Américo Martín 18 de julio de 2021
La
supuesta vida eterna, rasgo que atribuyeron a todos los sistemas, y de manera
especial a los de índole «comunista», todavía lo tendríamos entre nosotros en
la fructífera compañía de excelentes politólogos, sociólogos, historiadores y
líderes políticos de los que han proliferado con buenas razones en nuestra
abrumada nación. Se permiten opinar, estos válidos intelectuales, sobre los
retos que con cada vez más fuerza y sutileza ponen en duda la creencia
interesada en la perennidad del totalitarismo y su implacable cobertura ideológica
y, por tal motivo, ha sido más bien moderada la primera reacción frente a los
sorprendentes acontecimientos que han sacudido al pueblo y al Estado cubano en
su conjunto. Acostumbrados a sentir muy vivamente el severo ajuste represivo,
cada vez que algún desajuste asoma el rostro, estaban formados para hacerlo
encajar en la común normalidad revolucionaria.
Pero
la cuestión asoma características nuevas que no pueden dejarse de lado. Lo
primero es la participación popular masiva, alrededor de 60 ciudades y pueblos
entre los cuales despuntan La Habana, Camagüey, Holguín, Marianao y suma y
sigue. Es una enorme oleada humana a lo largo de toda la isla que ha salido a
calles y parques, llega hasta los más intimidantes edificios y lugares
públicos, como el Capitolio y no deja ni un espacio sin ocupar en el célebre
malecón habanero y se expande sin cesar por todo el territorio.
Esa
enérgica protesta esgrime la más emblemática de las consignas ¡Libertad,
libertad, libertad!, que solo interrumpe el ritmo para intercalar ¡Abajo el
comunismo!, revelador de un deseo angustioso de jugarse el pellejo para
librarse de la piel de zapa balzaciana que los oprime con creciente vigor desde
hace 60 años, sin pausa ni tregua.
Como
solemos pensar en forma binaria, probablemente se ofrezca la vía bifurcada o
disyuntiva que reinó durante varios años frente al gobierno madurista, que lo
ha conducido a un vasto aislamiento universal y que puede sugerir la vía armada
con respaldo solidario de otros poderosos conglomerados occidentales. Se trata
de una fuerza demasiado grande e influyente con la cual lo mejor sería negociar
una salida de paz.
¿Y
acaso el presidente Miguel Díaz Canel estaría para hacer algo que pueda ser
tomado como pusilanimidad suya?
No
serán muchos los que puedan responder, especialmente ante la posible renuncia
del viceministro del Interior Burón Tabit, en supuesta protesta condenatoria
por la extrema severidad represiva. La noticia no podía tener más abolengo.
Viene del nieto de Juan Almeida uno de los compañeros más cercanos de los
hermanos Castro, que ostentó el rango de comandante histórico de la revolución.
La
historia de la inexpugnabilidad o eterna duración del totalitarismo perdió
vigencia y sentido desde la eclosión del sistema soviético, a partir de las
invasiones militares autorizadas por el Tratado militar de Varsovia, primero
contra Hungría y después contra Polonia, tras una intensa movilización obrera y
popular que sacó a los comunistas del mando en ambos países, cuyo origen guarda
algún parecido con las protestas sociales que mantiene el pueblo cubano. Los
luchadores amantes de la libertad y la democracia proclaman ¡Sí se puede!
Cuando se les pregunta y qué es lo que se puede, responden sin vacilar:
derrocar el comunismo y el poder totalitario.
¡Hombre!
Esos húngaros, búlgaros, polacos, rumanos, alemanes, checoslovacos, en fin,
países comunistas sometidos al pacto denominado Consejo de Interayuda
Económica, bajo la jefatura de Moscú, y al Tratado militar de Varsovia también
conducido militarmente por los moscovitas. De ese modo se dirigía el comercio
de la totalidad de la Europa oriental. Desde las alturas del Kremlin y sin
aviso ni protesto.
Y
desde aquel célebre edificio que habitó el feroz Iósif Vissariónovich
Dzhugashvili, llamado Stalin, gobernó con mano de acero el Ejército Rojo
soviético y los de sus superarmados aliados. A ver si sería sencillo derrotar a
ese monstruo totalitario mandado por un tirano sin mucho que envidiarle a
Hitler.
Sobre
los hiperfuertes cimientos de aquel sistema absolutista, se diseñó la teoría de
la potencia eterna del totalitarismo, incluido, claro está, el construido casi
personalmente por Fidel.
¿Y
para qué necesitaría de mitos una fuerza implacable, sin igual en Iberoamérica
como la exhibida por una pequeña isla del Caribe?
Complicada
pregunta, pero tal vez para convencer a los centenares de miles de cubanos que
no vale luchar contra la seducción de los mitos.
Bueno,
el punto es que al menos los europeos, todos, tuvieron –para beneficio de la
humanidad– la posibilidad de hablar y hasta de cambiar. Que Díaz Canel, o quien
ocupe el poder frente a la plaza de José Martí, pueda hablar y cambiar con el
temple y la sabiduría de aquel maestro y apóstol devotamente venerado en el
continente americano, sería el mejor de los desenlaces. Un desenlace de estirpe
europea, como el provocado por los pueblos que borraron del mapa las fórmulas
absolutistas, para reencontrarse en la democracia y la libertad que reclaman
las gargantas cubanas desde sus ciudades y calles.
Américo
Martín
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