Francisco Fernández-Carvajal 28 de julio de 2021
@hablarcondios
— Dios
vive en medio de nosotros.
—
Presencia de Cristo en el Sagrario.
— El
culto y la devoción a Jesús Sacramentado. El himno Adoro te devote.
I. A lo
largo del Antiguo Testamento había revelado Dios la intención de habitar
perennemente entre los hombres. La llamada Tienda de la reunión fue
como el primer templo de Dios en el desierto, y allí se posaba una nube que era
símbolo de la gloria de Dios y de su presencia: Entonces la nube cubrió
la tienda del encuentro y la gloria del Señor llenó el santuario1.
Esta nube era el signo de la presencia divina2.
Más
tarde, el Templo de Jerusalén sería el lugar en el que los israelitas
encontraban a Dios3;
el lugar que añoraban en el destierro, recordando cuando iban a la casa de Dios
con cantos de alegría y de alabanza: ¡Qué deseables son tus moradas, //
Señor de los ejércitos! // Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi
corazón y mi carne exultan por el Dios vivo4.
Estar lejos del suntuario era estar privados de toda felicidad verdadera: Mi
alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo iré a ver el rostro de Dios?5.
Llegada
la plenitud de los tiempos, el Verbo se hizo carne. En el momento de la
Encarnación el poder del Altísimo cubre con su sombra a Nuestra Señora6;
es la expresión de la omnipotencia de Dios. Y después de descender el Espíritu
Santo sobre María, la Virgen queda constituida en el nuevo Tabernáculo de Dios:
el Verbo de Dios habitó entre nosotros7.
La palabra griega que emplea San Juan correspondiente a habitar «significa
etimológicamente “plantar la tienda de campaña” y, de ahí, habitar en un lugar.
El lector atento de la Escritura recuerda espontáneamente el tabernáculo de los
tiempos de la salida de Egipto, en el que Yahvé mostraba su presencia en medio
del pueblo de Israel mediante ciertos signos de su gloria, como la nube posada
sobre la tienda. En multitud de pasajes del Antiguo Testamento se anuncia que
Dios habitará en medio del pueblo (cfr. p. ej. Jer 7,
3). A las señales de la presencia de Dios primero en la Tienda del santuario
peregrinante en el desierto y después en el Templo de Jerusalén, sigue la
prodigiosa presencia de Dios entre nosotros: Jesús, perfecto Dios y perfecto
hombre, en quien se cumple la antigua promesa más allá de lo que los hombres podían
esperar. También la promesa hecha por medio de Isaías acerca del Enmanuel o
“Dios con nosotros” (Is 7, 14) se cumple plenamente en este habitar
del Hijo de Dios Encarnado entre los hombres»8.
Desde entonces podemos decir con total exactitud que Dios vive entre nosotros.
Cada día podemos estar junto a Él en una cercanía como jamás hombre alguno pudo
soñar. ¡Qué cerca estamos del Señor! ¡Dios está con nosotros!
II. Desde
el momento de la Encarnación podemos decir con sentido propio que Dios está con
nosotros, con una presencia personal, real, y de una manera que es exclusiva de
Jesucristo: Jesucristo, verdadero Hombre y verdadero Dios, tiene con nosotros
una cercanía y proximidad mayor que cualquier otra que se pueda pensar. Jesús
es Dios-con-nosotros. Antes, los israelitas decían que Dios estaba
con ellos; ahora, lo podemos decir de modo exacto, como cuando afirmamos que
algo que apreciamos con los sentidos está más cerca o más lejos de donde nos
encontramos. En Palestina, Cristo caminaba, se acercaba a una ciudad, salía
para predicar en otros lugares... Cuando acabó estas parábolas, partió
de allí9, leemos en el Evangelio de la Misa. Y Dios abandonó aquel
lugar para encontrarse con otras gentes. El sacerdote, cuando consagra en la
Santa Misa, nos trae a Cristo, Dios y Hombre, al altar donde antes no estaba
con su Santísima Humanidad. Es una presencia especial, que solo se
da en la Eucaristía y que se continúa, mientras duren las especies, en el
Sagrario, el Tabernáculo de la Nueva Alianza; esta presencia afecta de modo
directo al Cuerpo de Cristo e indirectamente a las Tres Personas Divinas de la
Trinidad Beatísima: al Verbo, por la unión con la Humanidad de Cristo, y al
Padre y al Espíritu Santo, por la mutua inmanencia de las Personas divinas10.
En el Sagrario está Cristo realmente presente, con su Cuerpo, con su Sangre,
con su Alma y con su Divinidad. Es literalmente adecuado decir: «Dios está
aquí», cerca de mí: creo, Señor, firmemente que estás ahí, que me ves, que me
oyes...
El
Magisterio de la Iglesia, saliendo al paso de diversos errores, ha recordado y
precisado el alcance de esta presencia eucarística: es una presencia real,
es decir, ni simbólica ni meramente significada o insinuada por una
imagen; verdadera, no ficticia, ni meramente mental o puesta por la
fe o la buena voluntad de quien contempla las sagradas especies; y sustancial,
porque, por el poder de Dios que tienen las palabras del sacerdote en el
momento de la Consagración, se convierte toda la sustancia del pan en el Cuerpo
del Señor y toda la sustancia del vino en su Sangre. Así, el Cuerpo y la Sangre
adorables de Cristo Jesús están sustancialmente presentes, y «en la realidad
misma, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de
existir después de la Consagración»11;
«realizada la transubstanciación, las especies de pan y de vino (...) contienen
una nueva “realidad”, que con razón llamamos ontológica, porque
bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa
completamente diversa (...), y esto no únicamente por el juicio de fe de la
Iglesia, sino por la realidad objetiva»12.
Jesús
está presente en nuestros Sagrarios con independencia de que muchos o pocos se
beneficien de su presencia inefable. Él está allí, con su Cuerpo, con su
Sangre, con su Alma, con su Divinidad. Dios hecho Hombre; no cabe mayor
proximidad. La Iglesia posee en su seno al Autor de toda gracia, a la causa
perenne de nuestra santificación. De alguna manera podemos decir que la
presencia eucarística de Cristo es la prolongación sacramental de la
Encarnación.
Desde
el Sagrario Jesús nos invita a que allí confluyan nuestros afectos, nuestras
peticiones. En la visita al Santísimo y en los actos de culto
a la Sagrada Eucaristía agradecemos este don, del que a veces no somos del todo
conscientes. Allí vamos a buscar fuerzas, a decirle a Jesús lo mucho que le
echamos de menos, lo mucho que le necesitamos, pues «la Eucaristía es
conservada en los templos y oratorios como el centro espiritual de la comunidad
religiosa o parroquial; más aún, de la Iglesia universal y de toda la
humanidad, puesto que bajo el velo de las sagradas especies contiene a Cristo
cabeza invisible de la Iglesia, Redentor del mundo, centro de todos los
corazones, por quien son todas las cosas y nosotros con Él (1
Cor 8, 6)»13.
III. Ha
sido constante la práctica de la Iglesia de adorar a Cristo presente en el
Tabernáculo. Si los israelitas tenían tanta reverencia por aquella Tienda
del encuentro en el desierto, y más tarde por el Templo de Jerusalén,
que eran figuras anticipadoras o imágenes de la realidad, ¿cómo no vamos
nosotros a honrar a Cristo, que se ha quedado con nosotros para siempre en el
Sagrario? En los primeros siglos de la Iglesia, la razón principal para guardar
las Sagradas Especies era prestar asistencia a aquellos que se veían impedidos
para asistir a la Santa Misa, especialmente los enfermos y moribundos, y los
encarcelados a causa de la fe. El Sacramento del Señor era llevado con unción y
fervor para que también ellos pudieran comulgar. Más tarde, la fe viva en la presencia
de Cristo llevó no solamente a visitar con frecuencia el lugar donde se
reservaba, sino que originó el culto al Santísimo Sacramento. La autoridad de
la Iglesia lo ha ratificado y enriquecido constantemente: «los cristianos
–declaraba el Concilio de Trento– tributan a este Santísimo Sacramento, al
adorarlo, el culto de latría que se debe al Dios verdadero, según la costumbre
siempre aceptada de la Iglesia católica»14.
En el
siglo xiii, Santo Tomás compuso un himno eucarístico que, de una manera
fiel y piadosa, contiene la fe de la Iglesia. Nosotros podemos hacerlo nuestro
en muchas ocasiones para alimentar nuestra piedad y honrar a Jesús
Sacramentado: Adoro te devote latens deitas... Te adoro con devoción,
Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A ti se somete mi
corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte; acato con
humildad y agradecimiento –deslumbrado ante el poder de Dios, pasmado por su
misericordia– todo lo que nos enseña la fe. Dios mismo se entrega, inerme, en
nuestras manos: ¡qué gran lección para mi soberbia! Y, con la confianza que se
acrecienta al tenerle ahí, tan cerca, pedimos al Señor su gracia para someter
nuestro yo a su Voluntad...
Junto
al Sagrario aprendemos a amar; allí encontramos las fuerzas necesarias para ser
fieles, el consuelo en momentos de dolor. Él nos espera siempre y se alegra
cuando estamos –aunque sea un tiempo corto– junto a Él. En el Sagrario Jesús
espera a los hombres maltratados tantas veces por las asperezas de la vida, y
los conforta con el calor de su comprensión y de su amor. Junto al Sagrario
cobran diariamente su más plena actualidad aquellas palabras del Señor: Venid
a Mí, todos los que andáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré15.
No dejemos de visitarlo. Él nos espera, y son muchos los bienes que nos tiene
reservados.
1 Primera
lectura. Año I. Ex 40, 34. —
2 Cfr. Num 12,
5; I Rey 8, 10-11. —
3 Cfr. Is 1,
12, Ex 23, 15-17. —
4 Salmo
responsorial. Año I. Sal 83, 2-3. —
5 Sal 42,
3. —
6 Cfr. Lc 1,
35. —
7 Jn 1,
14. —
8 Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, p. 1146.
—
9 Mt 13,
53. —
10 Cfr. Conc.
de Trento, Decr. De Sanctissima Eucharistia, cap 11.
—
11 Pablo
VI, Credo del Pueblo de Dios, 25. —
12 ídem, Enc Mysterium fidei,
3-IX-1965. —
13 Ibídem,
69. —
14 Conc.
de Trento, Sesión XIII, cap. 5; Dz 1643.
—
15 Mt 11,
28.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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