Por Omar Lugo
En 2016 los venezolanos estamos
sufriendo la peor recesión de nuestra historia moderna. Esta letal enfermedad
de la economía es capaz de hacer colapsar el “órgano” más sensible del cuerpo
humano: el bolsillo.
Uno de los principales
indicadores de un país es el Producto Interno Bruto (PIB), o suma total de
bienes y servicios que genera una economía en un período dado, digamos de un
año. No es más que la cantidad de riqueza, que aumenta o disminuye según se
manejen las cosas.
El PIB es uno de esos
numeritos que sintetizan otros resultados, es como el promedio de bateo de
un grandeliga en una temporada o la nota ponderada de todas las clases de
un estudiante.
Pocas cifras dependen tanto
de lo que haga o deje de hacer un gobierno, y en el caso de Venezuela, el PIB
sigue hundiéndose por tercer año consecutivo. Esto se traduce en la recesión
más profunda de cualquier país americano y una de las pocas grandes caídas en
el mundo.
Cuando un país no crece sino
retrocede en comparación con la oferta de bienes y servicios que se prestaron
un año antes, hay un retroceso en el PIB y si esa caída se profundiza por más
de tres trimestres, como en el caso de Venezuela hay una recesión.
Y si esa recesión no tiene
fin inmediato –como ésta- caemos en una depresión… Se parece a la que siente la
gente: un estado de postración, de desesperanza, de resultados negativos
acumulados, de que la plata no alcanza y se acumulan las cuentas por pagar,de
que no se puede ni llevar a los niños al cine, ni conseguirles leche, mucho
menos pensar en viajar ni a Margarita, qué se dirá de ir a ver a los parientes
en el extranjero.
-Los últimos de la fila-
Cuando una economía funciona
como debe ser, los resultados los entrega a tiempo el Banco Central o la
Oficina Central de Estadísticas del país respectivo. En el caso de Venezuela,
como los resultados son tan desalentadores, el gobierno prefiere
esconderlos como hace el muchacho con el boletín. En el mejor de los casos
sólo los divulga mucho tiempo después de terminado el año escolar. Fue lo que
sucedió en 2015, cuando con un retraso de casi dos años se confesó que la
economía estaba hundida.
Pero con el PIB pasa como
con los malos estudiantes: no hace falta esperar el fin del curso para
saber que las cosas van mal. Hay pruebas semestrales, materias diversas,
faltas a clases que nos van indicando que cuando llegue julio no habrá que
constatarse un resultado negativo que ya estaba cantado.
También están las
previsiones, las proyecciones sobre la base de algunos datos sueltos del
desempeño del sector público y del privado y de las actividades en la
Industria, el Comercio, la Agricultura y los Servicios. Una de esas cifras
acaba de ser divulgada por la Cepal, la Comisión Económica para América Latina
de la Organización de Naciones Unidas (ONU), que evalúa los alumnos de esta
clase regional de países tan dispares.
Si se cumple –y se va a
cumplir- este pronóstico, el retroceso acumulado en tres años será de 20%,
algo ya advertido desde 2015 por otras organizaciones y economistas.
Es como si un camión ya con
poca mercancía marchara en retroceso, de modo que la economía venezolana produce
hoy menos de la quinta parte que en 2013.
En estos tres años, por
cierto, la población ha seguido creciendo a un ritmo cercano a 2,0%
anual, hay más bocas que alimentar, más pañales que cambiar, más puestos
de trabajo que ofrecer, más escuelas que construir y más alacenas que surtir.
Esta es la peor recesión que
se haya registrado en Venezuela en tiempos de paz, y seguramente algo
comparable sólo pueda ser encontrado en aquellos remotos años del siglo 19, en
épocas de guerras a machete y máuseres entre caudillos regionales que se
disputaban los caminos polvorientos de un país rural, ensangrentado y
analfabeta.
Son claras las evidencias de
que la nota global en 2016 será peor que la del año pasado.
En el sector público -que
compone una parte cada vez más amplia de la economía y tiene gran peso a la
hora de sacar el promedio del PIB- ya se trabaja algo así como 20 horas
semanales: de lunes a jueves solamente hasta medio día y ahora
los viernes libres, al menos en estos dos próximos meses.
Esta semiparálisis se
mantendrá hasta que se acaben los efectos de El Niño, como se llama a este
desorden climático que en el caso de Venezuela y Colombia ha acumulado más
sequía y en otras naciones lluvias intensas. Este es un fenómeno regional y a
nadie más se le ocurre en otras partes enfrentarlo con menos trabajo.
En realidad esa medida
venezolana es un reconocimiento de que no alcanza la electricidad para tanta
gente porque las plantas térmicas –que trabajan con gas, gasoil o residuos del
petróleo- están poco menos que paralizadas, mientras las represas como la
de Guri están
secándose como un charco de agua en los caminos del llano.
Los
frecuentes apagones – a los que ya están mal acostumbrados
estados enteros- se extienden hasta Caracas, que había sido preservada del
racionamiento por miedo a reacciones de la gente. Eso significa menos
horas de trabajo, menos tiendas abiertas y más máquinas detenidas.
Las fábricas de metales de
Guayana están paralizadas ya desde hace tiempo; las importaciones del país se
han derrumbado año tras año y en los comercios cada vez hay menos cosas que
ofrecer. En los campos, entre la sequía, la falta de sistemas de riego, el
terrorismo sembrado por bandas como la de El Juvenal en el sur agrícola de
Aragua y El Picure en Guárico, y la falta de semillas y agroquímicos, las
expropiaciones y confiscaciones de tierras, hacen que se produzca cada vez
menos vegetales y carnes.
“El 2015 fue un año de una
profunda crisis. Fue un año récord de crisis. Yo creo que el 2016 lo va a
superar”, concluía esta semana el economista Alejandro Grisanti, en un foro de
la firma Econoalítica, en Caracas.
Sus cuentas son
dolorosamente duras: este
año Venezuela va a recibir solamente $26.000 millones en exportaciones, de
los cuales Maduro pagará $10.000 millones en deuda externa; Pdvsa necesita
llevarse $8.000 millones para pagar sus propias operaciones; las quebradas
empresas del Estado consumen otros $4.000 millones.
De modo pues que solo quedan
las sobras, unos $4.000 para cubrir el resto de las importaciones,
inclusive las del sector privado.
Grisanti apunta que estos
números explican la preocupante frase del presidente Maduro, cargada de
cinismo: “No se preocupen por dólares, que dólares no hay”.
Una economía como ésta, mal
acostumbrada por los gobiernos a depender absolutamente de las importaciones
para funcionar, no puede darse el lujo de quedarse sin divisas, pues como
lo hemos visto en estos meses, se hunde cada vez más.
Los economistas tienen la
virtud de ponerle números y explicaciones –a veces demasiado técnicas- a las
cosas que vive la gente a diario.
De modo que cuando el
salario no alcanza, no se consiguen trabajos mejor remunerados, no hay
suficientes ofertas de bienes en los mercados –sino todo lo contrario, cada vez
menos- los
productos importados son una rareza, las construcciones grandes
y caseras se detienen por falta de materiales, los carros se quedan parados sin
repuestos, se consumen cada vez menos carnes y lácteos en
los hogares y se come en menos cantidad y calidad, es seguramente porque
estamos en una profunda recesión económica…. De eso el bolsillo, una de
las partes más sensibles del cuerpo humano ya se habrá dado cuenta, antes
de que los economistas y periodistas de economía vengan a explicar por qué
ocurren esas cosas.
10-04-16


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