IBSEN MARTÍNEZ 18 de junio de 2019
Con
la suerte que nos viene acompañando, para cuando podamos crear otro fondo
contra la improvidencia y las subibajas del crudo, con seguridad ya habrán sido
abolidos los motores de combustión interna y las plantas termoeléctricas
¿Cuánto tardará en disiparse la indignación y el
escándalo suscitado por los dos colaboradores del presidente interino, Juan
Guaidó, a quienes se acusa de desviar fondos destinados a la ayuda humanitaria
de los venezolanos refugiados en Colombia?
Los hechos se vienen presentando en muchos medios de
prensa según dicta la más ortodoxa doctrina de la gerencia de crisis, el manual
de procedimiento del llamado issues managament —el protocolo
de gestión de clavos calientes— que toda corporación política o empresarial,
digamos posmoderna, guarda en su disco duro.
Lo primero es lo primero, y lo primero que hay que
hacer es reclamarse partidario de la transparencia y exigir —¿a quién?— que la
indagación de este bochorno llegue hasta sus últimas consecuencias en aras de
la confianza pública.
Para muchos indignados, la dimensión, digamos
dineraria, del caso es lo de menos: ocuparse en saber con precisión cuántos
bifes pudieron engullirse, cuántos whiskys y botellas de vino beberse, cuántos
huevos benedict para el desayuno en la cama pudieron ordenarse, cuántos zapatos
y bolsos comprarse, puede parecer una morbosa frivolidad ante la magnitud
apocalíptica de lo que pasa en Venezuela: según Acnur y otras agencias, entre
15 y 20 millones de venezolanos, de un total de casi 32 millones de
habitantes, requieren
ayuda humanitaria de emergencia.
Sin embargo, la miserable trapisonda de Cúcuta,
cumplida bajo capa de acción humanitaria, en momentos en que Venezuela se halla
literalmente en trance de disolución, deja ver cuán insidiosa e infatigable es
la disposición de muchísimos compatriotas —“hijos del petroestado”, me gusta
llamarlos— a no dejar pasarla ocasión de corromperse.
Se nos dirá que se trata de un accidente, de una
contingente anomalía. Que hay que aprovechar la experiencia y disponer desde
ya, pensando en el futuro y la reconstrucción y el “proyecto-país” que merecen
nuestros nietos, las verificaciones y los contrapesos institucionales que
etcétera, etcétera.
Que no hay nada en el volksgeist venezolano —si es que existe tal cosa— que nos condene a ser a una improvidente horda depredadora. Que la corrupción y sus consecuencias más letales se explican suficientemente por terrenales leyes que rigen los incentivos económicos y que cualquier otra cosa es mero comentario, hueco misticismo moral. Tal vez sea cierto, pudiera ser.
Es ya un tópico de conversación venezolana —al menos
la que se quiere inteligente y enterada— detenerse en lo bien que lo han hecho
los noruegos desde que, igual que nosotros desde tan temprano como 1922, se
convirtieron en un petroestado, a mediados de los años setenta del siglo
pasado.
Los noruegos crearon desde entonces un, para nosotros,
mitológico fondo soberano cuyo manejo está sujeto al público escrutinio y
universal sanción de los demás hiperbóreos ciudadanos de Noruega. Nada de
extravagancias ni cíclicas alarmas financieras. Mínima o inexistente
corrupción.
“Lo mismo deberíamos hacer en Venezuela cuando volvamos a empezar, al día siguiente de la partida de Maduro”, se suele concluir en las jornadas, congresos y simposios sobre la reconstrucción de Venezuela que en, Miami, Madrid o Brisbane, organiza el exilio.
Los venezolanos nacidos, como yo, durante la segunda
mitad del siglo pasado, hemos visto, repetidamente y con cada boom de
precios, crear fondos destinados para los mismos loables fines que los noruegos
acordaron de una vez y para siempre para el suyo.
El último fondo creado con la noble mira de enfrentar
con éxito las subibajas del ciclo de precios fue invención de Chávez, justo al
comienzo del boom de precios más largo en la historia de la
civilización petrolera. Es el mismo sistemáticamente saqueado por el socialismo
del siglo XXI.
Con la suerte que nos viene acompañando, para cuando
podamos crear otro fondo contra la improvidencia y las subibajas del crudo, con
seguridad ya habrán sido abolidos en todo el planeta los motores de combustión
interna y las plantas termoeléctricas.
Ibsen Martínez
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