Por Deivis Ramírez Miranda
Cuando la impunidad, el desamparo
y el miedo arrinconan a la población, hay quienes se dejan interpretar el
instinto más básico: sobrevivir. En algunas zonas urbanas la guerra contra la
delincuencia es en su mismo terreno, el de la violencia y los disparos. La
batalla por el control de las calles ya no solo incluye a policías y ladrones
El brebaje de tolerancia ya
no se toma en Venezuela. Hace rato que pasó al olvido y fue sustituido por el
de la violencia, a sorbos. Cada semana, los sucesos le quedan grandes a las
páginas de sucesos, cada vez más descafeinadas. La cotidianidad de la agresión
se ha instalado a la par del hartazgo. En una sociedad controlada por hampones,
los vecinos organizados buscan rescatar sus espacios, así sea a sangre y fuego.
El lunes 4 de abril se vivió
un nuevo episodio de “justicia popular”. Vecinos de Los Ruices, en
Caracas, lincharon a Roberto Josue Fuentes Bernal (42), quien había
sido acusado de ladrón. Fue detenido por una turba en la Avenida
Francisco de Miranda, golpeado salvajemente, rociado con combustible y prendido
en fuego hasta sufrir quemaduras en 70% de su cuerpo. El agresor
convertido en víctima permanece recluido en un hospital capitalino.
En algunos sectores de
Caracas la desesperanza, el miedo y la paciencia se agotaron, convirtiéndose en
caldo de cultivo de una reacción que busca equilibrar la balanza, sin abandonar
la misma lógica violenta. A falta de veladores públicos, de uniformados
aliados, de estructuras policiales y judiciales que cumplan las garantías que
han quedado como letra muerta en las leyes, comenzó una guerra: matar o morir.
La urbanización Terrazas de
Guaicoco, en el municipio Sucre, al lado del corazón de Petare, está
arrinconada. Su ubicación, con una sola entrada –evidencia de otrora
exclusividad- la ha convertido en blanco fácil para maleantes. En las noches,
el asfalto soporta la acción de quienes ingresan a la zona para hurtar
vehículos, robar residentes, atacar a algún peatón o conductor desprevenido.
Cuando las llamadas a la Policía Municipal, y de cualquier nivel, ratificaron
el sálvese quien pueda, un grupo de vecinos decidió organizarse y montar
guardia en las noches. Los vigilantes ya no se ven por el lugar, eran peso
muerto al estar desprovistos de armamento, formación, arrojo y hasta honestidad
–muchos resultaron cómplices. El “hágalo
usted mismo” de la seguridad, pero con un añadido,
el objetivo va más allá de protegerse, es contraatacar.
Ahora, cada noche hay
residentes en guardia, dispuestos a todo. “Una noche llegamos y fuimos
asaltados al estacionar el carro. Los malandros se escondieron entre los
vehículos y esperaban a cualquiera que llegara para atacar. Ese fue el
detonante para nosotros mismos acabar con este acecho”, cuenta uno de los
vecinos resteados, dispuestos a dar la cara ante el delincuente, pero no su
nombre ante un periodista. No es miedo –dicen- pero saben que dar nombres y
apellidos los retrata como un delincuentes más. Para ellos es mejor seguir en
el anonimato. El vengador anónimo como protagonista de una vida más segura.
De hecho, el mismo punto que
usaron los agresores para asaltar a aquellas víctimas, fue el primero que
asumió el residente más fuerte y arriesgado para montar su primera guardia, en
plena madrugada. Sus conocimientos policiales le daban ventaja. El cazador
esperando a su presa.
Un día de septiembre de 2015
lo logró. Avistó a lo lejos cuando dos malhechores saltaban el muro de la
urbanización para entrar a hurtar vehículos. “Los esperó en un lugar
preciso y, cuando estaban a punto de saltar, hacia dentro les disparó en
ráfaga. No sabemos si les pegó, pero esos malandros más nunca vinieron”, relata
un vecino que atestiguó el evento.
Desde entonces, esa suerte
de trabajo vecinal, el colmo de la colectivización, se ha multiplicado en
Caracas y, más allá, ha tenido reflejo en otros territorios. Por ejemplo, en
Los Guayos, el tercer municipio más peligroso de Carabobo. En la urbanización
Parque Midev, por ejemplo, los asaltos masivos a las viviendas obligaron a los
residentes a reunirse y tomar iniciativa de seguridad. No confían en las
policías porque, o son cómplices de los hampones, o nunca llegan cuando les
hacen llamados de auxilio.
La justicia por propia mano,
así sea en caldo morado, ya deja saldos. En algunos sitios se han registrado
linchamientos tan agresivos que los delincuentes han muerto a manos privadas.
El linchamiento se volvió una práctica recurrente, tan común que ha ocurrido
hasta dentro de una estación del Metro, en Los Dos Caminos, de Caracas. Allí,
un supuesto ladrón fue golpeado salvajemente la semana pasada, al punto de
quedar moribundo. Lo rescató la policía a tiempo, aunque la gente pedía sangre,
que lo mataran. La respuesta del uniformado fue elocuente: “¿y por qué no lo
mataron ustedes antes de que llevara la policía?”.
“Que los vecinos se
organicen demuestra las eminentes fallas en las políticas de Estado. Las
personas capturan a delincuentes, los atacan, los dejan heridos y hasta los
matan. Nadie está confiando en el sistema policial y judicial de Venezuela.
Piensan que si entregan a un malandro a la policía, salen libres. Si el proceso
judicial continúa, puede que sea liberado por jueces y eso aumenta la
impunidad. Si llega a la cárcel se hace con estatus. Todo tiene un margen de
desconfianza”, refiere el experto en criminología Luis Izquiel. A su juicio,
hace falta una acción pública inmediata, urgente, para evitar que prolifere
esta nueva forma de “protección ciudadana”.
El Marqués, El Encantado,
Bello Monte, La Florida y otras urbanizaciones de Caracas son ejemplo de unión
y seguridad vecinal. Allí hablan de recuperar espacios, de no ceder un metro
más al hampa. Amén si cuentan con apoyo de las policías locales. Es un secreto
a voces que quienes están aupando este tipo de acciones contra los delincuentes
son exfuncionarios policiales o de seguridad privada. Son ellos quienes tienen
conocimiento pleno de las tácticas y el ataque, y están dispuestos a
enseñarlos. Después de todo, muchos son vecinos.
Alarmas, pitos, cacerolazos
y disparos. La escalada es rápida, tanto como la respuesta, cuando aparece un
desconocido en la zona, cuando merodea alguien con la pinta y la actitud
equivocada. Al primer pitazo, el acuerdo entre los vecinos es cerrar de inmediato
las calles y accesos para luego buscar capturar al sospechoso. Lo que venga
luego es cuestión del momento: no hay reglas, no hay límites, no hay humanidad.
“Estamos de acuerdo con que la gente se organice y colabore con la
seguridad, pero no podemos aceptar que cometan actos criminales. Entendemos el
desespero de las personas, porque todos tenemos algún familiar o allegado que
ha sido víctima del hampa, pero se está llegando al punto de cometer el delito,
grabarlo y difundirlo por redes. Ahí están multiplicando la violencia,
generando un efecto dominó”, destaca el director de Seguridad Ciudadana de El
Hatillo, comisionado Einer Giulliani.
Pero a un habitante de Los
Ruices no le importa la ley. En su zona, entre abril y septiembre de este año,
se registraron 15 ataques de habitantes enardecidos contra delincuentes. Tres
de ellos murieron. A uno, hasta en fuego lo prendieron. “Aquí vamos con todo,
no me importa que nos digan delincuentes, porque se trata de nuestra seguridad.
Apuesto que si alguien que ahorita nos critica es víctima del hampa, aceptaría
luego nuestro proceder. Basta de que nos sigan viendo la cara de idiotas. La
policía no hace nada y nosotros no nos vamos a dejar matar”, dice el vecino,
siempre protegiendo su identidad.
Su actitud hostil se
multiplica en la zona cuando los gritos desesperados de alguna víctima claman
por auxilio. “Siempre estamos activos para cualquier cosa. Montamos guardias y
caminamos tranquilos por las calles. Cuando tenemos que actuar lo hacemos sin
miedo a nada”, agrega.
El artículo 234 del Código
Orgánico Procesal Penal (COPP) en el Capítulo II, de la Aprehensión por
Flagrancia, reza: “Para los efectos de este Capítulo, se tendrá como delito
flagrante el que se esté cometiendo o el que acaba de cometerse. También se
tendrá como delito flagrante aquel por el cual el sospechoso o sospechosa se
vea perseguido o perseguida por la autoridad policial, por la víctima o por el
clamor público, o en el que se le sorprenda a poco de haberse cometido el
hecho, en el mismo lugar o cerca del lugar donde se cometió, con armas,
instrumentos u otros objetos que de alguna manera hagan presumir con fundamento
que él o ella es el autor o autora. En estos casos, cualquier autoridad deberá,
y cualquier particular podrá, aprehender al sospechoso o sospechosa, siempre
que el delito amerite pena privativa de libertad, entregándolo o entregándola a
la autoridad más cercana, quien lo pondrá a disposición del Ministerio Público
dentro de un lapso que no excederá de doce horas a partir del momento de la
aprehensión, sin perjuicio de lo dispuesto en la Constitución de la República
en relación con la inmunidad de los diputados o diputadas a la Asamblea
Nacional y a los consejos legislativos de los estados. En todo caso, el Estado
protegerá al particular que colabore con la aprehensión del imputado o
imputada”.
La especialista en procesos
penales, y profesora universitaria, Nancy Toyo es muy enfática cuando existe
violación de normas. “Nadie puede hacer justicia por sus propias manos. Si
existe algún hecho punible, que se llame a la policía. Una persona que ataca a
un sujeto, le causa lesiones graves o la muerte, es tan delincuente como ese
sujeto”.
Pero del papel a la calle
hay más de una brecha. Quienes optan por defender sus espacios, aún a costa de
convertirse en lo que detestan, prefieren irrespetar la norma a soportar más
impunidad. Héroes y villanos. Buenos y malos. “¿Y mis derechos dónde
quedan?”. Las fronteras se borran con cada reacción, y se sepultan a ritmo de
golpes y disparos. Es el viejo oeste pero con eslogan de 007: la extenuación
ante el desamparo activa una informal licencia para matar.
05-04-16
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