones y
calumnias, sonrisas burlonas, discriminaciones en el lugar de trabajo, pérdida
de ventajas económicas o de amistades superficiales... A veces, quizá en la
misma familia o con los amigos será necesaria una buena dosis de serenidad y
fortaleza sobrenatural para mantener una postura coherente con la fe. Y en esas
incómodas situaciones se puede presentar la tentación de escoger el camino
fácil y evitar en los otros un movimiento de rechazo, de incomprensión, incluso
de burla, a costa de ceder en la postura que debe mantener siempre un buen
cristiano; puede meterse en el alma la idea de no perder amigos, de no cerrarse
puertas por las que quizá será necesario pasar más tarde... Viene la tentación
de dejarse llevar por los respetos humanos, ocultando la propia identidad, la
condición de discípulos de Cristo que quieren vivir muy cerca de Él.
En esas situaciones difíciles, el cristiano no debe
preguntarse qué es lo más oportuno, aquello que será bien acogido o aceptado,
sino qué es lo mejor, qué espera el Señor en aquella concreta circunstancia.
Muchas veces los respetos humanos son consecuencia de la comodidad de no
llevarse un pequeño mal rato, del afán de agradar siempre o del deseo de no
distinguirse dentro de un grupo. Y quizá el Señor espera eso, que nos
distingamos, que seamos coherentes con la fe y el amor que llevamos en el
corazón, que expresemos, aunque solo sea con el silencio, con unas pocas
palabras, con un gesto o con una actitud... nuestras convicciones más
profundas. Esta firmeza en la fe, que se transparenta en la conducta, es
frecuentemente, sin darnos cuenta, el mejor modo de expresar el atractivo de la
fe cristiana, y el comienzo del retorno de muchos hacia la Casa del Padre.
Para muchos que comienzan a seguir a Cristo, este es
uno de los principales obstáculos que se presentarán en su camino. «¿Sabéis
–pregunta el Santo Cura de Ars– cuál es la primera tentación que el demonio
presenta a una persona que ha comenzado a servir mejor a Dios? Es el respeto
humano»8, porque toda persona normal posee un sentido innato de
vergüenza que la lleva a rehuir aquellas situaciones que la ponen en evidencia
delante de los demás. Esta será nuestra mayor alegría: dar la cara por
Jesucristo, cuando la ocasión lo requiera. Jamás nos arrepentiremos de haber
sido coherentes con nuestra fe cristiana.
III.
Muchas personas están a nuestro alrededor esperando el testimonio claro de un
sentir cristiano. ¡Cuánto bien podemos hacer con la conducta! ¡Qué necesitado
está el mundo de cristianos trabajadores, amables, cordiales y firmes en su fe!
A veces oímos hablar de un «artículo valiente» porque ataca el magisterio del
Papa o porque defiende el aborto o los anticonceptivos... Sin embargo, lo
valiente en la época en que nos ha tocado vivir es precisamente defender la
autoridad del Romano Pontífice en lo que a la fe y a la moral se refiere,
defender el derecho a la vida de toda persona concebida, tener –si esa es la
voluntad de Dios– una familia numerosa o defender la indisolubilidad del
matrimonio. ¡Cuántos corazones vacilantes han sido fortalecidos por una
actuación llena de firmeza!
Es necesario y urgente obtener de Dios, si nos
faltara, la audacia propia de los hijos de Dios para vencer los temores. No
podemos permitir que al Señor se le expulse o se le ponga entre paréntesis en
la vida social, que hombres sectarios pretendan relegarlo al ámbito de la conciencia
individual amparados en la inoperancia de gente buena acobardada.
No nos ha de extrañar sentir la tentación de pasar
inadvertidos en determinadas situaciones que resultan conflictivas, a causa del
Evangelio. El mismo San Pedro, después de haber sido confirmado como Cabeza de
la Iglesia, después de recibir el Espíritu Santo, por respetos humanos cayó en
pequeñas concesiones prácticas al ambiente adverso, que le fueron señaladas por
San Pablo con firmeza y lealtad9. Este episodio, lejos de empañar la santidad y la unidad de la
Iglesia, demostró la perfecta unión de los Apóstoles, el aprecio de San Pablo
hacia la Cabeza visible de la Iglesia y la gran humildad de San Pedro para
rectificar. También nosotros nos podemos ayudar mucho si en estos casos, con
fortaleza y aprecio verdadero, practicamos la corrección fraterna, como hacían
los cristianos de la primera hora.
El Señor nos da ejemplo de la conducta que hemos de
seguir. Él sabía, desde aquel día en Nazaret, que muchos no estarían de acuerdo
con Él. Jamás actuó de cara a los hombres; solo le importó una cosa: cumplir la
voluntad del Padre. Nunca dejó de curar, por ejemplo, en sábado, aunque bien
sabía que estaban espiándole para ver si curaba en ese día10. Jesús sabe lo que quiere, y lo sabe desde el principio.
Jamás se le ve en todo su ministerio, ya sea en sus palabras o en su modo de
actuar, vacilar, permanecer indeciso, y menos volverse atrás. Jesús pide esta
misma voluntad firme a los suyos. «Con ello infunde a sus discípulos su modo de
ser. Están muy lejos de Él la precipitación y más aún la indecisión, las
claudicaciones y las salidas de compromiso. Todo su ser y su vida son un “sí” o
un “no”. Jesús es siempre el mismo, siempre dispuesto, porque cuando habla y
cuando obra, siempre lo hace con plena lucidez de conciencia y con toda su
voluntad»11.
Pidamos a Jesús esa firmeza para guiarnos en toda
circunstancia por el querer de Dios, que permanece para siempre, y no por la
voluntad de los hombres, que es cambiante, antojadiza y poco duradera.
1 Mc 3,
21. —
2 Mt 13,
54-58. —
3 Mt 22,
16. —
4 Mt 10,
32. —
5 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 841. —
6 1
Cor 1, 18. —
7 2
Tim 1, 7-8 —
8 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre las tentaciones. —
9 Gal 2,
11-14. —
10 Mc 3,
2. —
11 K.
Adam, Jesucristo, Herder, Barcelona 1970, p. 95.
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