Por Ibsen Martínez
En la lotería de los dones
de Dios, a Panamá le tocó la situación geográfica. El país es, para muchos
desaprensivos, un no-lugar atravesado por un brazo de mar artificial.
En cambio, a escritores como
Graham Greene, John le Carré, el historiador estadounidense David McCullough,
trovadores de la “salsa pesada” como el puertorriqueño Ismael Rivera y poetas
como el suizo-francés Blaise Cendrars, por citar el puñado de talentos que
viene a mi cabeza en medio de la barahúnda suscitada por un bufete de abogados
istmeños pillados por una logia de valientes periodistas de todo el mundo,
Panamá ha otorgado más de una epifanía.
Para quedarnos solo con uno
de ellos, en su hermosísimo poema “Panamá y las aventuras de mis siete
tíos”, Cendrars afirma, recordando su infancia, que “el crac de Panamá hizo de
mí un poeta”.
En efecto, cuando las obras
del canal, promovidas por Ferdinand de Lesseps, el mismo que dio al mundo el
Canal de Suez, se paralizaron en 1889, debido a un morrocotudo escándalo
financiero que no dejó títere con cabeza, el padre del poeta Cendrars se vio
repentinamente en la ruina y a Cendrars, niño aún, le dio por iluminar con
crayones, sentado en el piso, bajo la mesa del comedor, los ya inútiles bonos
que su papá destrozaba y tiraba al piso.
La bancarrota de la
fraudulenta Compagnie Universelle du Canal Interocéanique de Panama, tras 10
años de batallar contra la malaria, la fiebre amarilla y la impenetrable
manigua del istmo, dejó un saldo de miles de obreros muertos, decenas de miles
de defraudados pequeños accionistas y literalmente acabó con la Tercera
República Francesa.
No fue ese el último
escándalo político y financiero que estremecería a esta nación hispanoamericana
constituida en 1903 por trapisondistas alojados en un gran hotel de Nueva York
donde confluyeron un legítimo movimiento secesionista, los apuros fiscales de
una Colombia urgida de vender un pedazo de insalubre istmo, y la clarividente
ambición del gang de banqueros de Teddy Roosevelt.
Panamax es el nombre con que
hoy la industria naviera designa la categoría de cargueros capaces de alojar
unas 65.000 toneladas y atravesar con ellos el canal centroamericano. La patria
de Ismael Laguna, de Mariano Rivera, de Ricaurte Soler y Rubén Blades conmemoró
hace poco los 100 años de la apertura del Canal de Panamá con “milbillonarias”
obras de ampliación de la vía de agua.
Panamax fue el santo y seña
de miles de venezolanos que, empujados por la discordia política y la indecible
penuria de nuestro país, emigraron en los últimos años a la nación istmeña en
busca de oportunidades, atraídos por el auge que anunciaba la ampliación de la
vía de agua.
Muchos liquidaron, y a duras
penas, dolarizaron sus bienes en Venezuela para llenar uno, dos,
tres containers de categoría Panamax de productos ya inexistentes en
Venezuela –electrodomésticos, medicinas, harina de maíz precocida, ropa,
zapatos, el imprescindible whisky– y surtir aquel mercado.
Muchos, también,
fueron a convertir en efectivo y bienes de consumo el mísero cupo de dólares
para viajeros que otorgaba el régimen chavista como concesión graciosa a sus
ciudadanos. Los hay –son pocos, pero son– que han echado raíces, trabajan y son
dueños de empresas productivas y solventes.
Casi ninguno de ellos pudo
siquiera imaginar la obscena operación de ocultamiento de miles de millones de
dólares saqueados por la familia Chávez, la pareja presidencial Maduro Flores,
la satrapía militar bolivariana y sus satélites financieros. Precisamente en
Panamá.
La indignación que
el Panamagate ha suscitado en Venezuela, y en toda la diáspora
criolla, añade otro clavo al cajón funerario del chavismo.
08-04-16
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