Fernando Mires 07 de febrero de 2014
Cuando la revista Perspectiva, del
Instituto de Ciencia Política Hernán Echeverría Olózaga de Colombia me solicitó
un artículo bajo el título ¿Cómo evitar que los Hitlers ganen en las urnas?, lo
primero que pensé fue poner como condición un cambio de título. La sola idea de
que Hitler pudiera regresar era y es para mí una distopía difícil de aceptar.
Una segunda vuelta de tuerca me hizo
observar que el título no tenía un sentido literal. El ascenso de Hitler puede
ser también utilizado como símbolo representativo de todos los gobernantes que
utilizando instituciones republicanas han accedido al gobierno con el objetivo
de desmontar la democracia y en su lugar establecer una dictadura, una
autocracia o algo similar.
Es importante agregar que el ascenso
de Hitler al poder no solo sirve para caracterizar un signo del fascismo. Esa
misma “táctica” ha sido asumida, y no en pocas ocasiones, por grupos y partidos
que se autodenominan socialistas, algunos de los cuales todavía entienden a la
“democracia burguesa” como una simple
superestructura del capitalismo. Es historia muy conocida, sobre todo en
América Latina. No insistiremos aquí sobre ella. Valga solamente mencionar que
la táctica hitleriana de acceso electoral al poder fue compartida en su tiempo
por el KPD (Partido Comunista Alemán).
Más urgente es apuntar al hecho de que
cada vez es mayor el número de naciones en las cuales grupos antidemocráticos
alcanzan el poder por medio de comicios electorales. Los hay en el Este de
Europa, en Eurasia, en casi toda África y por supuesto, en países
latinoamericanos.
¿Cómo impedir que los Hitlers lleguen
al poder sin destruir la democracia? Esa es la pregunta y a la vez el tema. La
respuesta no es fácil.
Antes de atender al problema de la
prevención política, será necesario destacar que muchas naciones en las cuales
ha sido impuesta una dictadura mediante vías democráticas tienen como punto
común denominador el hecho de que las instituciones democráticas coexisten con
tradiciones y hábitos no democráticos. Para que se entienda mejor, no me
refiero tanto al subdesarrollo económico como al político. Con ello quiero
decir que los bajos niveles de conciencia democrática no están necesariamente
determinados por un mayor grado de pobreza o de riqueza.
El mismo ascenso de Hitler –no lo
olvidemos- ocurrió en una de las naciones económicamente más avanzadas de su
tiempo. No obstante, en lo que se refiere a su cultura política, la Alemania de
las tres primeras décadas del siglo XX era, como otras en Europa, una nación
estatista, militarista y autoritaria, de tal modo que muchos de los temas que
levantó Hitler (antisemitismo, militarismo, caudillismo) no los inventó Hitler.
Formaban parte de la “ideología alemana” y, en muchos casos, europea. En cierto
modo el nazismo fue un fenómeno europeo ocurrido en territorio alemán.
La democracia es de por sí una
construcción frágil. Mucho más frágil si las instituciones democráticas no
tienen raíces en la conciencia ciudadana. Podríamos hablar así de democracias
sin demócratas. Son muchas más de las que a primera vista uno puede imaginar.
Basta mirar el mapamundi. El ciudadano en el sentido kantiano del término, ese
que no necesita mirar la carta constitucional para actuar pues la lleva
inscrita en su propio corazón, es una especie muy rara de encontrar. Aún en
nuestros tiempos.
Así y todo llama la atención el hecho
de que los partidos de centro y centro derecha de Alemania hubieran pensado que
Hitler y su partido Nacional Socialista podían ser parte de coaliciones
democráticas. La ingenuidad del presidente von Hindenburg y de las fuerzas
republicanas y monárquicas que lo apoyaban fue en ese sentido espeluznante.
Cierto es que entre 1930 y 1932 Hitler
moderó su lenguaje hasta el punto de que las alas más radicales del nazismo lo
bautizaron como “Adolf, el legal”. Pero pese a sus continuos juramentos a la
Constitución, nunca desdijo su rabioso antisemitismo, jamás ocultó sus
objetivos guerreristas ni su admiración por Mussolini (tan parecida a la que
sienten hoy algunos gobernantes latinoamericanos por los hermanos Castro).
Tampoco criticó su participación en el golpe de Munich (1923) y por si fuera
poco, todo su programa había sido ya publicado en Mein Kampf, escrito en 1924,
en prisión. En otras palabras, Hitler no engañó a nadie. De tal modo que la
ilusión de von Hindenburg, Bruning, von Papen, y tantos otros, relativa a que
la política domesticaría a Hitler, apenas ocultaba el deseo de restaurar los
principios de la monarquía absoluta, pero con un Führer en lugar de un monarca.
No obstante, los grandes errores del
centro y de la derecha política alemana fueron muy poco comparados con los
cometidos por socialdemócratas y comunistas. A fin de sintetizar, dichos
errores pueden ser divididos en dos grupos: El primero: la desocupación de
espacios políticos y sociales que fueron puestos a merced de la demagogia
hitleriana. El segundo: la incapacidad para lograr una unidad opositora mínima,
vale decir, un bloque político defensivo que hubiera servido como dique de
contención al avance del nazismo.
Con respecto al primer error, es
posible afirmar que tanto socialdemócratas como comunistas obsequiaron a Hitler
el tema de la seguridad de la nación, tema que Hitler convertiría fácilmente en
nacionalismo expansionista. En ese sentido la mayoría de los historiadores
están de acuerdo en que el Tratado de Versalles de 1919 (reparaciones con
respecto a la guerra de 1914) que despojó a Alemania de territorios que le
pertenecían (Alsacia y Lorena), obligándola a pagar leoninas indemnizaciones,
lastimó profundamente el orgullo nacional.
Las fracciones pacifistas del SPD
impidieron que este partido se sumara al legítimo reclamo nacional. No sin
cierta razón el destacado socialcristiano alemán Heiner Geissler dijo el año
1983 ante el escándalo del público político bienpensante, que el “pacifismo de
los años treinta hizo posible Auschwitz”. La relación por cierto, no es
directa. Pero no se puede negar que el pacifismo socialdemócrata, al abandonar
el tema de la revisión política del contrato de Versalles, dejó flancos abiertos para que Hitler desarrollara
un radical discurso nacionalista en contra de las naciones europeas controladas
según él, por “el judaísmo y el bolchevismo”.
Más grave aún que la indiferencia de
la izquierda alemana con respecto al injusto Tratado de Versalles, fue regalar
el tema de la protección de la nación frente al expansionismo de Stalin, a
Hitler. Efectivamente, la posibilidad de una agresión soviética no era un
invento de Hitler. El mismo Stalin nunca la ocultó. Naturalmente los comunistas
alemanes, dirigidos desde la URSS, no habrían podido tomar esa bandera. Pero sí
la SPD. Nuevamente el pacifismo socialdemócrata mostró en ese punto, su
profundo carácter antipolítico.
Cuando en 1986 el historiador Ernst
Nolte afirmó que el comunismo había sido la principal causa del avance del
nazismo, fue objeto de encarnizados ataques de parte de la política y de la
cultura alemana. Jürgen Habermas, quien jamás pronunció una palabra en contra
de la dictadura de la RDA, acusó a Nolte de “convertir a las víctimas en
hechores”. Sin embargo, nadie logró ocultar el hecho de que entre quienes
votaron por Hitler no todos lo hicieron a favor del Holocausto. No pocos vieron
en Hitler la única alternativa militar frente al avance de Stalin y en los
comunistas alemanes, puntas de lanza al servicio de la URSS. En verdad, eso
fueron.
Con respecto a la desocupación de
temas sociales, la responsabilidad de comunistas y socialdemócratas es
compartida. La SPD era un partido con hondas raíces en la clase obrera
organizada. Lo mismo ocurría con el DKP. Esos dos partidos eran efectivamente,
obreros. El NSDAP (nazi) cuyo nombre originario fue Partido Obrero Alemán (PAD)
llegó a ser en cambio un partido popular (y populista).
De los “tres socialismos”, el
socialdemócrata, el comunista y el nazi, este último fue el único que captó que
“debajo” de la clase obrera organizada existían grandes contingentes de
desclasados, una chusma paupérrima que serviría al nazismo como campo de
reclutamiento de matones, soldados y grupos de choque. Gracias a esa política
de “apertura hacia abajo” la revolución de Hitler logró transformar a la
“sociedad de clases” en una “sociedad de masas”. El clasismo ortodoxo de
socialdemócratas y comunistas facilitó sin duda el crecimiento social del
nazismo entre las capas sociales más empobrecidas de la nación.
Sin embargo, de todos los errores
cometidos ninguno fue tan grande -digámoslo abiertamente, tan criminal- como el
cometido por los comunistas alemanes al comenzar la década de los treinta al
seguir fielmente el mandato de Stalin destinado a combatir a la
socialdemocracia y no al nazismo como enemigo principal. Como si hubiera
colaborado directamente con Hitler, el estalinismo dividió a los obreros
lanzándolos a combatirse entre sí en nombre de una insurrección que no tenía
por donde aparecer. Más aún, esa división fatal fue la principal razón que
impidió la unidad de toda la oposición en contra de Hitler. Cuando Stalin en
1934 recapacitó, dándose cuenta de la monstruosidad cometida, ya era demasiado
tarde. Los activistas comunistas y socialdemócratas o estaban aniquilados o
compartían las mismas cárceles. Esa fue la gran lección, la lección nunca
aprendida que dejó detrás de sí el ascenso de Hitler al poder.
El ascenso de Hitler al poder (su
votación máxima fue de un 34% en 1932) no estaba pre-determinado por ninguna
ley de la historia. Más aún, sobre la base de una mínima unidad opositora
-antes de Hitler electoralmente mayoritaria- ese avance podría haber sido
perfectamente bloqueado.
Hitler llegó al poder no como
consecuencia de sus virtudes políticas, sino como resultado del colapso de las
fuerzas llamadas a defender la precaria democracia alemana. No sería esa la
última vez que en la historia ocurre algo parecido.
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