Ángel Lombardi Boscán 15 de julio de 2021
@LOMBARDIBOSCAN
“La
guerra se alimenta a sí misma” es el significado de bellum se ipsum
alet, un precepto militar muy común cuando las guerras son empresas de
saqueo y pillaje ante la inexistencia de un aparato institucional que las
soporte y regule tal como fue el caso de la Guerra de Independencia en
Venezuela entre los años 1810 y 1823.
Salvador
de Madariaga (1886-1978), humanista español de larga y reconocida trayectoria
académica y diplomática, escribió una controversial biografía de Simón Bolívar
en el año 1975 que, si bien no disimula toda su antipatía por El Libertador
siguiendo las huellas del mismísimo Carlos Marx, tiene la virtud de estar bien
escrita y con tesis interesantes a tomar en cuenta para explicar el proceso de
la Independencia en la Costa Firme.
Madariaga
confirma la tesis de una Independencia que se luchó básicamente con soldados
americanos nacidos en el país. Vamos a utilizar lo que este autor nos dice
sobre ello en la campaña del año 1819 que culminó con la Batalla de Boyacá el 7
de agosto y que consideramos decisiva para inclinar la victoria a favor del
bando rebelde de una manera ya determinante hasta su culminación victoriosa en
la Batalla de Ayacucho el 9 de diciembre de 1824.
Para
llegar a Boyacá es necesario tener en cuenta que Bolívar nunca pudo derrotar a
Morillo en Venezuela entre los años 1817 y 1820 y que su franqueo hacia la
Nueva Granada ascendiendo por las alturas de 3.000 metros de la Cordillera
Andina significó la gran estrategia militar de la victoria de los republicanos
en el año 1819.
En la
Nueva Granada, al igual que en Venezuela, la mayoría de la población fue
indiferente al hecho marcial. La gente se acomodaba a las exigencias de los
vencedores que se turnaban en sus suertes. El Virrey Sánamo consideró como poco
probable un asalto desde Venezuela y el ejército realista, bajo el mando de
Barreiro, tampoco estaba lo suficientemente apertrechado y aguerrido para
enfrentar la inesperada invasión del venezolano Bolívar y sus tropas de
llaneros y mercenarios ingleses. Lo inesperado sucedió y Bolívar, con este
golpe de audacia, transformó su mala estrella de militar derrotado a otro
victorioso y con absoluta confianza en la victoria final.
Dos
aspectos nos interesa rescatar de este episodio y que Salvador de Madariaga
recoge en su libro. El primero tiene que ver con la conformación y origen de
las tropas y su ambigua lealtad; y el segundo, con la manera en que se podía
sostener un pequeño ejército invasor sin apenas dinero y medios indispensables
para mantenerse en pie. Fue la precariedad e improvisación en el camino a
través de un voluntarismo vertiginoso y audaz lo que permitió a Bolívar ser más
un guerrillero de partidas diseminadas y apenas bien formadas que un comandante
de un ejército disciplinado y diestro como nos han hecho creer los cuadros
pomposos que adornan los congresos en la mayoría de los países latinoamericanos
poblados de las hazañas de los grandes héroes de la Independencia.
Madariaga
nos dice que: “Ya en 12 de mayo de 1819 escribía Morillo desde Calabozo al
Ministro de la Guerra que el Nuevo Reino de Granada “se haya guarnecido hasta
Quito por tropas americanas cuya confianza en estas ocasiones se sabe hasta qué
punto puede llegar”. Y después de la Batalla de Boyacá, comenta Morillo: “La
división de Barreiro se componía de tres mil venezolanos muy aguerridos (…)
como la mayor parte de ellos son americanos estarán aumentando las fuerzas con
que el General rebelde Bolívar penetró en el Reino”;…”.
Nos
llama la atención que Morillo, en su testimonio, pudo confundir el gentilicio
de los soldados americanos ya que no es probable que en la Nueva Granada
hubiesen bajo el comando de las fuerzas realistas a “tres mil venezolanos” sino
a tres mil neogranadinos.
Otro
testimonio maldito, aunque quizás el más autorizado dentro de los
contemporáneos partidarios del realismo por sus implicaciones beligerantes sin
dobleces, es el del médico nacido en Caracas, José Domingo Díaz (1772-1834),
redactor jefe de la Gaceta de Caracas y la pluma más hiriente contra Simón
Bolívar y sus partidarios en el incendio descomunal que fue Venezuela en su
Independencia .
“¿Qué
hombre de tantos militares degollados en los pueblos y en los caminos públicos
lo fue por la sentencia de un tribunal de justicia? Ninguno: absolutamente
ninguno. ¿Cuáles fueron las órdenes que los condenaron? Un simple decreto, una
palabra, una señal de usted solo. ¿Y qué principios se proclamaban en estos
teatros del despotismo más bárbaro? La democracia, la libertad, la igualdad y
la justicia”.
La
falta de leyes de la guerra fue una realidad evidente apartando algún tipo de
derecho consuetudinario de vago impacto humanitario desde los orígenes con Adam
y Eva. No obstante la necesidad de reglamentar el ceremonial de atrocidades
procuró dentro de la tradición de la civilización occidental que se
constituyeran unas convenciones un tanto disímiles tomando como punto de
partida los preceptos bíblicos de los padres de la Iglesia y el derecho romano.
Ya en los siglos XVI y XVII el Jus in bello: la conducción legal de la guerra,
intentó hacerse algo más consistente. En el caso de la Costa Firme (Nueva
Granada y Venezuela), una guerra de ultramar, que fue asumida por la Monarquía
española desde el año 1810 como una acción punitiva contra rebeldes alzados en
armas a los que no había que dar cuartel sus resultados fueron la ausencia de
moderación y el triunfo del ceremonial de atrocidades.
Habrá
que esperar al encuentro entre Simón Bolívar y Don Pablo Morillo en el año 1820
en que los feroces beligerantes se reconozcan mutuamente como representantes
institucionales de dos Estados legítimos, uno el español y otro el colombiano,
para firmar un armisticio para el cese de las hostilidades y un Tratado de
Regularización de la Guerra que va atemperar el horror.
Ángel
Lombardi Boscán
@LOMBARDIBOSCAN
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