Francisco Fernández-Carvajal 23 de enero de 2022
@hablarcondios
—
Madre de la unidad en el momento de la Encarnación.
— En
el Calvario.
— En
la Iglesia naciente de Pentecostés.
I. Saldrás
con júbilo al encuentro de los hijos de Dios, Virgen María, porque todos se
reunirán para bendecir al Señor del mundo1.
La Iglesia, llevada por un ferviente deseo de congregar en la unidad a los cristianos y a todos los hombres, suplica a Dios, por intercesión de la Virgen, que todos los pueblos se reúnan en un mismo pueblo de la nueva Alianza2. La Iglesia está persuadida de que la causa de la unidad de los cristianos está íntimamente relacionada con la Maternidad espiritual de la Santísima Virgen María sobre todos los hombres, y de modo particular sobre los cristianos3. El Papa Pablo VI la invocó en diversas ocasiones con el título de Madre de la unidad4. Juan Pablo II dirigía a Nuestra Señora esta oración llena de amor y de confianza: «Tú que eres la primera servidora de la unidad del Cuerpo de Cristo, ayúdanos, ayuda a todos los fieles, que sienten tan dolorosamente el drama de las divisiones históricas del cristianismo, a buscar continuamente el camino de la unidad perfecta del Cuerpo de Cristo mediante la fidelidad incondicional al Espíritu de Verdad y de Amor...»5.
La
Iglesia nació en cierto modo con Cristo y creció ya en la casa de Nazareth
juntamente con Él, puesto que la Iglesia, en su realidad invisible y
misteriosa, es el mismo Cristo místicamente desarrollado y vivo en nosotros. Y
María, por su divina maternidad, es Madre de la Iglesia entera desde sus
comienzos6. Todos formamos un solo Cuerpo, y María es Madre de ese Cuerpo
místico. ¿Y qué madre va a permitir que sus hijos se separen y se alejen de la
casa paterna? ¿A quién recurrir con más seguridad de ser escuchados que a Santa
María, Madre?
San
Bernardo, en una página bellísima, nos describe a todas las creaturas invocando
a María para que en la Anunciación pronunciara el fiat, el hágase,
que había de traer la salvación para todos. Cielo y tierra, pecadores y justos,
presente, pasado y futuro se congregan en Nazareth en torno a María7.
Cuando Nuestra Señora dio su consentimiento, se hizo realidad su Maternidad
sobre Cristo y sobre la Iglesia y, en cierto modo, sobre toda la creación. El
pecado había disgregado la unidad del género humano y perturbado todo el orden
del Universo. María fue la criatura escogida para hacer posible la Encarnación
del Hijo de Dios y, con su consentimiento, fue también causa de la
recapitulación de todas las cosas que Cristo habría de llevar a cabo a través
de la Redención.
La
Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, tuvo en la Encarnación –y, por consiguiente,
en el seno mismo de María– el principio primero de su unidad. La Virgen
Santísima fue la Madre de la unidad de la Iglesia en su más
profunda realidad, pues dio la vida a Cristo en su seno purísimo. Cristo,
«autor de la fe íntegra y amante de la unidad, eligió para sí una Madre
incorrupta de alma y cuerpo y quiso como Esposa a la Iglesia una e indivisa»8.
II.
Cristo consumó la Redención en el Calvario. El nuevo Pacto, sellado con la
Sangre derramada en la Cruz, unía de nuevo a los hombres con Dios, y los
congregaba a la vez entre sí. El Señor –enseña San Pablo– destruyó todos los
muros de división y formó una Iglesia única, un solo pueblo9.
La diversidad de razas, de naciones, de lenguas, de condiciones sociales, no
sería obstáculo para esa unidad que Cristo nos dio con su Muerte en la Cruz. En
aquel instante en que se consumaba la Redención, surgía el nuevo Pueblo de los
hijos de Dios, unificados en torno a su Cruz y redimidos con su Sangre.
«Elevado sobre la tierra, en presencia de la Virgen Madre, congregó en la
unidad a tus hijos dispersos, uniéndolos a sí mismo con los vínculos del amor»10.
La
Virgen, en aquellas horas de la pasión, alimentaba en su Corazón sacratísimo
los mismos sentimientos de su Hijo, quien en la tarde anterior se había
despedido de sus discípulos con un mensaje de fraternidad, dirigiendo al Padre
una plegaria que culminaba en aquella petición por la unidad, que nosotros
también, en unión con Él, hemos repetido quizá tantas veces: ut omnes unum
sint, sicut tu, Pater, in me et ego in te..., que todos sean uno, como Tú,
Padre, en Mí y Yo en Ti...11.
Esta unidad que pide Jesús para los suyos es reflejo de la que existe entre las
tres Personas divinas, y de la que participó Nuestra Señora en un grado
incomparable y absolutamente extraordinario12.
Nuestra
Señora, al pie de la Cruz, estaba unida íntimamente a su Hijo, corredimiendo
con Él. Allí, Jesús, viendo a su Madre y al discípulo al que amaba, dijo
a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu
madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa13.
Nuestra Madre Santa María estuvo siempre unida a su Hijo, como ninguna criatura
lo ha estado ni lo estará jamás, y de modo muy particular en aquellos últimos
momentos en los que se consumaba nuestra redención. En el Calvario «mantuvo
fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio
divino, se mantuvo erguida (cfr. Jn 19, 25),
sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a
su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que
Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús,
agonizante en la Cruz, como madre al discípulo»14,
en el que estábamos representados todos los hombres. Ella es Madre de todo el
género humano y especialmente de todos aquellos que por el Bautismo hemos sido
incorporados a Cristo. ¿Cómo podríamos olvidarnos, en estos días en que pedimos
insistentemente la unidad, de la Madre que congrega en la única casa a todos
los hijos?
El
Concilio Vaticano II nos recordaba la necesidad de volver nuestra mirada hacia
la Madre común: «ofrezcan todos los fieles súplicas apremiantes a la Madre de
Dios y Madre de los hombres, para que Ella (...) interceda en la comunión de
todos los santos ante su Hijo, hasta que todas las familias de los pueblos,
tanto los que se honran con el título de cristianos como los que todavía
desconocen a su Salvador, lleguen a reunirse felizmente, en paz y concordia, en
un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e indivisible Trinidad»15.
A Ella acudimos pidiéndole que este amor a la unidad nos mueva a crecer cada
vez más en un apostolado sencillo, constante y eficaz: «Invoca a la Santísima
Virgen; no dejes de pedirle que se muestre siempre Madre tuya: “monstra te esse
Matrem!”, y que te alcance, con la gracia de su Hijo, claridad de buena
doctrina en la inteligencia, y amor y pureza en el corazón, con el fin de que
sepas ir a Dios y llevarle muchas almas»16.
III. Vuelto
a Ti y sentado a tu derecha, envió sobre la Virgen María, en oración con los
Apóstoles, el Espíritu de la concordia y de la unidad, de la paz y del perdón17.
La
Iglesia, por voluntad de Jesucristo, tuvo desde el principio una unidad
visible, en la fe, en la única esperanza, en la caridad, en la oración, en los
sacramentos, en los pastores por los que iba a ser gobernada, al frente de los
cuales fue puesto Pedro. Esta unidad visible, externa, debía constituir como
una señal de su carácter divino, porque sería una manifestación de la presencia
de Dios en ella. Así lo pidió Jesús en la Última Cena18.
Así vivieron los primeros cristianos: unidos entre ellos, bajo la autoridad de
los Apóstoles.
Cuando
los Apóstoles están reunidos en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo,
allí está Nuestra Señora con ellos. Aquellos pocos son la primera célula de la
Iglesia universal. «María está en el centro de ella, como corazón que le da
vida en lo más íntimo»19.
Los Apóstoles perseveraban en la oración con María, la Madre de Jesús20.
Las personas y los detalles que describe San Lucas son como atraídos por la
figura de María, que ocupa el centro del lugar donde se han congregado los
íntimos de Jesús. «La tradición ha contemplado y meditado este cuadro y ha
concluido que en él aparece la maternidad que la Virgen ejerce sobre toda la
Iglesia, tanto en su origen como en su desarrollo»21.
En torno a María permanecen unidos quienes recibirán el Espíritu Santo. Pedro
constituye la unidad interna de la Iglesia. «María creaba una atmósfera de
caridad, de solidaridad, de unánime conformidad. Ella era, por consiguiente, la
mejor colaboradora de Pedro y de los Apóstoles en la organización y en el
gobierno»22.
Después
de su Asunción a los Cielos, María ha velado sin cesar por la unidad de los
miembros de su Hijo, y cuando estos no han acogido esta maternal protección que
los mantenía unidos, no ha cesado de interceder para que vuelvan a la plena
comunión en el seno de la Iglesia. A nosotros nos hace experimentar
sentimientos de fraternidad, de comprensión y de paz. «La experiencia del
Cenáculo no reflejaría la hora de gracia de la efusión del Espíritu, si no
tuviese la gracia y la alegría de la presencia de María. Con María, la
Madre de Jesús (Hech 1, 14), se lee en el gran momento de
Pentecostés (...). Ella. Madre del amor y de la unidad, nos une profundamente
para que, como la primera comunidad nacida del Cenáculo, seamos un solo
corazón y una sola alma. Ella, “Madre de la unidad”, en cuyo seno el Hijo
de Dios se unió a la humanidad, inaugurando místicamente la unión esponsalicia
del Señor con todos los hombres, nos ayude para ser “uno” y para convertirnos
en instrumentos de unidad (...)»23.
1 Misal
Romano, Misa de Santa María, Madre y Reina de la unidad,
Antífona de entrada. —
2 Ibídem,
Colecta. —
3 Cfr. León XIII,
Enc. Auditricem populi, 5-IX-1895. —
4 Cfr. Pablo
VI, Insegnamenti, vol. II, p. 69. —
5 Juan
Pablo II, Radiomensaje en la conmemoración del Concilio de
Éfeso, 7-VI-1981. —
6 Pablo
VI, Discurso al Concilio, 21-IX-1964. —
7 Cfr. San
Bernardo, Homilías sobre la Virgen Madre, 2. —
8 Misal
Romano, loc. cit., Prefacio. —
9 Cfr. Ef 2,
14 ss. —
10 Misal
Romano, loc. cit., Prefacio. —
11 Jn 17,
21. —
12 Cfr. Juan
Pablo II, Homilía 30-I-1979. —
13 Jn 19,
26-27. —
14 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 58, —
15 Ibídem,
69. —
16 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 986. —
17 Misal
Romano, loc. cit., Prefacio. —
18 Jn 17,
23. —
19 R.
M. Spiazzi, María en el misterio cristiano, Studium, Madrid
1958, p. 69. —
20 Hech 1,
14. —
21 Sagrada
Biblia, Hechos de los Apóstoles, EUNSA, Pamplona
1984, in loc. —
22 R. M. Spiazzi, o. c.,
p. 70. —
23 Juan
Pablo II, Homilía 24-III-1980.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/2/
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