Francisco Fernández-Carvajal 15 de agosto de
2020
@hablarcondios
— Cómo pedir. El Señor
atiende con especial solicitud la oración por los hijos.
— Cualidades de la
oración: perseverancia, fe y humildad. Buscar la ayuda de otros para que unan
su oración a la nuestra.
— Pedir en primer lugar
por las necesidades del alma, y por las materiales en la medida en que nos acerquen
a Dios.
I. En el Evangelio
de la Misa1, San Mateo nos dice que Jesús se retiró con sus discípulos a
la región de Tiro y Sidón. Pasó de la ribera del mar de Galilea a la del
Mediterráneo. Allí se le acercó una mujer gentil, perteneciente a la antigua
población de Palestina –el país de Canaán– donde se asentaron los israelitas. Y
a grandes voces le decía: ¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! ¡Mi
hija es cruelmente atormentada por el demonio!
El Evangelista consigna que Jesús, a pesar de los
gritos de la mujer, no respondió palabra. Este primer encuentro
tuvo lugar, según indica San Marcos, en una casa, y allí la
mujer se postró a sus pies2.
El Señor, aparentemente, no le hizo el menor caso.
Después, Jesús y sus acompañantes debieron de salir de
la casa, pues San Mateo escribe que los discípulos se le acercaron para
decirle: Atiéndela para que se vaya, pues viene gritando detrás de
nosotros. La mujer persevera en su clamor, pero Jesús se limita a
decirle: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de Israel.
Esta madre, sin embargo, no se dio por vencida: se acercó y se postró
ante Él diciendo: ¡Señor, ayúdame! ¡Cuánta fe!, ¡cuánta humildad!,
¡qué interés tan grande en su petición!
Jesús le explica mediante una imagen que el Reino
había de ser predicado en primer lugar a los hijos, a quienes componían el
pueblo elegido: No está bien -le dice- tomar el pan de
los hijos y echárselo a los perrillos. Pero la mujer, con profunda
humildad, con fe sin límites, con una constancia a toda prueba, no se echó
atrás: Es verdad, Señor -le contesta-, pero también
los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos. Se
introduce en la parábola, conquista el Corazón de Cristo, provoca uno de los
mayores elogios del Señor y el milagro que pedía: ¡Oh mujer, grande es
tu fe! Hágase como tú quieres. Y quedó sana su hija en aquel instante. Fue
el premio a su perseverancia.
Las buenas madres que aparecen en el Evangelio
manifiestan siempre solicitud por sus hijos. Saben dirigirse a Jesús en
petición de ayuda y de dones. Una vez será la madre de Santiago y de Juan la
que se acerque al Señor para pedirle que reserve un buen puesto para sus hijos.
Otra vez será aquella viuda de Naín que llora detrás de su hijo muerto y
consigue de Cristo, quizá con una mirada, que se lo devuelva con vida... La
mujer que nos presenta el Evangelio de hoy es el modelo acabado de constancia
que deben meditar quienes se cansan pronto de pedir.
San Agustín nos cuenta en sus Confesiones cómo su
madre, Santa Mónica, santamente preocupada por la conversión de su hijo, no
cesaba de llorar y de rogar a Dios por él; y tampoco dejaba de pedir a las
personas buenas y sabías que hablaran con él para que abandonase sus errores.
Un día, un buen obispo le dijo estas palabras, que tanto la consolaron: «¡Vete
en paz, mujer!, pues es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas»3.
Más tarde, el propio San Agustín dirá: «si yo no perecí en el error, fue debido
a las lágrimas cotidianas llenas de fe de mi madre»4.
Dios oye de modo especial la oración de quienes saben
amar; aunque alguna vez parezca que guarda silencio. Espera a que nuestra fe se
haga más firme, más grande la esperanza, más confiado el amor. Quiere de todos
un deseo más ferviente –como el de las madres buenas– y una mayor humildad.
II. La oración de petición
ocupa un lugar muy importante en la vida de los hombres. Aunque el Señor nos
concede de hecho muchos dones y beneficios sin haberlos pedido, otras gracias
ha dispuesto otorgarlas a través de nuestra oración, o de la de aquellos que se
encuentran más cerca de Él. Enseña Santo Tomás5 que
nuestra petición no se dirige a cambiar la voluntad divina, sino a obtener lo
que ya había dispuesto que nos concedería si se lo pedíamos. Por eso es
necesario pedir al Señor incansablemente, pues no sabemos cuál es la medida de
oración que Dios espera que colmemos para otorgarnos lo que quiere darnos.
Hemos de solicitar también a otras personas que rueguen por las intenciones santamente
ambiciosas que tenemos en nuestro corazón, y por todo aquello que deseamos
obtener del Señor. El mismo Santo Tomás explica que una de las causas de que
Jesús no respondiera enseguida a esta mujer fue porque quería que los
discípulos intercedieran por ella, para hacernos ver de esta manera lo
necesaria que es, para conseguir algunas cosas, la intercesión de los santos6.
El milagro extraordinario que le pedía esta mujer gentil necesitó también una
oración excepcional, acompañada de mucha fe y de mucha humildad. Perseverar
es la condición primera de toda petición: es preciso orar
siempre y no desfallecer7,
enseñó el mismo Jesús. «Persevera en la oración. –Persevera, aunque tu labor
parezca estéril. –La oración es siempre fecunda»8.
La petición de la mujer cananea fue eficaz desde el primer momento. Jesús solo
esperó a que se dispusiera su corazón para recibir el gran don que solicitaba.
Hemos de pedir con fe. La misma fe «hace brotar la oración y la oración, en
cuanto brota, alcanza la firmeza de la fe»9;
ambas están íntimamente unidas. Esta mujer tenía una fe grande: «cree en la
Divinidad de Cristo, cuando le llama Señor; y en su Humanidad cuando le dice
Hijo de David. No pide ella nada en nombre de sus méritos; invoca solo la
misericordia de Dios diciendo: “Ten piedad”. Y no dice ten piedad de mi hija,
sino de mí, porque el dolor de la hija es el dolor de la madre; y a fin de
moverle más a compasión, le cuenta todo su dolor; por eso sigue: Mi
hija es malamente atormentada por el demonio. En estas palabras descubre al
Médico sus heridas y la magnitud y especie de su enfermedad; la magnitud,
cuando le dice: Es atormentada malamente; la especie, por las
palabras: por el demonio»10.
La constancia en la oración nace de una vida de fe, de
confianza en Jesús que nos oye incluso cuando parece que calla. Y esta fe nos
llevará a un abandono pleno en las manos de Dios. «Dile: Señor, nada quiero más
que lo que Tú quieras. Aun lo que en estos días vengo pidiéndote, si me aparta
un milímetro de la Voluntad tuya, no me lo des»11 Solo
quiero lo que Tú quieres y porque Tú lo quieres.
III. Esta
mujer que pide y recibe nos enseña con su ejemplo una cualidad más de la buena
oración: la humildad. La oración debe brotar de un corazón humilde y arrepentido
de sus pecados: Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies12,
el Señor, que nunca desprecia un corazón contrito y arrepentido, resiste a los
soberbios y da su gracia a los humildes13.
A quien se sabe servus pauper et humilis14.
El Señor desea que le pidamos muchas cosas. En primer
lugar, lo que se refiere al alma, pues «grandes son las enfermedades que la
aquejan, y estas son las que principalmente quiere curar el Señor. Y, si cura
las del cuerpo, es porque quiere desterrar las del alma»15.
Suele suceder que «apenas nos aqueja una enfermedad corporal, no dejamos piedra
por mover hasta vernos libres de su molestia; estando, en cambio, enferma nuestra
alma, a veces todo son vacilaciones y aplazamientos (...): hacemos de lo
necesario accesorio, y de lo accesorio necesario. Dejamos abierta la fuente de
los males y pretendemos secar los arroyuelos»16.
Para el alma podemos pedir gracia para luchar contra los defectos, más rectitud
de intención en lo que hacemos, fidelidad a la propia vocación, luz para
recibir con más fruto la Sagrada Comunión, una caridad más fina, docilidad en
la dirección espiritual, más afán apostólico... También quiere el Señor que
roguemos por otras necesidades: ayuda para sobreponernos a un pequeño fracaso;
trabajo, si nos falta; la salud... Y todo en la medida en que nos sirva para
amar más a Dios. No queremos nada que, quizá con el paso del tiempo, nos
alejaría de lo que verdaderamente nos debe importar: estar siempre junto a
Cristo.
A Jesús le es especialmente grato que pidamos por
otros. «La necesidad nos obliga a rogar por nosotros mismos, y la caridad
fraterna a pedir por los demás. Es más aceptable a Dios la oración recomendada
por la caridad que aquella que está motivada por la necesidad»17,
enseña San Juan Crisóstomo.
Hemos de orar, en primer lugar, por aquellas personas
a quienes nos une un vínculo más fuerte, y por aquellas que el Señor ha puesto
a nuestro cuidado. Los padres tienen una especial obligación de pedir por sus
hijos; mucho más si estos estuvieran alejados de la fe o el Señor hubiera
manifestado una particular predilección por ellos llamándolos a un camino de
entrega. Y para que Dios nos oiga con más prontitud, acompañemos con obras
nuestra petición: ofreciendo horas de trabajo o de estudio por esa intención,
aceptando por Dios el dolor y las contrariedades, ejerciendo la caridad y la
misericordia en toda oportunidad.
Los cristianos de todos los tiempos se han sentido
movidos a presentar sus peticiones a través de santos intercesores, del propio
Ángel Custodio, y muy singularmente a través de Nuestra Madre Santa María. Dice
San Bernardo que «subió al Cielo nuestra Abogada, para que, como Madre del Juez
y Madre de Misericordia, tratara los negocios de nuestra salvación»18.
No dejemos de acudir cada día a Nuestra Señora; mucho nos va en ello.
1 Mt 15,
21-28. —
2 Mc 7,
24-25. —
3 San
Agustín, Las Confesiones, 3, 12, 21. —
4 ídem, Tratado
sobre el don de la perseverancia, 20, 53. —
5 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 83, a. 2. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 101. —
9 San
Agustín, Sermón 115. —
10 Santo
Tomás, Catena Aurea, vol. II, pp. 336-337. —
11 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 512. —
12 Sal 50,
19. —
13 Cfr. Pdr 5,
5; Sant 4, 6. —
14 Cfr. Liturgia
de las Horas. Himno del oficio de lecturas en la Solemnidad del
«Corpus et Sanguis Christi». —
15 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 14, 3. —
16 Ibídem.
—
17 ídem,
en Catena Aurea, vol. I, p. 354. —
18 San
Bernardo, Sermón en la Asunción de la B. Virgen María, 1.
1.
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