Trino Márquez 25 de abril de 2018
@trinomarquezc
En
apenas cinco días de protestas populares, los cuerpos represivos de Daniel
Ortega y su esposa, Rosario Murillo, asesinaron a 28 personas, la mayoría
jóvenes, opuestas a la reforma del sistema
de seguridad social que se vio obligado proponer el gobierno sandinista, luego
de la reducción y desfalco de la generosa ayuda financiera brindaba por Nicolás
Maduro a su socio centroamericano. En
esta sangría fue asesinado por un francotirador del régimen el periodista Ángel
Gahona, mientras cubría en vivo las protestas callejeras.
En
Nicaragua se repitió el esquema utilizado en Venezuela durante las refriegas de
2017: plomo y gas del bueno. La policía y los aparatos de seguridad no actuaron
para disuadir a los manifestantes y disolver las concentraciones y marchas sin
víctimas fatales, sino para exterminar a los marchistas e intimidar o paralizar
a quienes pretendieran incorporarse a la
lucha. En Venezuela, la cifra superó las
135 víctimas en un período de cuatro meses. Daniel Ortega y sus turbas, como se
les llama a los grupos paramilitares financiados por el gobierno, no han tenido
tiempo de desatar una matanza tan feroz. Para lo que sí tuvieron tiempo fue
para humillar a los jóvenes protestantes detenidos: a muchos de ellos los
liberaron luego de raparles la cabeza y dejarlos semidesnudos y descalzos en
distintas carreteras de Nicaragua.
La
izquierda totalitaria se ocupa de defender los derechos humanos solo cuando se
opone a los gobiernos de turno. Los cubanos fidelistas, maestros del
cinismo, se quejaban y denunciaban las
crueldades de Fulgencio Batista, caricatura del dictador latinoamericano. Radio
Rebelde era una tribuna para enjuiciar los crímenes contra los valientes
jóvenes que apoyaban al Movimiento 26 de Julio, dirigido por Fidel Castro en
Sierra Maestra. Cuando Castro y sus muchachos bajaron de la montaña no quedó
vestigio alguno de los derechos humanos. Todos fueron conculcados en nombre de
la revolución. El mote de “contrarrevolucionario” serviría para justificar
cualquier atropello contra la dignidad humana. Los fidelistas se olvidaron de
todo lo que tuviese que ver con derecho a la protesta, libertad de prensa o
libertad de pensamiento. En la fortaleza La Cabaña, los Castro y el Che Guevara
ordenaron la ejecución de varios miles de “contrarrevolucionarios”, sin que
respetar el derecho a la defensa con un tribunal independiente. Hasta el comandante Huber Matos, líder y héroe
fundamental de la revolución, fue encarcelado y torturado por haber disentido
del camino emprendido por el régimen, en una carta privada dirigida a Fidel
Castro.
La
escuela fidelista, que hunde sus raíces en el stalinismo, se exportó a todo el
continente. Sus seguidores, tomasen o no el poder, aplicaron los mismos
procedimientos sanguinarios utilizados por Castro tanto dentro como fuera de
sus filas. Ampliamente conocida y documentada es la crueldad con sus rehenes,
con sus víctimas y con la “tropa”, de
las Farc y del ELN, en Colombia; de Sendero Luminoso, mezcla de fidelismo con
maoísmo, en Perú; de los Tupamaros, en Uruguay; y de los grupos guerrilleros
centroamericanos. Al fino poeta salvadoreño Roque Dalton, sus compañeros del
Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) lo condenaron a muerte, por atreverse a
disentir de otros miembros de la dirección de ese movimiento. La izquierda
totalitaria arrolla los derechos humanos, tanto de sus adversarios como de los
correligionarios que difieran de las directrices del jefe o del partido, o que
comprometa la permanencia en el poder de la claque dominante, como ha ocurrido
en Cuba durante seis décadas, en Venezuela por veinte años y en Nicaragua
durante los once años que lleva Ortega gobernando.
En
contraste con la violencia a la cual recurre el totalitarismo izquierdista, los
sistemas democráticos operan en sentido distinto. No se trata de contraponer
ángeles y demonios. También en las democracias liberales los cuerpos de
seguridad tienen la responsabilidad de garantizar el orden y esta tarea pasa,
en muchos casos, por utilizar la fuerza y la represión, dejando a un lado el
consenso o la persuasión. Sin embargo, en las sociedades democráticas, donde la
supervisión parlamentaria, los medios de comunicación independientes y las
organizaciones de la sociedad civil actúan como contrapeso del poder, la
policía es entrenada para contener y dominar las manifestaciones cuando se
desbordan, no para masacrar a la población o impedir el derecho a la protesta
pacífica, tal como sucede en Cuba, Nicaragua y Venezuela, siguiendo la tradición
impuesta por los antiguos países comunistas.
La
denuncia de la impudicia totalitaria y la defensa permanente de los derechos
humanos constituye una batalla cotidiana.
Trino
Márquez
@trinomarquezc
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