Francisco Fernández-Carvajal 25 de julio de 2021
@hablarcondios
— Los
cristianos, como la levadura en la masa, están llamados a transformar el mundo
desde dentro de él.
—
Ejemplaridad.
—
Unión con Cristo para ser apóstoles.
I. Nos
enseña el Señor en el Evangelio de la Misa1 que
el Reino de Dios es semejante a la levadura que tomó una mujer y mezcló
con tres medidas de harina hasta que fermentó todo. Aquellas gentes que
escuchaban las palabras del Señor conocían bien y estaban familiarizadas con
este fenómeno, pues lo habían visto muchas veces en los hornos familiares. Un
poco de aquella levadura guardada desde el día anterior podía transformar una
buena masa de harina y convertirla en una gran hogaza de pan.
En
esta semejanza que nos pone el Señor hemos de considerar en primer lugar lo
poco que es la levadura en relación a la masa que debe transformar. Siendo tan
poca cosa, su poder es muy grande. Esto nos permite ser audaces en el
apostolado, porque la fuerza del fermento cristiano no es simplemente humana:
es la misma fuerza del Espíritu Santo que actúa en la Iglesia. También el Señor
cuenta con nuestras poquedades y flaquezas. «¿Acaso el fermento es naturalmente
mejor que la masa? No. Pero la levadura es el medio para que la masa se elabore,
convirtiéndose en alimento comestible y sano.
»Pensad,
aunque sea a grandes rasgos, en la acción eficaz del fermento, que sirve para
confeccionar el pan, sustento base, sencillo, al alcance de todos. En tantos
sitios –quizá lo habéis presenciado– la preparación de la hornada es una
verdadera ceremonia, que obtiene un producto estupendo, sabroso, que entra por
los ojos.
»Escogen
harina buena; si pueden, de la mejor clase. Trabajan la masa en la artesa, para
mezclarla con el fermento, en una larga y paciente labor. Después, un tiempo de
reposo, imprescindible para que la levadura complete su misión, hinchando la
pasta.
»Mientras
tanto, arde el fuego del horno, animado por la leña que se consume. Y esa masa,
metida al calor de la lumbre, proporciona ese pan tierno, esponjoso, de gran
calidad. Un resultado imposible de alcanzar sin la intervención de la levadura
–poca cantidad–, que se ha diluido, desapareciendo entre los demás elementos en
una labor eficiente que pasa inadvertida»2.
Sin ese poco de levadura, la masa se habría quedado en algo inútil,
incomestible, inservible. Nosotros, en la vida corriente de cada día, podemos
ser causa de luz o de oscuridad, de alegría o de tristeza, fuente de paz o de
inquietud, peso muerto que retrase el caminar de los demás o fermento que
transforma la masa. Nuestro paso por la tierra no es indiferente, acercamos a
los demás a Cristo, los enriquecemos o los separamos de Él.
Nos
envía el Señor para proclamar su mensaje por todas partes, para llevarle, uno a
uno, a quienes no le conocen, como hicieron los primeros cristianos con sus
amigos, con sus familias, con los colegas y vecinos. Para esto no necesitamos
hacer cosas extrañas y sorprendentes, pues «al vernos iguales a ellos en todas
las cosas, se sentirán los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica
vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la
comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la
entrega, el servicio a los demás?
»Es
entonces el momento de descubrirles el secreto divino de la existencia
cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, de María. El
momento de procurar transmitir, a través de las pobres palabras nuestras, esa
locura del amor de Dios que la gracia ha derramado en nuestros corazones»3.
¿Somos
levadura en la familia, en el ambiente de trabajo o de estudio? ¿Manifestamos
con nuestra alegría que Cristo vive?
II.
Además, hemos de considerar que la levadura solo actúa cuando está en contacto
con la masa. Y así, sin distinguirse de ella, desde dentro, la transforma: «la
mujer no solo puso la levadura, sino que además la escondió entre la masa. Del
mismo modo tenéis que hacer vosotros cuando estéis mezclados, identificados con
la gente..., como la levadura que está escondida, pero no desaparece, sino que
poco a poco va transformando toda la masa en su propia calidad»4.
Solo estando en la entraña del mundo, en medio de toda profesión y oficio,
podremos llevar de nuevo la creación a Dios. Y a esto hemos sido llamados por
vocación divina.
Los
primeros cristianos, que eran verdadero fermento en un mundo descompuesto,
lograron que la fe penetrara en poco tiempo en las familias, en el senado, en
la milicia y hasta en el palacio imperial: «somos de ayer y llenamos el mundo y
todo lo vuestro, casas, ciudades, islas, municipios, asambleas y hasta los
mismos campamentos, las tribus y las decurias, los palacios, el senado, el
foro»5.
Sin
excentricidades, como fieles corrientes, podemos mostrar lo que significa
seguir de cerca a Cristo. Nos han de conocer como personas leales, sinceras,
alegres, trabajadoras; nos hemos de comportar ejemplarmente en la vida familiar
y social: cumpliendo con rectitud nuestros deberes y actuando serenamente, como
hijos de Dios. Nuestra vida, con sus flaquezas, debe ser una señal que les
lleve a Cristo. «Por este camino se llega a Dios», deben pensar al ver nuestra
vida coherente con la fe que profesamos.
Las
normas corrientes de la convivencia, por ejemplo, pueden ser, para muchos, el
comienzo de un acercamiento a Dios. Con frecuencia, estas normas se quedan en
algo externo y solo se practican porque hacen más fácil el trato social, por
costumbre... Para los cristianos deben ser también fruto de una verdadera
caridad, manifestaciones de una actitud interior de sincero interés por los
demás. Han de ser el reflejo exterior de una íntima unión con Dios.
La
templanza del cristiano es una de las manifestaciones más convincentes y más
atractivas de la vida cristiana. Dondequiera que estemos hemos de esforzarnos
en dar siempre ese ejemplo, que se desprenderá con sencillez de nuestro comportamiento;
con frecuencia esa actitud ha sido para muchos el comienzo de un verdadero
encuentro con Dios. Esa templanza debe notarse a la hora de la comida y de la
bebida, en el modo como evitamos gastos superfluos o inútiles, a la hora del
descanso y de la sana diversión... «Cristo nos ha dejado en la tierra para que
seamos faros que iluminen, doctores que enseñen; para que cumplamos nuestro
deber de levadura (...). Ni siquiera sería necesario exponer la doctrina si
nuestra vida fuese tan radiante, ni sería necesario recurrir a las palabras si
nuestras obras dieran tal testimonio. Ya no habría ningún pagano, si nos
comportáramos como verdaderos cristianos»6.
En ese
clima de ejemplaridad, de alegría serena, de ayudas quizá pequeñas pero
frecuentes, de trabajo bien hecho, nos será más fácil llevar al Señor a quienes
conviven o trabajan con nosotros. De modo especial en ese apostolado de la
Confesión, tan urgente en este tiempo, que la Iglesia nos invita a llevar a
cabo. «Toda solicitud y todo trabajo son poco en comparación con el interés de
una sola alma. El que devuelve una oveja errante al redil se ha asegurado un
abogado poderoso ante Dios»7.
Muchos «abogados poderosos» debemos ganar a través de un apostolado paciente y
constante.
III. Para
vibrar, para ser fermento, es necesaria la unión con Cristo. No podemos perder
esa fuerza interior que nos impulsa al apostolado y que nace de nuestro amor al
Señor. Sin esa unión, todo el trabajo y todo el esfuerzo se convertirían en
agitación estéril. Siempre ha habido quienes se imaginan –no sin presunción–
que van a transformar el mundo con sus fuerzas; pero pronto, en su misma vida y
en la de los demás, ven la inconsistencia de sus propósitos. Se cumplen siempre
aquellas palabras del Señor: sin Mí no podéis hacer nada8.
«Si la
levadura no fermenta, se pudre. Puede desaparecer reavivando la masa, pero
puede también desaparecer porque se pierde, en un monumento a la ineficacia y
al egoísmo»9. El cristiano «se pudre» cuando deja entrar la tibieza en su
alma, que da lugar a una falta de prontitud en la entrega, un cansancio ante
las cosas de Dios incluso antes de acometerlas, cuando piensa en «sus cosas»,
no en las de Dios. Por el contrario, cumple su misión de levadura cuando
procura que su fe amorosa se manifieste en obras. El amor a Cristo es el origen
de todo apostolado, lo que permite al cristiano ser levadura. De aquí la
necesidad urgente de alimentar ese amor continuamente mediante una oración
personal, sin anonimato, y la recepción frecuente, y sin rutina, de los
sacramentos. «Es preciso que seas “hombre de Dios”, hombre de vida interior,
hombre de oración y de sacrificio. —Tu apostolado debe ser una superabundancia
de tu vida “para adentro”»10.
Podemos
medir nuestro amor a Dios por el empeño que ponemos en influir como cristianos
en el trabajo, en la familia, en el ambiente.
Para
ser audaces en nuestra vida ordinaria hemos de mirar a Nuestra Señora, porque
«el modelo perfecto de esta espiritualidad apostólica es la Santísima Virgen
María, Reina de los Apóstoles, la cual, mientras vivió en este mundo una vida
igual a la de los demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajos,
estaba constantemente unida con su Hijo y cooperó de modo singularísimo a la
obra del Salvador»11.
1 Mt 13,
31-35. —
2 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 257. —
3 ídem, Es
Cristo que pasa, 148. —
4 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 46, 2. —
5 Tertuliano, Apologético,
37. —
6 San
Juan Crisóstomo, Homilía 10 sobre la 1ª Epístola a Timoteo.
—
7 Santo
Tomás de Villanueva, Sermón del domingo «in albis», l, c,
pp. 900-901. —
8 Jn 15,
5. —
9 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 258. —
10 ídem, Camino n.
961. —
11 Conc
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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