Francisco Fernández-Carvajal 27 de julio de 2021
@hablarcondios
— La
vocación, algo de inmenso valor, una muestra muy particular del amor de Dios.
— Dios
pasa por la vida de cada persona en circunstancias bien determinadas de edad,
trabajo, etc. Pasa y llama.
—
Generosidad ante la llamada del Señor.
I. El
Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo que, al
encontrarlo un hombre, lo oculta y, gozoso del hallazgo, va y vende cuanto
tiene y compra aquel campo. También es semejante a un comerciante
que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende
todo cuanto tiene y la compra1.
Con
estas dos parábolas descubre Jesús en el Evangelio de la Misa el valor supremo
del Reino de Dios y la actitud del hombre para alcanzarlo. El tesoro y la perla han
sido imágenes empleadas para expresar tradicionalmente la grandeza de la propia
vocación, el camino para alcanzar a Cristo en esta vida y después, para
siempre, en el Cielo.
El tesoro significa
la abundancia de dones que se reciben con la vocación: gracias para vencer los
obstáculos, para crecer en fidelidad día a día, para el apostolado...; la perla indica
la belleza y la maravilla de la llamada: no solamente es algo de altísimo
valor, sino también el ideal más bello y perfecto que el hombre puede
conseguir.
Hay
una novedad en esta segunda parábola con respecto a la del tesoro: el hallazgo
de la perla supone una búsqueda esforzada, el tesoro se presenta de improviso2.
Así puede pasar con Jesús y su llamada: muchos pueden haber encontrado la
vocación casi sin buscarla: un tesoro que de pronto les deslumbra; en otras
personas, Dios ha puesto una inquietud íntima en su corazón que les lleva a
buscar perlas de más valor, dando todo cuanto tienen al encontrarlas; Dios les
pone en el alma una insatisfacción hacia las cosas que no les acaban de llenar,
y les urge a seguir buscando: Quid adhuc mihi deest?, ¿Qué me falta?3,
habrán preguntado tantos al Señor en la intimidad de su alma. En ambos casos
–un encuentro repentino o una búsqueda larga– se trata de algo de grandísimo
precio: «un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección,
un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento concreto, pero
que estaba en su mente desde toda la eternidad»4.
El
hombre que descubre su vocación siempre ha tenido que esforzarse para seguirla,
pues el Señor llama, invita, pero no coacciona.
Una
vez descubierta la perla o encontrado el tesoro, es necesario dar un paso más.
La actitud que se ha de tomar es idéntica en ambas parábolas y está descrita
con los mismos términos: va y vende cuanto tiene y lo compra; el
desprendimiento, la generosidad, es condición indispensable para alcanzarlo.
«Escribías: “(...) Este pasaje del Santo Evangelio ha caído en mi alma echando
raíces. Lo había leído tantas veces, sin coger su entraña, su sabor divino”.
»¡Todo...,
todo se ha de vender por el hombre discreto, para conseguir el tesoro, la
margarita preciosa de la Gloria!»5.
¡Nada hay que tenga tanto valor!
II. El
descubrimiento de los planes divinos proporciona al alma la clave para
descifrar el propio pasado. En ese momento encajan las piezas de lo que hasta
ahora era como un rompecabezas: por qué conocimos a aquella determinada
persona, las ayudas especiales que experimentamos en un determinado momento...
La vocación también proyecta su luz sobre la vida futura, que se ve plena de
sentido6.
Ni el
hombre que encontró el tesoro, ni el que halló la perla, echan de menos lo que
antes poseían y que vendieron. Tal es la nueva riqueza, que ninguna otra cosa
dejada debe añorarse. Lo mismo sucede a aquel que se desprende de todo por amor
a Cristo: lo deja todo, y lo halla todo. Su vida, en apariencia la misma, es
bien distinta. El Señor subraya en la parábola el gozo con que vende sus
posesiones. Cabe pensar que serían cosas a las que tendría aprecio: la casa, el
mobiliario, los adornos... representaban el esfuerzo de años de trabajo. Pero
lo vende todo, sin regateos, sin pensarlo demasiado, con alegría. Lo vende todo
porque sabe bien el tesoro que ha encontrado. Ante este, todo lo demás carece
de importancia.
Dios
pasa por la vida de cada persona en unas circunstancias bien determinadas, a
una edad concreta, en situaciones distintas; y exige de acuerdo con esas
condiciones, que Él mismo ha previsto desde la eternidad. Jesús pasa y llama: a
unos a la primera hora7,
cuando aún tienen pocos años, y les pide sus ambiciones, las esperanzas y
proyectos de un futuro que, a esa edad, parece lleno de promesas; a otros, en
la madurez de la vida... o en su declinar. A muchos, la mayoría, el Señor los
encontrará en su trabajo de hombres y mujeres corrientes en medio del mundo, y
querrá que sigan siendo fieles corrientes para que santifiquen ese mundo en
cuyas entrañas se encuentran, a través de su profesión, de su prestigio
profesional quizá duramente adquirido, con una entrega plena y total. A otros
los encuentra el Señor en el matrimonio y les pide que santifiquen su familia y
se den a Él por entero, en sus peculiares circunstancias.
En
cualquier edad en la que se reciba la llamada, el Señor da una juventud
interior que lo renueva todo, la llena de ilusiones a estrenar y de afán
apostólico. Ecce nova facio omnia8,
dice el Señor; Yo puedo renovarlo todo: acabar con la rutina en la vida,
enseñar a mirar más lejos y más arriba. ¿Cuál es la mejor edad para entregarse
a Dios? Aquella en la que el Señor llama. Lo importante es ser generoso con Él
entonces y siempre, sin confiar en que habrá otra oportunidad, que tal vez no
llegue nunca; sin suponer tampoco que ya se ha pasado el tiempo de las
decisiones llenas de audacia y de valentía, que es demasiado tarde..., o
demasiado pronto.
III. Es
semejante el Reino de los Cielos a un comerciante que anda en busca de perlas
finas, y hallando una muy preciosa, vende cuanto tiene y la compra... En
comparación de aquella –comenta San Gregorio Magno– nada tiene valor, y el alma
abandona todo cuanto había adquirido, derrama todo cuanto había congregado y
considera deforme todo lo que le parecía bello en la tierra, porque solo brilla
en el alma el resplandor de aquella perla preciosa9.
Quien
es llamado –cualquiera que sea su situación personal– debe entregar al Señor
todo lo que le pide: con frecuencia, todo lo que esté en condiciones de darle.
Las circunstancias, sin embargo, son distintas y, por tanto, darlo todo no
siempre significará materialmente lo mismo: una persona casada, por ejemplo, no
puede ni debe abandonar lo que, por voluntad de Dios, pertenece a los suyos: el
amor a su mujer o a su marido, la dedicación a su familia, la educación de los
hijos... Al contrario, para esta persona, darlo todo supone vivir la vida de
un modo nuevo, cumpliendo mejor con sus deberes legítimos; supone trabajar
más y mejor; vivir heroicamente sus obligaciones familiares; desvivirse para
educar humana y cristianamente a sus hijos; preocuparse de otras familias amigas;
hablar de Dios con la conducta y con la palabra; buscar tiempo para colaborar
en tareas de apostolado...; «en la vida real de un hombre o de una mujer
casados, que después descubren la significación vocacional de su matrimonio, el
“descubrimiento” aparece siempre como una dimensión concreta de su vocación
cristiana, que es lo radical; y su respuesta, como un aspecto –importante– de
su total obediencia de fe, que comporta necesariamente otros muchos aspectos»10.
Cuando
se quiere seguir al Señor más de cerca –en cualquier estado y situación–, se
comprende que no pueda uno quedarse encerrado en su pequeño mundo, en el que
tal vez se había instalado como si fuera definitivo. Se entiende que es preciso
dar claridad a los otros, llegar más lejos, entrar más a fondo en el propio
ambiente para transformarlo desde dentro, ampliando el círculo de amistades,
llegando a un apostolado más intenso y extenso, dando luz a muchas almas,
porque el mundo está a oscuras.
La
llamada del Señor es el acontecimiento más grande que nos puede suceder, como a
aquellos a quienes Jesús llamó a orillas del lago de Genesaret. Sin embargo,
seguir a Cristo en una entrega plena nunca es fácil. Quien se encuentra
instalado en una posición más o menos estable, el que considera que tiene su
vida hecha, puede ver que peligra esa tranquilidad conquistada, en la que se
supone con pleno derecho. Y eso es precisamente lo que Cristo pide: romper con
la rutina, con la medianía, con la vulgaridad cómoda. La vocación siempre exige
renuncia y un cambio profundo en la propia conducta. La llamada reclama para
Dios todo lo que uno se había reservado para sí mismo, y pone al descubierto
apagamientos, flaquezas, reductos que se suponían intocables y que, sin
embargo, es preciso destruir para adquirir el tesoro sin precio, la perla
incomparable. Es Jesús el que nos busca: no me elegisteis vosotros a
Mí, sino que Yo os he elegido a vosotros11.
Y si Él llama, también da las gracias necesarias para seguirle, en los
comienzos y a lo largo de toda la vida.
San
José, nuestro Padre y Señor, encontró el tesoro de su vida y
la perla preciosa en el encargo de cuidar de Jesús y de María
aquí en la tierra. Pidámosle hoy que nos ayude siempre a vivir con plenitud y
alegría lo que Dios quiere de cada uno de nosotros, y que entendamos en todo
momento que nada vale la pena tanto como el cumplimiento de la propia vocación.
1 Mt 13,
44-45. —
2 Cfr. F.
M. Moschner, Las parábolas del Reino de los Cielos, Rialp,
Madrid 1957, p. 11. —
3 Mt 19,
20. —
4 San
Josemaría Escrivá, Forja, 18. —
5 Ibídem,
993. —
6 Cfr. F.
Suárez, La Virgen Nuestra Señora, p. 88. —
7 Cfr. Mt 20,
1 ss. —
8 Apoc 2,
2-6. —
9 Cfr. San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 11. —
10 P.
Rodríguez, Vocación, trabajo. contemplación, EUNSA,
Pamplona 1986, p. 31. —
11 Jn 15,
16.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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