IBSEN MARTÍNEZ 14 de abril de 2016
Se sabe de Bonaparte que, en materia de
constituciones, las prefería “cortas y oscuras”.
Cortas,
por no cargar con un aburridor fardo de prolegómenos, considerandos y
salvedades, y quizá, sobre todo, por no consagrar demasiadas garantías a las
libertades individuales. Y oscuras para poder forzar interpretaciones cada
tanto.
Las
interpretaciones a cargo de un alto tribunal de juristas lameculos son el
burladero del tirano. “¿Conque no puedo hacer lo que me sale de los cojones
porque me lo prohíbe el artículo no sé cuántos? Llamad inmediatamente a los
vagos de la Corte Constitucional: ese artículo está lleno de oscuridades;
¡necesita con urgencia una interpretación!”.
Bolívar,
otro pequeñajo egregio, tenía ideas propias sobre cómo redactar constituciones
prescindibles. Tantas, que halló tiempo, entre batallas, discusiones con el
vicepresidente Santander por cuestiones presupuestarias y revolcones con sus
amantes, para escribir varias constituciones que se apartaban del napoleónico
canon de lo “corto y oscuro”. Al caraqueño le gustaban, más bien, corregidas y
aumentadas. Hallaba gusto en corregir a Montesquieu, por ejemplo, y añadirle
nuevos poderes al libro de reglas. Por eso cada constitución le quedaba más
abultadita que la anterior.
El
Libertador legó a sus compatriotas de antaño y hogaño la propensión a redactar
constituciones. Desde 1811, con la declaratoria de independencia, hasta 1961,
los venezolanos nos dimos nada menos que 25 constituciones. La última que
redactó Bolívar, en 1826, pensando en Bolivia, halló tanta resistencia en Lima,
Quito, Bogotá y Caracas que quedó en agua de borrajas pero, en el plano
político, precipitó en gran medida la dictadura con la que el héroe culminó su
vida pública. Contemplaba, entre otras extravagancias, una presidencia
hereditaria, un congreso ¡de tres cámaras! y un cuarto poder, añadido a la
tríada clásica: el poder electoral, tan fulleramente concebido por Bolívar para
no perder nunca que ríete del actual Consejo Nacional Electoral chavista.
Hugo
Chávez, sedicente bolivariano, también quiso hacer promulgar una constitución
que llevase el sello distintivo de su pensamiento político. Convocó en 1998 un
congreso constituyente que, literalmente arreado por un capataz llamado Luis
Miquilena, parió al año siguiente la constitución que actualmente rige —es un
decir— en Venezuela.
Desde
su preámbulo, escrito por un comité de poetastros de aldea, la constitución
chavista es un compendio de tópicos de la corrección política: “ciudadanos y
ciudadanas”, “diputadas y diputados”, etc. La constitución de 1999 fue
bautizada por el propio Chávez como La Bicha. Tronaba por televisión con un
ejemplar de La Bichaen la mano, a modo de espantajo, dando a entender que le
bastaba el garrote de la legalidad para derrotar a todos sus enemigos. Sin
embargo, muy pronto dio en violar su propia Carta Magna y dejó de mostrar La
Bicha.
La
Bicha es, en verdad, bastante marrullera y consagra uno de los shibolets más
obsesivos del neopopulismo: el referéndum; la consulta directa al pueblo. Su
arquitectura toda ofrece al autoritarismo muchas escotillas de escape, no todas
concebidas deliberadamente, sino más bien fruto de la incuria de sus
redactores. Es justo, pues, decir que La Bicha es a la vez corta, oscura,
corregida y aumentada con desatinos como el llamado Poder Moral, resabio de la
constitución promulgada por Bolívar en Angostura, en 1819.
Con
todo, el espíritu y la letra machaconamente refrendarios de La Bicha dan al
revocatorio presidencial que invoca la oposición venezolana tanta fuerza de ley
que, al ceñirse escrupulosamente a ella, mantiene acorralado a Nicolás Maduro.
Cada día que pase, Maduro clamará por nuevas “interpretaciones” que le permitan
desconocer la voluntad popular. Pero ese juego no durará mucho.
Tarde
o temprano, La Bicha echará a Maduro del poder.
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