Por Michael Penfold
Venezuela entró en una nueva
fase de un conflicto político que va a ser largo, complejo y probablemente terminará
con resultados que nadie pueda anticipar.
Vivimos una verdadera
tragedia nacional.
Podemos escarbar
infinitamente en las razones que nos llevaron a este punto, pero las causas ya
son irrelevantes. El conflicto se anidó entre nosotros y estamos experimentando
una nueva escalada autoritaria que promete profundizar aún más el encono
político y las heridas sociales. Una escalada que bien puede enterrar
definitivamente la viabilidad económica e incluso petrolera del país.
Culpas las hay. Y muchas.
Pero ya no importan: las consecuencias seguirán siendo las mismas.
Lo curioso es que la actual
situación aún no tiene (ni va a tener) un desenlace definitivo.
Todos piensan que pueden
ganar. Todos creen que pueden estimar un cálculo político individual que es exacto
y que inevitablemente los va a beneficiar.
Todos piensan que el
conflicto será intenso pero breve: “Es cuestión de meses”.
La historia y la gloria los
aguarda. Todos están llamados a ser grandes centauros: buenos revolucionarios o
demócratas ejemplares.
El gobierno piensa que puede
decretar el Estado de Excepción, dilatar o impedir el Referéndum Revocatorio,
contener la presión social, desmovilizar las protestas, profundizar los
controles económicos, anular la Asamblea Nacional, cerrar cualquier otra salida
democrática y constitucional y a pesar de ello sobrevivir políticamente.
El chavismo más moderado
piensa que puede y debe posponer cualquier pronunciamiento hasta inicios del
2017, retrasar las elecciones de gobernadores, esperar un mayor desgaste del
Presidente y, luego, presentarse como una alternativa viable para restaurar la
gobernabilidad, sin necesariamente tener que convocar nuevas elecciones
presidenciales. Según esta visión, ellos son un mal menor que el mundo opositor
y la comunidad internacional tendrá que apoyar, al menos transitoriamente, y
también que son el grupo llamado a restaurar la normalidad económica e
institucional en Venezuela.
Los diversos partidos
opositores también tienen su calculo político propio.
Unos partidos piensan que si
el gobierno se resiste tercamente a activar el Referéndum Revocatorio, la
movilización social y política es la única vía para forzar su convocatoria. Esa
presión a gran escala debe materializarse antes de finales de año. Una vez
activado el revocatorio, se ganará la consulta y se convocará las
presidenciales y se obtendrá un triunfo electoral sin mayores inconvenientes.
Adicionalmente, gracias a la
mayoría obtenida en las elecciones legislativas del 6-D, el cambio político
será relativamente sencillo de conducir con un nuevo presidente opositor electo
con un amplio apoyo popular. Incluso, si se materializara este escenario, un
plan de estabilización económico, con la anuencia de organismos multilaterales,
podría ser implementado sin mucha resistencia.
Otros partidos piensan que
si bien es necesario movilizar a la sociedad, no hay que cerrarse a la
posibilidad que el Referéndum Revocatorio se active por iniciativa opositora en
el 2017; incluso si eso implica dejar que asuma un vice-presidente chavista, y
precipitar una negociación política más amplia. En este escenario, la
transición constitucional implicaría un acuerdo insospechado con un sector del
gobierno.
Finalmente, hay grupos que
están convencidos de que la única salida es acelerar la deslegitimación del
chavismo en el plano internacional y precipitar un ciclo insurreccional. En sus
propias palabras: transición sin transacción.
Todos estos cálculos
políticos pueden efectivamente ser correctos. Hay evidencias factuales que los
respaldan. Y también pueden existir argumentos ideológicos e incluso morales
que lo justifican.
Sin embargo, lo cierto es
que el tamaño de la crisis económica y social comienza a ser tan grande y el
deterioro institucional tan acentuado que lo que resulta grotesco es que
pensemos que cualquiera de estos caminos están garantizados.
La razón es que puede que ya
no haya tejido social, sino una nación hundida permanentemente en la más
absoluta anarquía y pobreza, para el momento que cualquiera de los actores haya
triunfado (gobierno u oposición). Sin embargo, en la medida en que la crisis
económica y social se siga extendiendo, la misma mostrará facetas
insospechadamente trágicas y la incertidumbre se irá incrementando. Quizás
aquellos actores que piensan que pueden ganar no necesariamente van a estar ahí
en el futuro para contarlo. Quizás nadie triunfe y el conflicto se extienda.
Opciones impensables pueden emerger que nadie siquiera había considerado.
De modo que todos estos
cálculos políticos individuales (tanto de los chavistas como de los opositores)
pueden estar errados y pueden incluso ser irracionales. Sabemos que
el hubris(sobreestimar nuestra propia suerte) es un error cognitivo muy
común que también suele acompañar a los políticos. Si supiéramos cuál es el
desenlace, algo que no sabremos sino más adelante, quizás todos los actores
hubiesen realizado una apuesta diametralmente distinta.
Sin embargo, mi impresión es
que las características del conflicto venezolano es estructural (complejizado
por el tema petrolero) y es uno que es imposible de resolver sin un acuerdo
institucional, que supone reformas constitucionales y pactos programáticos en
materia económica y de política social muy amplios, que le otorgue garantías
mutuas a todos los actores relevantes tanto chavistas como opositores
(incluyendo los militares, los empresarios, los trabajadores y la sociedad en
su conjunto). Sin estos acuerdos es imposible avanzar en ninguna dirección.
Y la razón es sencilla: la
crisis social y económica es tan profunda que sus consecuencias no pueden ser
ni controladas ni minimizadas políticamente por ninguno de los grupos de forma
individual.
El gobierno viene realizando
el peor de todos los recortes externos ante la caída de los ingresos
petroleros: una disminución por cantidad de las importaciones sin precedentes
en la historia del país y todo ello sin reestablecer un sistema de precios, sin
corregir las distorciones cambiarias y sin promover una expansión de la
actividad privada.
El resultado de este ajuste
por cantidad es desvastador. Y no sólo por lo recesivo: si las expectativas a
comienzos de año eran que la contracción económica podía rondar el 8% del PIB,
ya a estas alturas las proyecciones se deben haber deteriorado todavía más con
la profundización de la crisis eléctrica y con la caída de la producción
petrolera de PDVSA. Todo esto en el contexto de una aceleración inflacionaria
que viene deteriorando los salarios reales de una forma vertiginosa.
Mientras tanto, en ciudades
enteras del país la electricidad es racionada ya no por cuatro horas, como
hasta hace unos meses atrás, sino incluso hasta por ocho. Y este dato es
demasiado dramático como para ocultarlo.
Lo más preocupante de
semejante escenario es que la inacción del gobierno ha terminado de erosionar
lo que quedaba del débil tejido industrial y comercial, además de colocar la
crisis social y política en el centro de la coyuntura histórica por la que
atraviesa la Nación. Especialmente en el plano social, las
características intrínsecas de este tipo de escenario han hecho más complejos
los problemas de escasez, los niveles de conflictividad social y la inversión
en tiempo, muchas veces infructuosa, que los venezolanos destinan a buscar
alimentos y medicinas.
El hecho de que el país
entre ahora en una profundización de su conflicto político —que es en sí mismo
una lucha existencial de cada uno de los grupos por preservar o acceder al
poder y también a las rentas—, hace ver que esta dinámica social va a seguir
deteriorándose.
Lo cierto es que Venezuela
no tiene forma de promover cambios sin un acuerdo nacional creíble después de
haber postergado ajustes estructurales, tanto de su modelo económico como
político. Así es imposible promover un cambio que permita enfrentar el
dramatismo del colapso social que está en pleno desarrollo.
Varios indicadores muestran
la profundización de estos problemas sociales: el 37% de la población está
reportando que destina entre 5 y 8 horas diarias en colas para acceder a
alimentos; y un 48% dice dedicar entre 1 y 5 horas diarias a esta actividad. Según
el CENDAS, la inflación de la canasta alimenticia anualizada para marzo ya
sobrepasaba 514%. La escasez de alimentos y medicinas alcanza 75% y 80%
respectivamente.
En el fondo, estas cifras
revelan la existencia de una población desesperada, expuesta a la brutal
erosión que supone una aceleración inflacionaria sin precedentes. Una población
que es cada vez más dependiente del acceso a productos regulados, que a su vez
son cada vez más escasos. Y, por si fuera poco, esos productos más escasos son
controlados por grupos de revendedores, planteando un conflicto de
supervivencia entre la población de bajos ingresos y los bachaqueros que es
arbitrado diariamente por las fuerzas de seguridad.
El resultado de esto es un
aumento considerable, aunque todavía aislado, de saqueos y protestas.
De ahí que la realidad
social haya comenzado a sobrepasar las dimensiones constitucionales, políticas
y electorales de la coyuntura actual. Al parecer los tiempos sociales se están
acelerando irreversiblemente, aunque la dinámica política y también económica
se hayan vuelto cada vez más irracionales. Restaurar el orden y el
funcionamiento de la infraestructura básica, así como estabilizar la economía y
garantizar la inversión privada, se ha vuelto elemental. Pero para eso es indispensable
un cambio político.
Un cambio que es
particularmente difícil en una economía petrolera donde un grupo político
monopoliza las instituciones y el acceso a la renta.
Y, lamentablemente, ninguno
de los grupos va a poder proveer ese cambio individualmente. Ni siquiera si
piensan que están llamados a salvar la revolución o a restaurar el estado de
derecho y la democracia.
Aquí hay una sola salida,
pero nadie la quiere aceptar porque confían demasiado en su buena suerte.
Tucídides, el primer
historiador del mundo occidental, narra la cruenta pero sobre todo larga guerra
entre Esparta y Atenas. Ambos ejércitos deseaban controlar la hermosa ciudad de
Atenas. Todos querían el bello trofeo y ninguno la quería compartir. Ambos
pensaban que la guerra sería breve, pero el conflicto se prolongó
innecesariamente y el resultado fue el debilitamiento de la civilización griega
y la destrucción definitiva de Atenas. Ninguno la pudo disfrutar, ni siquiera
después de que Esparta ganara el conflicto armado. En uno de sus discursos,
Tucídides reflexiona sobre semejante resultado y escribe uno de sus más
memorables pasajes:
“Recuerda que en la guerra
muchos factores son impredecibles: piénsalo bien antes de optar por ella.
Mientras mas larga la guerra, más dependiente eres de algún accidente. Ninguno
de nosotros podemos vislumbrar el futuro: somos esclavos de la oscuridad.
Cuando se entra en la guerra también uno se entrega a la equivocación. En la
guerra lo primero es la acción, pero solo cuando uno ha sufrido es que uno comienza
a pensar”
Dejemos de actuar por un
instante: pensemos en Venezuela.
Lo que estamos presenciando
es la rebatiña que viene al final de la explotación de una mina. Y quienes
están dentro del conflicto no pueden detenerse para ver en perspectiva los dilemas
que enfrentan. La única forma de forzar una negociacion es con apoyo
internacional, quizás con los buenos oficios del Vaticano y la veeduría de dos
amigos de cada uno de los bandos en pugna, como Ecuador, Cuba, España o
Argentina.
La otra alternativa es
esperar el desenlace y ver si el cálculo político de alguna de las partes
realmente se cumple. Quién sabe. Quizás alguien tenga suerte.
16-05-16
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