Por Isaac Nahón Serfaty, 23/04/2014
En Venezuela se ha impuesto una especie de
“monarquía” no declarada en los que los cargos públicos quedan en el círculo de
la familia como si en democracia fuera admisible que el poder pasara de manos
por vínculo de sangre o familiar. Los casos abundan en gobernaciones y
alcaldías, en los que esposas suceden a esposos, e hijos a padres. También
ocurre en los más altos niveles del poder, en los que yernos son ministros de
presidentes, y ahora vicepresidentes, como le ha tocado a Jorge Arreaza, yerno
del difunto Hugo Chávez, quien se ha aferrado a su cargo seguramente por el ser
el esposo de la hija mayor del Comandante. Así los hijos de Chávez han
mantenido un pie metido en el poder ejecutivo guardando las apariencias, pues
sería muy descarado que Rosa Virginia, la esposa de Arreaza, ocupara el cargo
de vicepresidenta.
La oposición democrática tampoco ha escapado de esta
tentación “monárquica”. Se ha anunciado que las esposas de los injustamente
destituidos y encarcelados alcaldes de San Cristóbal y San Diego, serán las
respectivas candidatas en los muy ilegales comicios que ha convocado el
CNE para elegir a los sustitutos de Ceballos y Scarano. No cuestiono los
méritos de las esposas para ser candidatas, ni tampoco la razón política y
sentimental para lanzarlas al ruedo electoral. Pero la decisión no deja muy
bien parada a la ya maltratada democracia venezolana. En una república el poder
no se transmite por filiación de ningún tipo. No existe “derecho divino”, ni
“familiar”, ni de “casta”, ni nada por el estilo, para darle privilegios a
alguien. En la república somos ante todo ciudadanos y punto. No debería haber
privilegios derivados de algún parentesco.
La Constitución de la República de Venezuela de
1961, tan criticada por el chavismo, fue muy sabia al establecer en su artículo
184 que “No podrá ser elegido Presidente de la República quien esté en
ejercicio de la Presidencia para el momento de la elección, o lo haya estado
durante más de cien días en el año inmediatamente anterior, ni
sus parientes dentro de tercer grado de consanguinidad o segundo de afinidad”
(énfasis nuestro). Esa disposición no existe en la constitución vigente, aunque
en su artículo 238 se establece que “El Vicepresidente Ejecutivo o
Vicepresidenta Ejecutiva reunirán las mismas condiciones exigidas para ser
Presidente o Presidenta de la República, y no podrá tener ningún parentesco de
consanguinidad ni de afinidad con éste”.
En la letra y en el espíritu de la Constitución de 1961, y de
alguna manera en la de 1999, se quiere evitar el evidente conflicto de interés
que podría haber entre una posición de poder en la estructura del Estado
venezolano y la relación familiar. Estos años de chavismo nos han dado varias
muestras de lo que implican estos conflictos (por ejemplo, el padre y hermanos
del presidente como alcaldes y gobernadores), tanto para la opacidad de la
gestión de lo público como para la salud de los valores de la república. Para
ver hasta dónde nos pueden llevar las perversiones de la política “familiar”,
bastará ver lo que le ha traído a la Argentina la dinastía Kirchner-Fernández.
Los argentinos conocen bien las tragedias que se pueden derivar de la sucesión
por filiación. A la muerte de Perón quedó a la cabeza del gobierno su viuda,
Isabelita Perón. Fueron tiempos de caos que desembocaron en la terrible
dictadura militar. Saquemos a la familia de la política. Será una forma de
rescatar la democracia venezolana.
* Periodista venezolano y profesor en la Universidad de Ottawa
(Canadá).
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