Francisco Fernández-Carvajal 02 de julio de 2021
@hablarcondios
—
Disponer el alma para recibir el don divino de la gracia; los odres
nuevos.
— La
contrición restaura y prepara para recibir nuevas gracias.
— La
Confesión sacramental, medio para crecer en la vida interior.
I.
Jesús enseñaba, y quienes le escuchaban le entendían bien. Todos los que oyeron
por vez primera las palabras que recoge el Evangelio de la Misa sabían de
remiendos en los vestidos, y todos también, acostumbrados a las faenas del
campo, conocían lo que pasa cuando se echa el vino nuevo, sacado de la uva
recién vendimiada, en los odres viejos. Con estas imágenes sencillas y bien
conocidas enseñaba el Señor las verdades más profundas acerca del Reino que Él
vino a traer a las almas: Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a
un manto pasado; porque la pieza tira del manto y deja un roto peor. Tampoco se
echa vino nuevo en los odres viejos; porque revientan los odres: se derrama el
vino y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las
dos cosas se conservan1.
Jesús
declara la necesidad de acoger su doctrina con un espíritu nuevo, joven, con
deseos de renovación; pues de la misma manera que la fuerza de la fermentación
del vino nuevo hace estallar los recipientes ya envejecidos, así también el
mensaje que Cristo trae a la tierra tenía que romper todo conformismo, rutina y
anquilosamiento. Los Apóstoles recordarían aquellos días junto a Jesús como el
principio de su verdadera vida. No recibieron su predicación como una
interpretación más de la Ley, sino como una vida nueva que surgía en ellos con
ímpetu extraordinario y requería disposiciones nuevas.
Siempre
que los hombres se han encontrado con Jesús a lo largo de estos veinte siglos,
algo ha surgido en ellos, rompiendo actitudes viejas y gastadas. Ya el Profeta
Ezequiel había anunciado2 que
Dios otorgaría a los suyos otro corazón y les daría un espíritu nuevo. San
Beda, al comentar este pasaje del Evangelio, explica3 cómo
los Apóstoles serán transformados en Pentecostés y repletos a la vez del fervor
del Espíritu Santo. Esto ocurrirá después en la Iglesia con cada uno de sus
miembros, una vez recibido el Bautismo y la Confirmación. Estos nuevos odres,
el alma limpia y purificada, deben estar siempre llenos; «pues vacíos, los
carcome la polilla y la herrumbre; la gracia los conserva llenos»4.
El
vino nuevo de la gracia necesita unas disposiciones en el alma constantemente
renovadas: empeño por comenzar una y otra vez en el camino de la santidad, que
es señal de juventud interior, de esa juventud que tienen los santos, las
personas enamoradas de Dios. Disponemos el alma para recibir el don divino de la
gracia cuando correspondemos a las mociones e insinuaciones del Espíritu Santo,
pues nos preparan para recibir otras nuevas y, si no hemos sido del todo
fieles, cuando acudimos al Señor pidiéndole que sane nuestra alma. «Quita,
Señor Jesús –le pedimos con San Ambrosio–, la podredumbre de mis pecados.
Mientras me tienes atado con los lazos del amor, sana lo que está enfermo
(...). Yo he encontrado un médico, que vive en el Cielo y derrama su medicina
sobre la tierra. Solo Él puede curar mis heridas, pues no tiene ninguna; solo
Él puede quitar al corazón su dolor, al alma su palidez, pues Él conoce los
secretos más recónditos»5.
Solo
tu amor, Señor, puede preparar mi alma para recibir más amor.
II. El
Espíritu Santo trae constantemente al alma un vino nuevo, la gracia
santificante, que debe crecer más y más. Este «vino nuevo no envejece, pero los
odres pueden envejecer. Una vez rotos se echan a la basura y el vino se pierde»6.
Por eso es necesario restaurar continuamente el alma, rejuvenecerla, pues son
muchas las faltas de amor, los pecados veniales quizá, que la indisponen para
recibir más gracias y la envejecen. En esta vida sentiremos siempre las heridas
del pecado: defectos del carácter que no se acaban de superar, llamadas de la
gracia que no sabemos atender con generosidad, impaciencias, rutina en la vida
de piedad, faltas de comprensión...
Es la
contrición la que nos dispone para nuevas gracias, acrecienta la esperanza,
evita la rutina, hace que el cristiano se olvide de sí mismo y se acerque de
nuevo a Dios en un acto de amor más profundo. La contrición lleva consigo la
aversión al pecado y la conversión a Cristo. Ese dolor de corazón no se
identifica con el estado en que puede encontrarse el alma por los efectos
desagradables de la falta (la ruptura de la paz familiar, la pérdida de una
amistad...); ni siquiera consiste en el deseo de no haber hecho lo que se ha
hecho...: es la decidida condena de una acción, la conversión hacia lo bueno,
hacia la santidad de Dios manifestada en Cristo, es «la irrupción de una vida
nueva en el alma»7,
llena de amor al encontrarse otra vez con el Señor. Por eso no sabe
arrepentirse, no se siente movido a la contrición, quien no relaciona sus
pecados, los grandes y las pequeñas faltas, con el Señor.
Delante
de Jesús, todas las acciones adquieren su verdadera dimensión; si nos
quedáramos solos ante nuestras faltas, sin esa referencia a la Persona
ofendida, probablemente justificaríamos y restaríamos importancia a las faltas
y pecados, o bien nos llenaríamos de desaliento y de desesperanza ante tanto
error y omisión. El Señor nos enseña a conocer la verdad de nuestra vida y, a
pesar de tantos defectos y miserias, nos llena de paz y de deseo de ser
mejores, de recomenzar de nuevo.
El
alma humilde siente la necesidad de pedir a Dios perdón muchas veces al día.
Cada vez que se aparta de lo que el Señor esperaba de ella ve la necesidad de
volver como el hijo pródigo, con dolor verdadero: padre, pequé contra
el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo: trátame como a
uno de tus jornaleros8.
Y el Señor, «que está cerca de los que tienen el corazón contrito»9,
escuchará nuestra oración. Con esta contrición el alma se prepara continuamente
para recibir el vino nuevo de la gracia.
III. El
Señor, sabiendo que éramos frágiles, nos dejó el sacramento de la Penitencia,
donde el alma no solo sale restablecida, sino que, si había perdido la gracia,
surge con una vida nueva. A este sacramento debemos acudir con sinceridad
plena, humilde, contrita, con deseos de reparar. Una Confesión bien hecha
supone un examen profundo (profundo no quiere decir necesariamente largo, sobre
todo si nos confesamos con frecuencia): si es posible, ante el Sagrario, y
siempre en la presencia de Dios. En el examen de conciencia, el cristiano ve lo
que Dios esperaba de su vida y lo que en realidad ha sido; la bondad o malicia
de sus acciones, las omisiones, las ocasiones perdidas..., la intensidad de la
falta cometida, el tiempo que se permaneció en ella antes de pedir perdón10.
El
cristiano que desea tener una conciencia delicada, y para ello se confiesa con
frecuencia, «no se contentará con una confesión simplemente válida, sino que
aspirará a una confesión buena que ayude al alma eficazmente
en su aspiración hacia Dios. Para que la confesión frecuente logre este fin, es
menester tomar con toda seriedad este principio: sin arrepentimiento no hay
perdón de los pecados. De aquí nace esta norma fundamental para el que se confiesa
con frecuencia: no confesar ningún pecado venial del que uno no se haya
arrepentido seria y sinceramente.
»Hay
un arrepentimiento general. Es el dolor y la detestación de los
pecados cometidos en toda la vida pasada. Ese arrepentimiento general es para
la confesión frecuente de una importancia excepcional»11,
pues ayuda a restañar las heridas que dejaron las flaquezas, purifica el alma y
la hace crecer en el amor al Señor.
La
sinceridad nos llevará siempre que sea necesario a descender a esos pequeños
detalles que dan a conocer mejor nuestra flaqueza: ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿por qué
motivo?, ¿cuánto tiempo?; evitando tanto el detalle insustancial y prolijo como
la generalización, diciendo con sencillez y delicadeza lo que ha ocurrido, el
verdadero estado del alma, huyendo de las divagaciones, como «no fui humilde»,
«tuve pereza», «he faltado a la caridad»..., cosas, por otra parte, aplicables
casi siempre al común de los mortales. Al practicar la Confesión frecuente
hemos de cuidar siempre que sea un acto personal en el que
nosotros pedimos perdón al Señor de flaquezas muy concretas y reales, no de
generalidades difusas.
Este
sacramento de la misericordia es refugio seguro; allí se curan las heridas, se
rejuvenece lo que ya estaba gastado y envejecido, y todos los extravíos,
grandes y pequeños, se remedian. Porque la Confesión no solo es un juicio en el
que las deudas son perdonadas, sino también medicina del alma.
La
Confesión impersonal esconde con frecuencia un punto de soberbia y de amor
propio que trata de enmascarar o justificar lo que humilla y deja, humanamente,
en mal lugar. Quizá pueda ayudarnos, para hacer más personal este acto de la
penitencia, cuidar hasta el modo de confesarnos: «yo me acuso de ...», pues no
es este sacramento un relato de cosas sucedidas, sino autoacusación humilde y
sencilla de nuestros errores y flaquezas ante Dios mismo, que nos perdonará a
través del sacerdote y nos inundará con su gracia.
«¡Dios
sea bendito!, te decías después de acabar tu Confesión sacramental. Y pensabas:
es como si volviera a nacer.
»Luego,
proseguiste con serenidad: “Domine, quid me vis facere?” —Señor, ¿qué quieres
que haga?
»—Y tú
mismo te diste la respuesta: con tu gracia, por encima de todo y de todos,
cumpliré tu Santísima Voluntad: “serviam!” —¡te serviré sin condiciones!»12.
Te serviré, Señor, como siempre has querido que lo haga: con sencillez, en
medio de mi vida corriente, en lo ordinario de todos los días.
1 Mt 9,
16-17. —
2 Ez 36,
26. —
3 San
Beda, Comentario al Evangelio de San Marcos, 2, 21-22.
—
4 San
Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, 5, 26.
—
5 Ibídem,
5, 27. —
6 G.
Chevrot, El Evangelio al aire libre, Herder, Barcelona
1961, p. 111. —
7 Cfr. M.
Schmaus, Teología dogmática, Rialp, 2ª ed., Madrid 1963,
vol. VI, p. 562. —
8 Lc 15,
18-19. —
9 San
Agustín Comentario al Evangelio de San Juan, 15, 25.
—
10 Cfr. San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, II, 19.
—
11 B.
Baur, La confesión frecuente, Herder, Barcelona 1957, pp.
37-38. —
12 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 238.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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