Por Antonio Pérez Esclarín
El domingo pasado fueron beatificads el mártir jesuita
salvadoreño P. Rutilio Grande, junto con los laicos Manuel Solórzano de 72 años
y Nelson Rutilio Lemus de tan sólo 16, que fueron asesinados por seguir con
radicalidad a Jesús y ser testigos de su evangelio. El Padre "Tilo",
como era conocido por su gente, había nacido el 5 de julio de 1928 en El
Paisnal, El Salvador. Tras pasar por el Seminario, entró en la Compañía de
Jesús el 5 de septiembre de 1945 y se ordenó de sacerdote el 30 de julio de
1959. Rutilio asumió el sacerdocio como vocación de servicio, una forma para en
todo amar y servir a todos, meta de la espiritualidad ignaciana. Amigo de los
campesinos sin tierras y de los pobres expoliados por los grandes
terratenientes, defensor de los derechos humanos y luchador infatigable de la
justicia social, se dedicó a despertar en los pobres la conciencia de su
dignidad y de sus derechos como hijos de Dios. Para ello, creó diversas
Comunidades Eclesiales de Base y formó a líderes campesinos como «Delegados de
la Palabra».
Buen orador, hizo del púlpito un lugar de denuncia profética contra los
escuadrones de la muerte y los grupos que se empeñaban en impedir a sangre y
fuego la siembra de evangelio. En su famoso “Sermón de Apopa”, un
mes antes de su martirio, expresó con valor: “Dios nos dio un mundo para todos.
El mundo es una mesa común, como esta Eucaristía, con una silla junto a la mesa
para cada uno y con suficiente comida para todos”. El 12 de marzo de 1977, su
vehículo fue acribillado a balazos. Murió él y sus dos acompañantes.
Rutilio era amigo y confesor de Monseñor Romero. Su asesinato provocó en Romero
una gran conmoción y un giro decisivo en la manera de entender su misión.
Consagrado arzobispo de San Salvador tres semanas después del asesinato, su
“conversión” le llevó a denunciar cada vez con mayor firmeza las injusticias y
las violaciones de los derechos humanos, lo que también le ocasionaría su
martirio tres años después.
La beatificación de Rutilio y de los otros mártires debe avivar nuestra
esperanza y nuestro compromiso por erradicar las estructuras opresivas e
injustas que causan sufrimiento y muerte. Se trata de encontrar al Cristo
sufriente en el hambriento, en el que debe enfrentar la enfermedad sin
medicinas, en el perseguido y encarcelado por sus ideas, en el que abandona el
país y se enfrenta a la inseguridad y las graves penurias de empezar una vida
en un país desconocido. El recuerdo de los mártires nos debe estimular a
superar no sólo el egoísmo, sino también la resignación y el miedo. Debe
movernos a no quedarnos paralizados ante el mal y alimentar una esperanza tenaz
que nos impulsa a trabajar por la reconciliación y la justicia, y a hacer
nuestro el dolor de las víctimas y trabajar por erradicarlo. La esperanza no se
basa en los logros, aunque estos la alimentan y ayudan a seguir caminando, sino
que proviene del amor. Aun en medio de la maldad y del poder del mal, hay seres
humanos que no pueden ser de otra manera. No saben exactamente qué conseguirán,
ni saben si por ser así, amorosos, consecuentemente compasivos, profetas de la
justicia y defensores del necesitado, les quitarán la vida. Pero son los que
generan esperanza.
En 2019 el Papa Francisco confesó: “Yo a Rutilio lo quiero mucho. En la
entrada de mi cuarto tengo un cuadro que contiene un pedazo de tela
ensangrentada de Romero y los apuntes de una catequesis de Rutilio”.
pesclarin@gmail.com
25-01-22
https://www.eluniversal.com/el-universal/116903/beatificacion-del-padre-tilo
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