Francisco Fernández-Carvajal 19 de julio de 2021
@hablarcondios
—
Nuestra unión con Cristo es más fuerte que cualquier vínculo humano. Los lazos
que se originan de seguir al Señor en un mismo camino son más estrechos que los
de la sangre.
—
Debemos tener el necesario desprendimiento e independencia para llevar a cabo la
propia vocación.
—
María, la Madre de la nueva familia de Jesús, la Iglesia, es también Madre de
cada uno de nosotros.
I. El
Evangelio de la Misa1 nos
muestra a Jesús predicando una vez más. Se halla en una casa tan abarrotada de
gente que su Madre y otros parientes no pueden llegar hasta Él, y le envían un
recado. Alguien le dijo entonces: Mira que tu madre y tus hermanos
están fuera intentando hablarte. Y Él, extendiendo las manos hacia sus
discípulos, les dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Pues todo el que haga la
voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi hermano y mi hermana y
mi madre.
En
otra ocasión, una mujer del pueblo, al ver las palabras llenas de vida de
Jesús, exclamó en una alabanza a María: Bienaventurado el vientre que
te llevó y los pechos que te criaron. Pero el Señor dio la impresión de
querer rechazar el requiebro de aquella mujer, y contestó: Bienaventurados
más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan2.
El
Papa Juan Pablo II relaciona estas dos escenas con aquella respuesta que Jesús
dio a María y a José cuando le encontraron en Jerusalén, a la edad de doce
años, después de una búsqueda afanosa durante tres días. Allí les dijo Jesús,
con un amor sin límites y con una claridad total: ¿Por qué me
buscabais? ¿No sabíais que es necesario que Yo esté en las cosas de mi Padre?3.
Desde el comienzo, Jesús estuvo dedicado a las cosas de su Padre.
Anunciaba el Reino de Dios y a su paso todas las cosas alcanzaban un sentido
nuevo, también el parentesco. «En esta dimensión nueva, un vínculo como el de
la “fraternidad” significa también una cosa distinta de la “fraternidad según
la carne”, que deriva del origen común de los mismos padres. Y aun la
“maternidad” (...) adquiere un significado diverso»4,
más profundo y más íntimo.
Nos
enseña repetidamente el Señor que por encima de cualquier vínculo y autoridad
humana, incluso la familiar, está el deber de cumplir la voluntad de Dios, la
propia vocación. Nos dice que seguirle de cerca, en la propia vocación, la que
Él ha dado a cada hombre y a cada mujer, nos lleva a compartir su vida hasta
tal punto de intimidad que constituye un vínculo más fuerte que el familiar5.
Santo Tomás lo explica diciendo que «todo fiel que hace la voluntad del Padre,
esto es, que le obedece, es hermano de Cristo, porque es semejante a Aquel que
cumplió la voluntad del Padre. Pero, quien no solo obedece, sino que convierte
a otros, engendra a Cristo en ellos, y de esta manera llega a ser como la Madre
de Cristo»6. Es muy fuerte el vínculo que nace de llevar la misma sangre,
pero lo es aún más el que se origina del seguir a Cristo en el mismo camino. No
hay ninguna relación humana, por estrecha que sea, que se asemeje a nuestra
unión con Jesús y con quienes siguen a Jesús.
II. ¿Quién
es mi madre...? «¿Se aleja con esto de la que ha sido su madre según
la carne? ¿Quiere tal vez dejarla en la sombra del escondimiento, que ella misma
ha elegido? Si así puede parecer por el significado de aquellas palabras, se
debe constatar, sin embargo, que la maternidad nueva y distinta, de la que
Jesús habla a sus discípulos, concierne concretamente a María de un modo
especialísimo»7.
Ella es amada por Jesús de modo absolutamente singular a causa del vínculo de
la sangre por el que María es su Madre según la carne. Pero Jesús la ama más, y
está más estrechamente unido con Ella, por los lazos de la delicada fidelidad
de la Virgen a su vocación, al perfecto cumplimiento de la voluntad del Padre.
Por eso la Iglesia nos recuerda que la Santísima Virgen «acogió las palabras
con las que su Hijo, exaltando el Reino por encima de las condiciones y lazos
de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que escuchan y
guardan la palabra de Dios, como Ella lo hacía fielmente»8.
La
propia vocación nos hace querer, humana y sobrenaturalmente, a los padres, a
los hijos, a los hermanos. Dios ensancha y afina el corazón, y a la vez nos
pide la necesaria independencia y desprendimiento de cualquier atadura, para
llevar a cabo lo que Él quiere de cada uno: realizar la propia llamada, que es
única e irrepetible, aunque alguna vez, por razones comprensibles, pueda causar
dolor a quienes más queremos en la tierra. No podemos olvidar que después de la
explicación de Jesús a María y a José, que llevaban tres días buscándole, ellos
no comprendieron lo que les dijo9,
siendo María la llena de gracia y José justo,
metido plenamente en Dios. Más tarde fueron entendiendo más –María en un orden
más profundo–, a medida que los acontecimientos de su Hijo se iban
desarrollando. No nos tiene que sorprender, por tanto, que a veces nuestros
parientes no entiendan.
¡Qué
alegría pertenecer con lazos tan fuertes a esta nueva familia de Jesús! ¡Cómo
hemos de querer y ayudar a quienes están fuertemente unidos a nosotros por los
vínculos de la fe y de la vocación! Entonces entendemos las palabras de la
Escritura: Frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma10,
el hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad amurallada. Nada puede
contra la caridad y la fraternidad bien vivida. «¡Poder de la caridad! —Vuestra
mutua flaqueza es también apoyo que os sostiene derechos en el cumplimiento del
deber si vivís vuestra fraternidad bendita: como mutuamente se sostienen,
apoyándose, los naipes»11.
III. Todo
el que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi hermano y
mi hermana y mi madre. Quizá la Virgen, desde el lugar en que se encontraba
fuera de la casa donde enseñaba su Hijo, oyera estas palabras, o quizá alguien
se las repetiría enseguida. Ella bien sabía los lazos profundos que la unían
con Aquel a quien iba a ver: vínculos de la naturaleza, y otros, más profundos
aún, originados por su perfecta unión con la Trinidad Beatísima. Ella sabía,
cada vez de un modo más perfecto, que había sido llamada desde la eternidad
para ser la Madre de esta nueva familia que se forma en torno a Jesús. Por
medio de la fe correspondió a la llamada que Dios le dirigía para ser Madre de
su Hijo y «en la misma fe ha descubierto y acogido la otra dimensión de
la maternidad, revelada por Jesús durante su misión mesiánica. Se puede
afirmar –enseña el Papa Juan Pablo II– que esta dimensión de la maternidad
pertenece a María desde el comienzo, o sea desde el momento de la concepción y
del nacimiento del Hijo. Desde entonces era “la que ha creído”. A medida que se
esclarecía ante sus ojos y ante su espíritu la misión del Hijo, ella misma como
Madre se abría cada vez más a aquella “novedad” de la maternidad,
que debía constituir su “papel” junto al Hijo»12.
Más
tarde, en el Calvario, se descorrió por completo el velo del misterio de su
maternidad espiritual sobre aquellos que a lo largo de los siglos habían de
creer en Él: Ahí tienes a tu hijo13,
le dijo Jesús señalando a Juan. Y en él estábamos representados todos los
hombres. Esa maternidad se extiende de modo particular a todos los bautizados y
a quienes están en camino hacia la fe, porque María es Madre de la Iglesia toda14,
la gran familia del Señor que se prolonga a través de los tiempos.
Se da
una particular correspondencia entre el momento de la Encarnación del Hijo de
Dios y el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés, y «la persona que une estos
dos momentos es María: María en Nazaret y María en el cenáculo de
Jerusalén. En ambos casos su presencia discreta, pero esencial, indica el
camino del “nacimiento del Espíritu”. Así la que está presente en el misterio
de Cristo como Madre, se hace –por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu
Santo– presente en el misterio de la Iglesia»15.
La presencia de María en la Iglesia es una presencia materna, y lo mismo que en
una familia la relación de maternidad y de filiación es única e irrepetible,
así nuestra relación con la Madre del Cielo es única y diferente para cada
cristiano. Y lo mismo que Juan la acogió en su casa, cada cristiano
ha de «entrar en el radio de acción de aquella “caridad materna”»16.
A cada
uno nos quiere como si fuera su único hijo, y se desvela por nuestra santidad y
por nuestra salvación como si no tuviera otros hijos en la tierra. Muchas veces
hemos de llamarla ¡Madre! Y ahora, al terminar este rato de oración, le decimos
en la intimidad de nuestra alma: ¡Madre mía!, no me dejes. ¡Tú bien sabes
cuánta necesidad tengo de Ti! ¡Ayúdame a estar siempre cerca de tu Hijo!
1 Mt 12,
46-50. —
2 Lc 11,
27-28. —
3 Lc 2,
49. —
4 Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-llI-1987, 20. —
5 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Mc 4, 31-35. —
6 Santo
Tomás. Comentario sobre el Evangelio de San Mateo, 12,
49-50. —
7 Juan
Pablo II, loc. cit. —
8 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 58. —
9 Lc 2,
50 —
10 Prov 18,
19. —
11 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 462. —
12 Juan
Pablo II, loc. cit. —
13 Jn 19,
26. —
14 Cfr. C.
Pozo, María en la obra de la salvación, BAC, Madrid 1974,
pp. 61-62.—
15 Juan
Pablo II, o. c., 24. —
16 Ibídem,
45.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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