Francisco Fernández-Carvajal 17 de junio de
2019
— Llamada universal a la santidad.
— Ser santos allí donde nos encontramos. La mística
ojalatera.
— Todas las circunstancias son buenas para crecer en
santidad y realizar un apostolado fecundo.
I. Toda la Sagrada
Escritura es una llamada a la santidad, a la plenitud de la caridad, pero hoy
nos dice Jesús explícitamente en el Evangelio de la Misa: Sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto1.
Y no se dirige Cristo a los Apóstoles, o a unos pocos, sino a todos. San Mateo
nos hace notar que, al terminar estos discursos, las multitudes
quedaron admiradas de sus enseñanzas2.
No pide Jesús la santidad a un grupo reducido de discípulos que le acompañan a
todas partes, sino a todo el que se le acerca, a las multitudes, entre las que
había madres de familia, jornaleros y artesanos que se detendrían a oírle a la
vuelta del trabajo, niños, publicanos, mendigo enfermos... El Señor llama en su
seguimiento sin distinción de estado, raza o condición.
A nosotros, a cada uno en particular, a los vecinos, a
los compañeros de trabajo o de Facultad, a estas personas que caminan por la
calle..., Cristo nos dice: Sed perfectos..., y nos da las gracias
convenientes. No es un consejo del Maestro, sino un exigente mandato. «En la
Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la jerarquía que quienes son
apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del
Apóstol: Porque esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1
Tes, 4, 3)»3.
«Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la
plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»4.
No existe en la doctrina de Cristo una llamada a la mediocridad, sino al
heroísmo, al amor, al sacrificio alegre.
El amor se pone al alcance del niño, del enfermo que
lleva meses en la cama del hospital, del empresario, del médico que apenas
tiene un minuto libre..., porque la santidad es cuestión de amor, de empeño por
llegar, con la ayuda de la gracia, hasta el Maestro. Se trata de dar un nuevo
sentido a la vida, con las alegrías, trabajos y sinsabores que lleva consigo.
La santidad implica exigencia, combatir el conformismo, la tibieza, el
aburguesamiento, y nos pide ser heroicos, no en sucesos extraordinarios, que
pocos o ninguno vamos a encontrar, sino en la continua fidelidad a los deberes
de todos los días.
La liturgia acude hoy a las palabras de San Cipriano,
que exhortaba así a los cristianos del siglo iii: «hermanos muy amados,
debemos recordar y saber que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar
como hijos suyos, a fin de que Él se complazca en nosotros (...). Sea nuestra
conducta cual conviene a nuestra condición de templos de Dios (...). Y como Él
ha dicho: Sed santos, porque yo soy santo, por esto, pedimos y
rogamos que nosotros, que fuimos santificados en el bautismo, perseveremos en
esta santificación inicial. Y esto pedimos cada día»5.
Hoy lo imploramos nosotros a Dios: Señor, danos un vivo deseo de santidad, de
ser ejemplares en nuestros quehaceres, de amarte más cada día. Ayúdanos a
difundir tu doctrina por todas partes...
II. No se contenta
el Señor con una vida interior tibia y con una entrega a medias. A todo
el que da fruto lo limpia para que dé más fruto6.
Por esto purifica el Maestro a los suyos, permitiendo pruebas y contradicciones.
«Si el orfebre martillea repetidamente el oro, es para quitar de él la escoria;
si el metal es frotado una y otra vez con la lima es para aumentar su
brillo. El horno prueba la vasija del alfarero, el hombre se prueba en
la tribulación»7.
Todo dolor –físico o moral– que Dios permite, sirve para purificar el alma y
para que demos mayor fruto. Así hemos de verlo siempre, como una gracia del
Cielo.
Todas las épocas son buenas para meternos en caminos
hondos de santidad, todas las circunstancias son oportunas para amar más a
Dios, porque la vida interior se alimenta, con la ayuda constante del Espíritu
Santo, de las incidencias que ocurren a nuestro alrededor, de modo parecido a
como hacen las plantas. Ellas no escogen el lugar ni el medio, sino que el
sembrador deja caer las semillas en un terreno, y allí se desarrollan,
convirtiendo en sustancia propia, con la ayuda del agua que les llega del cielo,
los elementos útiles que encuentran en la tierra. Así salen adelante y se
fortalecen.
Con mucho más motivo saldremos nosotros fortalecidos,
pues nuestro Padre Dios es quien ha escogido el terreno y nos da las gracias
para que demos fruto. La tierra donde el Señor nos ha puesto es la familia
concreta de la que somos parte, y no otra, con los caracteres, virtudes,
defectos y formas de ser de las personas que la integran. La tierra es el
trabajo, que debemos amar para que nos santifique, los compañeros de la misma
empresa o de la misma clase, los vecinos... La tierra, donde hemos de dar
frutos de santidad, es el país, la región, el sistema social o político
imperante, nuestra propia manera de ser... y no otra. Es ahí, en ese ambiente,
en medio del mundo, donde el Señor nos dice que podemos y debemos vivir todas
las virtudes cristianas, sin recortarlas, con todas sus exigencias. Dios llama
a la santidad en toda circunstancia: en la guerra y en la paz, en la enfermedad
y en la salud, cuando nos parece haber triunfado y cuando se presenta el
fracaso inesperado, cuando tenemos tiempo en abundancia y cuando casi no
llegamos a realizar lo imprescindible. El Señor nos quiere santos en todos los
momentos. Quienes no cuentan con la gracia y ven las cosas con una visión puramente
humana, están diciendo constantemente: este de ahora no es tiempo de santidad.
No pensemos nosotros que en otro lugar y en otra
situación seguiríamos más de cerca al Señor y realizaríamos un apostolado más
fecundo. Dejemos a un lado la mística ojalatera. Los frutos de
santidad que espera el Señor son los que produce la tierra donde estamos, aquí
y ahora: cansancio, enfermedad, familia, trabajo, compañeros de trabajo o de
estudio... «Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de
esto que suelo llamar mística ojalatera -¡ojalá no me hubiera
casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera
joven, ojalá fuera viejo!...-, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad
más material e inmediata, que es donde está el Señor (...)»8.
Ese es el ambiente en el que debe crecer y desarrollarse nuestro amor a Dios,
utilizando precisamente esas oportunidades. No las dejemos pasar; ahí nos
espera Jesús.
III.
Contemplada la vida al modo humano, podría parecer que existen momentos y
situaciones menos propicios para crecer en santidad o para realizar un
apostolado fecundo: viajes, exámenes, exceso de trabajo, cansancio, falta de
ánimos...; o bien: ambientes duros, cometidos profesionales delicados en un
ambiente paganizado, campañas difamatorias... Sin embargo, esos son momentos de
toda vida corriente: pequeños triunfos y pequeños trabajos, salud y enfermedad,
alegrías y tristezas, y preocupaciones; momentos de desahogo económico y otros
quizá de penuria... El Señor espera que sepamos convertir esas oportunidades en
motivos de santidad y de apostolado.
En esos momentos pondremos más atención y empeño en la
oración personal diaria (siempre sacaremos tiempo; el amor es ingenioso), en el
trato con Jesús sacramentado, con la Virgen..., pues son incidencias en las que
necesitamos más ayuda, y la obtenemos en la oración y en los sacramentos.
Entonces, las virtudes se hacen fuertes, y toda la vida interior madura.
En el apostolado tampoco debemos esperar
circunstancias especiales. Todos los días, cualquier momento es bueno. Si los
primeros cristianos hubieran esperado una coyuntura más propicia, pocos
conversos habrían llevado a la fe. Esta tarea siempre requerirá audacia y
espíritu de sacrificio.
El labrador, para recibir los frutos, es menester que
primero trabaje9.
Es necesario el esfuerzo, poner en juego las virtudes humanas. De modo
particular, el apostolado requiere constancia: Vosotros, hermanos -dice
el Apóstol Santiago-, tened paciencia, hasta la venida del Señor. Mirad
cómo el labrador, con la esperanza de recoger el precioso fruto de la tierra,
aguarda con paciencia, hasta que recibe las lluvias temprana y tardía. Esperad,
pues, también vosotros con paciencia y esforzad vuestros corazones10.
Y con la constancia, la generosidad para sembrar mucho, a voleo, aunque no
veamos los frutos.
Pidamos a la Santísima Virgen un efectivo afán de
santidad en las circunstancias en las que ahora nos encontramos. No esperemos
un tiempo más oportuno; este es el momento propicio para amar a Dios con todo
nuestro corazón, con todo nuestro ser...
1 Mt 5, 48. —
2 Cfr Mt 7, 28. —
4 Ibídem,
40. —
5 Liturgia
de las Horas, Martes de la 11ª semana. Segunda Lectura.
—
6 Jn 15,
2. —
7 San
Pedro Damián, Cartas 8, 6. —
8 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 116. —
9 2
Tim 2, 6. —
10 Sant 5,
7-8.
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