Francisco Fernández-Carvajal 01 de agosto de
2020
@hablarcondios
— Multiplicación de los
panes. Jesús cuida de quienes le siguen.
— Este milagro es,
además, figura de la Sagrada Eucaristía, en la que el Señor se da como
alimento.
— Buscar al Señor en la
Comunión como aquellas gentes que se olvidaban hasta de lo indispensable para
no perderle. Preparar cada Comunión como si fuera la única de nuestra vida.
El Evangelio de la Misa2 relata
cómo el Señor se alejó en una barca, Él solo, hacia un lugar desierto. Pero
muchos se enteraron y le siguieron a pie desde las ciudades. Al desembarcar vio
a esta multitud que le busca y se llenó de compasión por ella y curó a
los enfermos. Los sana sin que se lo pidan, porque, para muchos llegar
hasta allí llevando incluso enfermos impedidos, ya era suficiente petición y
expresión de una fe grande. San Marcos3 señala,
a propósito de este pasaje, que Jesús se detuvo largamente enseñando a esta
multitud que le sigue, porque andaban como ovejas sin pastor, de
tal manera que se hizo muy tarde. Se le pasa el tiempo al Señor con aquellas
gentes, y los discípulos, no sin cierta inquietud, se sienten movidos a
intervenir, porque la hora es avanzada y el lugar desierto: despide a
la gente para que vayan a las aldeas a comprarse alimentos, le dicen. Y
Jesús les sorprende con su respuesta: No tienen necesidad de ir, dadles
vosotros de comer. Y obedecen los Apóstoles; hacen lo que pueden:
encuentran cinco panes y dos peces. Es de notar que eran como unos
cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños. Jesús realizará un
portentoso milagro con estos pocos panes y peces, y con la obediencia de
quienes le siguen.
Después de mandar que se acomodaran en la hierba,
Jesús, tomando los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al
cielo, recitó la bendición, partió los panes y los dio a los discípulos, y los
discípulos a la gente. Comieron todos hasta que quedaron satisfechos. El
Señor cuida de los suyos, de quienes le siguen, también en las necesidades
materiales cuando es necesario, pero busca nuestra colaboración, que es siempre
pobre y pequeña. «Si le ayudas, aunque sea con una nadería, como hicieron los
Apóstoles, Él está dispuesto a obrar milagros, a multiplicar los panes, a
cambiar las voluntades, a dar luz a las inteligencias más oscuras, a hacer –con
una gracia extraordinaria– que sean capaces de rectitud los que nunca lo han
sido.
»Todo esto... y más, si le ayudas con lo que tengas»4.
Entonces comprendemos mejor lo que nos dice San Pablo en la Segunda
lectura: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia,
la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? (...). Mas en
todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque persuadido estoy que
ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente,
ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna
otra criatura podrá separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor5.
Ni las adversidades en la vida personal (pequeños o
grandes fracasos, dolor, enfermedad...), ni las dificultades que podamos
encontrar en el apostolado (resistencia de las almas en ocasiones a recibir la
doctrina de Cristo, hostilidad de un ambiente que huye de la Cruz y del
sacrificio...) podrán separarnos de Cristo, nuestro Maestro, pues en Él
encontramos siempre la fortaleza.
II. El relato del
milagro comienza con las mismas palabras y con las mismas actitudes con que los
Evangelios y San Pablo nos han transmitido la institución de la Eucaristía6.
Tal coincidencia nos hace ver7 que
el milagro, además de ser una muestra de la misericordia divina de Jesús con
los necesitados, es figura de la Sagrada Eucaristía, de la cual hablará el
Señor poco después, en la sinagoga de Cafarnaún8.
Así lo han interpretado muchos Padres de la Iglesia. El mismo gesto del Señor
–elevar los ojos al cielo– lo recuerda la Liturgia en el Canon Romano de
la Santa Misa: Et elevatis oculis in caelum, ad Te Deum Patrem suum
omnipotentem... Al recordarlo nos preparamos para asistir a un milagro
mayor que la multiplicación de los panes: la conversión del pan en su propio
Cuerpo, que es ofrecido sin medida como alimento a todos los hombres.
El milagro de aquella tarde junto al lago manifestó el
poder y el amor de Jesús a los hombres. Poder y amor que harán posible también
que encontremos el Cuerpo de Cristo bajo las especies sacramentales, para
alimentar, a todo lo largo de la historia, a las multitudes de los fieles que
acuden a Él hambrientas y necesitadas de consuelo. Como expresó Santo Tomás en
la secuencia que compuso para la Misa del Corpus Christi: Sumit unus,
sumunt mille... «Lo tome uno o lo tomen mil, lo mismo tomen este que
aquel, no se agota por tomarlo...».
«El milagro adquiere así todo su significado, sin
perder nada de su realidad. Es grande en sí mismo, pero resulta aún mayor por
lo que promete: evoca la imagen del buen pastor que alimenta a su rebaño. Se
diría que es como un ensayo de un orden nuevo. Multitudes inmensas vendrán a
tomar parte del festín eucarístico, en el que serán alimentadas de manera mucho
más milagrosa, con un manjar infinitamente superior»9.
Esta multitud que acude al Señor revela la fuerte
impresión que su Persona había producido en el pueblo, pues tantos se disponen
a seguir a Jesús hasta las alturas desiertas, a gran distancia de los caminos
importantes y de las aldeas. Suben sin provisiones, no quieren perder tiempo en
ir a procurárselas por miedo a perder de vista al Señor. Un buen ejemplo para
cuando nosotros tengamos alguna dificultad para visitarle o recibirle. Por
encontrar al Maestro vale la pena cualquier sacrificio.
San Juan nos indica que el milagro causó un gran
entusiasmo en aquella multitud que se había saciado10.
«Si aquellos hombres, por un trozo de pan –aun cuando el milagro de la
multiplicación sea muy grande–, se entusiasman y te aclaman, ¿qué deberemos
hacer nosotros por los muchos dones que nos has concedido, y especialmente porque
te nos entregas sin reserva en la Eucaristía?»11.
En la Comunión recibimos cada día a Jesús, el Hijo de
María, el que realizó aquella tarde este grandioso milagro. «Nosotros poseemos,
en la Hostia, al Cristo de todos los misterios de la Redención: al Cristo de la
Magdalena, del hijo pródigo y de la Samaritana, al Cristo resucitado de entre
los muertos, sentado a la diestra del Padre (...). Esta maravillosa presencia
de Cristo en medio de nosotros debería revolucionar nuestra vida (...); está
aquí con nosotros: en cada ciudad, en cada pueblo (...)»12.
Nos espera y nos echa de menos cuando nos retrasamos.
III. Los
ojos de todos te están aguardando, // tú les das la comida a su tiempo; //
abres la mano, // y sacias de favores a todo viviente, leemos en el Salmo
responsorial13.
Jesús, realmente presente en la Sagrada Eucaristía, da
a este sacramento una eficacia sobrenatural infinita. Nosotros, cuando deseamos
expresar nuestro amor a una persona le damos algún objeto, nuestros
conocimientos, le hacemos favores y le prestamos ayudas, procuramos estar
pendientes de la persona amada..., pero siempre encontramos un límite: no
podemos darnos nosotros mismos. Jesucristo sí puede: se nos da Él mismo,
uniéndonos a Él, identificándonos con Él. Y nosotros, que le buscamos con más
deseos y más necesidad que aquellas gentes que se olvidan incluso del alimento
hasta hallarle, le encontramos cada día en la Sagrada Comunión. Él nos espera,
a cada uno. No aguarda a que le pidamos: nos cura de nuestras flaquezas, nos
protege contra los peligros, contra las vacilaciones que pretenden separarnos
de Él, y aviva nuestro andar. Cada Comunión es una fuente de gracias, una nueva
luz y un nuevo impulso que, a veces sin notarlo, nos da fortaleza para la vida
diaria, para afrontarla con garbo humano y sobrenatural, y para que nuestros
quehaceres nos lleven a Él.
La participación de estos beneficios depende, sin
embargo, de la calidad de nuestras disposiciones interiores, porque los
sacramentos «producen un efecto mayor cuanto más perfectas son las
disposiciones en que se los recibe»14.
Disposiciones habituales de alma y cuerpo, de deseos cada vez mayores de
limpieza y de purificación, acudiendo a la Confesión con la periodicidad que
hemos establecido en la dirección espiritual, o antes si fuera necesario o solo
conveniente. El amor nos llevará a una honda piedad eucarística. «Esta
–señalaba Juan Pablo II en su primer viaje a España– os acercará cada vez más
al Señor; y os pedirá el oportuno recurso a la Confesión sacramental, que lleva
a la Eucaristía, como la Eucaristía lleva a la Confesión»15.
Los dos sacramentos, que hacen al alma más delicada y más fino y puro el amor,
están íntimamente relacionados.
Cuanto más se acerca el momento de comulgar, más vivo
se ha de hacer el deseo de preparación, de fe y de amor. «¿Has pensado en
alguna ocasión cómo te prepararías para recibir al Señor, si se pudiera
comulgar una sola vez en la vida?
»—Agradezcamos a Dios la facilidad que tenemos para
acercarnos a Él, pero... hemos de agradecérselo preparándonos muy bien, para
recibirle»16, como si fuera la única Comunión de toda nuestra vida, como
si fuera la última; una vez será la última, y poco después nos encontraremos
cara a cara con Jesús, con quien tan íntimamente unidos estuvimos en el
sacramento. ¡Cómo nos alegrarán las muestras de fe y de amor que le
manifestamos!
A quienes has alimentado con este Pan del Cielo,
Señor, protégelos con tu auxilio y concédeles alcanzar la redención eterna, le pedimos con la liturgia de la Misa17.
1 Is 55,
1-3. —
2 Mt 14,
13-21. —
3 Mc 6,
33-44. —
4 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 675. —
5 Rom 8,
35; 37-39. —
6 Cfr. Mt 26,
26; Mc 14, 22; Lc 22, 19; 1 Cor 11,
25. —
7 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983,
nota a Jn 6, 11 y Mc 6, 41. —
8 Cfr. Jn 6,
26-59. —
9 M.
J. Indart, Jesús en su mundo, Herder, Barcelona 1963, pp.
265-266. —
10 Jn 6,
14. —
11 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 304. —
12 M.
M. Philipon, Los sacramentos en la vida cristiana, Palabra,
Madrid 1980, p. 116. —
13 Sal 144,
15-16.
14 San
Pío X, Decr. Sacra Tridentina Synodus, 20-XII-1905. —
15 Juan
Pablo II, Alocución 31-X-1982. —
16 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 828. —
17 Oración
después de la Comunión.
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