Francisco Fernández-Carvajal 14 de agosto de
2020
@hablarcondios
— María, asunta en
cuerpo y alma a los Cielos. Contemplación del cuarto misterio glorioso del
Santo Rosario.
— Desde el Cielo, la
Virgen Santísima intercede y cuida de sus hijos.
— La Asunción de
Nuestra Señora, esperanza de nuestra resurrección gloriosa.
I. Pondré
enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo1.
Aparece así la Virgen Santa María asociada a Cristo Redentor en la lucha y en
el triunfo sobre Satanás. Es el plan divino que la Providencia tenía preparado
desde la eternidad para salvarnos. Este es el anuncio del primer libro de la
Sagrada Escritura, y en el último volvemos a encontrar esta portentosa
afirmación: Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida de
sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas2.
Es la Virgen Santísima, que entra en cuerpo y alma en el Cielo al terminar su
vida entre nosotros. Y llega para ser coronada como Reina del Universo, por ser
Madre de Dios. Prendado está el rey de tu belleza3,
canta el Salmo responsorial.
El Apóstol San Juan, que seguramente fue testigo del
tránsito de María el Señor se la había confiado, y no iba a estar ausente en
esos momentos..., nada nos dice en su Evangelio de los últimos instantes de
Nuestra Madre aquí en la tierra. El que con tanta claridad y fuerza nos habló
de la muerte de Jesús en el Gólgota calla cuando se trata de Aquella de quien
cuidó como a su madre y como a la Madre de Jesús y de todos los hombres4.
Exteriormente, debió de ser como un dulce sueño: «salió de este mundo en estado
de vigilia», dice un antiguo escritor5,
en plenitud de amor. «Terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en
cuerpo y alma a la gloria celestial»6.
Allí la esperaba su Hijo, Jesús, con su cuerpo glorioso, como Ella lo había
contemplado después de la Resurrección. Con su divino poder, Dios asistió la
integridad del cuerpo de María y no permitió en él la más pequeña alteración,
manteniendo una perfecta unidad y completa armonía del mismo. Consiguió Nuestra
Señora, «como supremo coronamiento de sus prerrogativas, verse exenta de la
corrupción del sepulcro y, venciendo a la muerte como antes la había vencido su
Hijo, ser elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial»7.
Es decir, la armonía de los privilegios marianos postulaba su Asunción a los
Cielos.
Muchas veces hemos contemplado este privilegio de
Nuestra Señora en el Cuarto misterio de gloria del Santo Rosario: «Se ha
dormido la Madre de Dios (...). Pero Jesús quiere tener a su Madre, en cuerpo y
alma, en la Gloria. Y la Corte celestial despliega todo su aparato, para
agasajar a la Señora. Tú y yo niños, al fin tomamos la cola del espléndido
manto azul de la Virgen, y así podemos contemplar aquella maravilla.
»La Trinidad beatísima recibe y colma de honores a la
Hija, Madre y Esposa de Dios... Y es tanta la majestad de la Señora, que hace
preguntar a los Ángeles: ¿Quién es Esta?»8.
Nosotros nos alegramos con los ángeles, llenos también de admiración, y la
felicitamos en su fiesta. Y nos sentimos orgullosos de ser hijos de tan gran Señora.
Con frecuencia, la piedad popular y el arte mariano
han representado a la Virgen, en este misterio, llevada por los ángeles y
aureolada de nubes. Santo Tomás ve en estas intervenciones angélicas hacia
quienes han dejado la tierra y se encaminan ya al Cielo, la manifestación de
reverencia que los Ángeles y todas las criaturas tributan a los cuerpos
gloriosos9. En el caso de Nuestra Señora, todo lo que podamos imaginar es
bien poco. Nada, en comparación a como debió de suceder en la realidad. Cuenta
Santa Teresa que vio una vez la mano, solo la mano, glorificada de Nuestro
Señor, y decía después la Santa que, junto a ella, quinientos mil soles claros,
reflejándose en el más limpio cristal, eran como noche triste y muy oscura.
¿Cómo sería el rostro de Cristo, su mirada...? Un día,
si somos fieles, contemplaremos a Jesús y a Santa María, a quienes tantas veces
hemos invocado en esta vida.
II. Hoy ha
sido llevada al Cielo la Virgen, Madre de Dios; Ella es figura y primicia de la
Iglesia que un día será glorificada; Ella es consuelo y esperanza de tu pueblo,
todavía peregrino en la tierra10.
Miremos a Nuestra Señora, Asunta ya en los Cielos. «Y
así como el viajero, haciendo pantalla con su mano para contemplar algún vasto
panorama, busca en los alrededores alguna figura humana que le permita darse
una idea de aquellos parajes, así nosotros, que miramos hacia Dios con ojos
deslumbrados, identificamos y damos la bienvenida a una figura puramente
humana, que está al lado de su trono. Un navío ha terminado su periplo, un
destino se ha cumplido, una perfección humana ha existido. Y al mirarla vemos a
Dios más claro, más grande, a través de esa obra maestra de sus relaciones con
la humanidad»11.
Todos los privilegios de María tienen relación con su
Maternidad y, por tanto, con nuestra redención. María, Asunta a los Cielos, es
imagen y anticipo de la Iglesia que se encuentra aún en camino hacia la Patria.
Desde el Cielo «precede con su luz al Pueblo peregrino como signo de esperanza
cierta hasta que llegue el día del Señor»12.
«Con el misterio de la Asunción a los cielos, se han realizado definitivamente
en María todos los efectos de la única mediación de Cristo Redentor del
mundo y Señor resucitado (...). En el misterio de la Asunción se
expresa la fe de la Iglesia, según la cual María “está también íntimamente
unida” a Cristo»13.
Ella es la seguridad y la prueba de que sus hijos estaremos un día con nuestro
cuerpo glorificado junto a Cristo glorioso. Nuestra aspiración a la vida eterna
cobra alas al meditar que nuestra Madre celeste está allí arriba, nos ve y nos
contempla con su mirada llena de ternura14.
Con más amor, cuanto más necesitados nos ve. «Realiza aquella función, propia
de la madre, de mediadora de clemencia en la venida definitiva»15.
Ella es gran valedora nuestra ante el Altísimo. Es
verdad que la vida en la tierra se nos presenta como valle de lágrimas,
porque no faltan los sacrificios, las penalidades (sobre todo, nos falta el
Cielo). Pero, a la vez, el Señor nos da muchas alegrías y tenemos la esperanza
de la Gloria para caminar con optimismo. Entre esos motivos de contento, está
Santa María. Ella es vida, dulzura y esperanza nuestra: el cariño
de la Madre se hace sentir en la vida del cristiano. Vuelve a nosotros
esos tus ojos misericordiosos, le decimos. Los ojos de Santa María, como
los de su Hijo, son de misericordia, de compasión. Nunca deja de dar una mano a
quien acude a su amparo: Jamás se ha oído decir que ninguno de los que
han acudido a vuestra protección...16.
Procuremos buscar más la intercesión de la Virgen, de la Reina de cielos y
tierra. Acudamos al Refugio de los pecadores; y le diremos: muéstranos
a Jesús, que es lo que más necesitamos.
¡Qué seguridad, qué alegría posee el alma que en toda
circunstancia se dirige a la Santísima Virgen con la sencillez y la confianza
de un hijo con su madre! «Como un instrumento dócil en manos del Dios excelso
escribe un Padre de la Iglesia, así desearía yo estar sujeto a la Virgen Madre,
íntegramente dedicado a su servicio. Concédemelo, Jesús, Dios e Hijo del
hombre, Señor de todas las cosas e Hijo de tu Esclava (...). Haz que yo sirva a
tu Madre de modo que Tú me reconozcas por servidor; que Ella sea mi soberana en
la tierra de modo que Tú seas mi Señor por toda la eternidad»17.
Pero hemos de examinar cómo es nuestro trato diario con Ella. «Si estás
orgulloso de ser hijo de Santa María, pregúntate: ¿cuántas manifestaciones de
devoción a la Virgen tengo durante la jornada, de la mañana a la noche?»18:
el Ángelus, el Santo Rosario, las tres
Avemarías de la noche...
III. Dichoso
el vientre de María, la Virgen, que llevó al Hijo del eterno Padre19.
La Asunción de María es un precioso anticipo de
nuestra resurrección y se funda en la resurrección de Cristo, que
reformará nuestro cuerpo corruptible conformándolo a su cuerpo glorioso20.
Por eso nos recuerda también San Pablo en la Segunda lectura de
la Misa21: si la muerte llegó por un hombre (por el pecado de Adán),
también por un hombre, Cristo, ha venido la resurrección. Por Él, todos
volverán a la vida, pero cada uno a su tiempo: primero Cristo como
primicia; después, cuando Él vuelva, todos los cristianos; después los últimos,
cuando Cristo devuelva a Dios Padre su reino... Esa venida de Cristo,
de la que habla el Apóstol, «¿no debía acaso cumplirse, en este único caso (el
de la Virgen) de modo excepcional, por decirlo así, “inmediatamente”, es decir,
en el momento de la conclusión de la vida terrestre? (...). De ahí que ese
final de la vida que para todos los hombres es la muerte, en el caso de María
la Tradición lo llama más bien dormición.
»Assumpta est Maria in caelum, gaudent Angeli! Et gaudet Ecclesia! Para
nosotros, la solemnidad de hoy es como una continuación de la Pascua, de la
Resurrección y de la Ascensión del Señor. Y es, al mismo tiempo, el signo y la
fuente de la esperanza de la vida eterna y de la futura resurrección»22.
La Solemnidad de hoy nos llena de confianza en
nuestras peticiones. «Subió al Cielo nuestra Abogada, para que, como Madre del
Juez y Madre de Misericordia, tratara los negocios de nuestra salvación»23.
Ella alienta continuamente nuestra esperanza. «Somos aún peregrinos, pero
Nuestra Madre nos ha precedido y nos señala ya el término del sendero: nos
repite que es posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos. Porque la
Santísima Virgen no solo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y
ante nuestra petición Monstra te esse Matrem (Himno
litúrgico Ave maris stella), no sabe ni quiere negarse a cuidar de
sus hijos con solicitud maternal (...).
»Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum; Corazón
Dulcísimo de María, da fuerza y seguridad a nuestro camino en la tierra: sé tú
misma nuestro camino, porque tú conoces la senda y el atajo cierto que llevan,
por tu amor, al amor de Jesucristo»24.
1 Gen 3,
15. —
2 Antífona
de entrada. Apoc. 12, 1. —
3 Salmo
responsorial. Sal 44, 12. —
4 M.
D. Philippe, Misterio de María, Rialp. Madrid 1986, p. 52.
—
5 San
Germán de Constantinopla, Homilías sobre la Virgen, I.
—
6 Pío
XII, Const. Munificentissimus Deus, 1-XI-1950. —
7 Ibídem.
—
8 San
Josemaría Escrivá, Santo Rosario. Cuarto misterio glorioso.
—
9 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, Supl., q. 84, a. l ad l. —
10 Misal
Romano, Prefacio en la fiesta de la Asunción. —
11 R.
A. Knox, Sermón en la festividad de la Asunción de Nuestra
Señora, 15-VIII-1954. —
12 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 68. —
13 Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, n. 41.
—
14 Cfr. Pablo
VI, Discurso 15-VIII-1963. —
15 Juan
Pablo II, loc. cit. —
16 Oración
de San Bernardo. —
17 San
Ildefonso de Toledo, Libro sobre la virginidad perpetua de Santa
María, 12. —
18 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 433. —
19 Antífona
de comunión de la Misa vespertina de la Vigilia. Cfr. Lc 11,
27. —
20 Flp 3,
21. —
21 Segunda
lectura. 1 Cor 15, 20-26. —
22 Juan
Pablo II, Homilía 15-VIII-1980. —
23 San
Bernardo, Homilía en la Asunción de la B. Virgen María, 1.
—
24 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa. Rialp. 1.ª ed.,
Madrid 1973, 177-178.
*La Iglesia, desde los primeros siglos (v-vi), profesó
pacíficamente la fe en la Asunción de María Santísima, en cuerpo y alma, a la
vida celestial, como se deduce de la Liturgia, de los documentos devotos, de
los escritos de los Padres y de los Doctores. Esta fe multisecular y universal
está confirmada por todo el Episcopado en la Carta Apostólica de I-V-1946, que
sirve para ilustrar las razones de su definición dogmática, realizada por Pío
XII el 1-XI-1950.
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