Francisco Fernández-Carvajal 18 de abril de 2019
— En
el Calvario. Jesús pide perdón por quienes le maltratan y crucifican.
—
Cristo crucificado: se consuma la obra de nuestra Redención.
—
Jesús nos da a su Madre como Madre nuestra. Los frutos de la Cruz. El
buen ladrón.
I. Jesús
es clavado en la cruz. Y canta la liturgia: ¡Dulces clavos! ¡Dulce
árbol donde la Vida empieza...!1.
Toda
la vida de Jesús está dirigida a este momento supremo. Ahora apenas logra
llegar, jadeando y exhausto, a la cima de aquel pequeño altozano llamado «lugar
de la calavera». Enseguida lo tienden sobre el suelo y comienzan a clavarle en
el madero. Introducen los hierros primero en las manos, con desgarro de nervios
y carne. Luego es izado hasta quedar erguido sobre el palo vertical que está
fijo en el suelo. A continuación le clavan los pies. María, su Madre, contempla
toda la escena.
El
Señor está firmemente clavado en la cruz. «Había esperado en ella muchos años,
y aquel día se iba a cumplir su deseo de redimir a los hombres (...). Lo que
hasta Él había sido un instrumento infame y deshonroso, se convertía en árbol
de vida y escalera de gloria. Una honda alegría le llenaba al extender los
brazos sobre la cruz, para que supieran todos que así tendría siempre los
brazos para los pecadores que se acercaran a Él: abiertos (...).
»Vio,
y eso le llenó de alegría, cómo iba a ser amada y adorada la cruz, porque Él
iba a morir en ella. Vio a los mártires, que, por su amor y por defender la
verdad, iban a padecer un martirio semejante. Vio el amor de sus amigos, vio
sus lágrimas ante la cruz. Vio el triunfo y la victoria que alcanzarían los
cristianos con el arma de la cruz. Vio los grandes milagros que con la señal de
la cruz se iban a hacer a lo largo del mundo. Vio tantos hombres que, con su
vida, iban a ser santos, porque supieron morir como Él y vencieron al pecado»2.
Contempló tantas veces cómo nosotros íbamos a besar un crucifijo; nuestro
recomenzar en tantas ocasiones...
Jesús
está elevado en la cruz. A su alrededor hay un espectáculo desolador; algunos
pasan y le injurian; los príncipes de los sacerdotes, más hirientes y mordaces,
se burlan; y otros, indiferentes, miran el acontecimiento. Muchos de los allí
presentes le habían visto bendecir, e incluso hacer milagros. No hay reproches
en los ojos de Jesús, solo piedad y compasión. Le ofrecen vino con mirra. Dad
licor a los miserables y vino a los afligidos: que bebiendo olviden su miseria
y no se acuerden más de sus dolores3.
Era costumbre reservar estos gestos humanitarios con los condenados. La bebida
–un vino fuerte con algo de mirra– adormecía y aliviaba el terrible
sufrimiento.
El
Señor lo probó por gratitud al que se lo ofrecía, pero no quiso tomarlo, para
apurar el cáliz del dolor. ¿Por qué tanto padecimiento?, se pregunta San
Agustín. Y responde: «Todo lo que padeció es el precio de nuestro rescate»4.
No se contentó con sufrir un poco: quiso agotar el cáliz sin reservarse nada,
para que aprendiéramos la grandeza de su amor y la bajeza del pecado. Para que
fuéramos generosos en la entrega, en la mortificación, en el servicio a los
demás.
II. La
crucifixión era la ejecución más cruel y afrentosa que conoció la antigüedad.
Un ciudadano romano no podía ser crucificado. La muerte sobrevenía después de
una larga agonía. A veces, los verdugos aceleraban el final del crucificado
quebrantándole las piernas. Desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días
muchos son los que se niegan a aceptar a un Dios hecho hombre que muere en un
madero para salvarnos: el drama de la cruz sigue siendo motivo de
escándalo para los judíos y locura para los gentiles5.
Desde siempre, ahora también, ha existido la tentación de desvirtuar el sentido
de la Cruz.
La
unión íntima de cada cristiano con su Señor necesita de ese conocimiento
completo de su vida, también de este capítulo de la Cruz. Aquí se consuma
nuestra Redención, aquí encuentra sentido el dolor en el mundo, aquí conocemos
un poco la malicia del pecado y el amor de Dios por cada hombre. No quedemos
indiferentes ante un Crucifijo.
«Ya
han cosido a Jesús al madero. Los verdugos han ejecutado despiadadamente la
sentencia. El Señor ha dejado hacer, con mansedumbre infinita.
»No
era necesario tanto tormento. Él pudo haber evitado aquellas amarguras,
aquellas humillaciones, aquellos malos tratos, aquel juicio inicuo, y la
vergüenza del patíbulo, y los clavos, y la lanza... Pero quiso sufrir todo eso
por ti y por mí. Y nosotros, ¿no vamos a saber corresponder?
»Es
muy posible que en alguna ocasión, a solas con un crucifijo, se te vengan las
lágrimas a los ojos. No te domines... Pero procura que ese llanto acabe en un
propósito»6.
III. Los
frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno de los ladrones, después de
reconocer sus pecados, se dirige a Jesús: Señor, acuérdate de mí cuando
estés en tu reino. Le habla con la confianza que le otorga el ser compañero
de suplicio. Seguramente habría oído hablar antes de Cristo, de su vida, de sus
milagros. Ahora ha coincidido con Él en los momentos en que parece estar oculta
su divinidad. Pero ha visto su comportamiento desde que emprendieron la marcha
hacia el Calvario: su silencio que impresiona, su mirar lleno de compasión ante
las gentes, su majestad grande en medio de tanto cansancio y de tanto dolor.
Estas palabras que ahora pronuncia no son improvisadas: expresan el resultado
final de un proceso que se inició en su interior desde el momento en que se
unió a Jesús. Para convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de
ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor.
Otros muchos se convertirían al meditar los hechos de la Pasión recogidos por
los Evangelistas.
Escuchó
el Señor emocionado, entre tantos insultos, aquella voz que le reconocía como
Dios. Debió producir alegría en su corazón, después de tanto sufrimiento. Yo
te aseguro, le dijo, que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso7.
La
eficacia de la Pasión no tiene fin. Ha llenado el mundo de paz, de gracia, de
perdón, de felicidad en las almas, de salvación. Aquella Redención que Cristo
realizó una vez, se aplica a cada hombre, con la cooperación de su libertad.
Cada uno de nosotros puede decir en verdad: el Hijo de Dios me amó y se
entregó por mí8.
No ya por «nosotros», de modo genérico, sino por mí, como si fuese
único. Se actualiza la Redención salvadora de Cristo cada vez que en el altar
se celebra la Santa Misa9.
«Jesucristo
quiso someterse por amor, con plena conciencia, entera libertad y corazón
sensible (...). Nadie ha muerto como Jesucristo, porque era la misma vida.
Nadie ha expiado el pecado como Él, porque era la misma pureza»10.
Nosotros estamos recibiendo ahora copiosamente los frutos de aquel amor de
Jesús en la Cruz. Solo nuestro «no querer» puede hacer baldía la Pasión de
Cristo.
Muy
cerca de Jesús está su Madre, con otras santas mujeres. También está allí Juan,
el más joven de los Apóstoles. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo
a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego
dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la
recibió en su casa11.
Jesús, después de darse a sí mismo en la Última Cena, nos da ahora lo que más
quiere en la tierra, lo más precioso que le queda. Le han despojado de todo. Y
Él nos da a María como Madre nuestra.
Este
gesto tiene un doble sentido. Por una parte se preocupa de la Virgen,
cumpliendo con toda fidelidad el Cuarto Mandamiento del Decálogo. Por otra,
declara que Ella es nuestra Madre. «La Santísima Virgen avanzó también en la
peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz,
junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo de pie (Jn 19,
25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de
madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima
que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo
Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo»12.
«Se
apaga la luminaria del cielo, y la tierra queda sumida en tinieblas. Son cerca
de las tres, cuando Jesús exclama:
»—Elí,
Elí, lamma sabachtani?! Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?(Mt 27, 46).
»Después,
sabiendo que todas las cosas están a punto de ser consumadas, para que se
cumpla la Escritura, dice:
»—Tengo
sed (Jn 19,
28).
»Los
soldados empapan en vinagre una esponja, y poniéndola en una caña de hisopo se
la acercan a la boca. Jesús sorbe el vinagre, y exclama:
»—Todo
está cumplido (Jn 19, 30).
»El
velo del templo se rasga, y tiembla la tierra, cuando clama el Señor con una
gran voz:
»—Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).
»Y
expira.
»Ama
el sacrificio, que es fuente de vida interior. Ama la Cruz, que es altar del
sacrificio. Ama el dolor, hasta beber, como Cristo, las heces del cáliz»13.
Con
María, nuestra Madre, nos será más fácil, y por eso le cantamos con el himno
litúrgico: «¡Oh dulce fuente de amor!, hazme sentir tu dolor para que llore
contigo. Hazme contigo llorar y dolerme de veras de sus penas mientras vivo;
porque deseo acompañar en la cruz, donde le veo, tu corazón compasivo. Haz que
me enamore su cruz y que en ella viva y more...»14.
1 Himno
Crux fidelis. Adoración de la Cruz .—
2 L.
de la Palma, La Pasión del Señor, pp. 168-169. —
3 Prov 31,
6-7. —
4 San
Agustín, Comentario sobre el salmo 21, 11, 8. —
5 Cfr. 1
Cor 1, 23. —
6 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, XI, 1. —
7 Lc 23,
43. —
8 Gal 2,
20. —
9 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 3 y Oración sobre
las Ofrendas del Domingo II del tiempo ordinario. —
10 R.
Guardini, El Señor, Madrid 1956, vol. II, p. 170. —
11 Jn 19,
26-27. —
12 Conc. Vat. II, Const. Lumen
gentium, 58. —
13 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, XII. —
14 Himno Stabat
Mater.
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