Américo Martín 23 de enero de 2022
En
1950 estalla la noticia: el coronel Delgado Chalbaud, 41 años de edad, ha sido
asesinado. El magnicidio, único en la historia de Venezuela, ocurre el 13 de
noviembre. Las miradas se vuelven sobre el coronel Pérez Jiménez, beneficiario
directo de esa muerte. Nadie duda de su autoría intelectual ni de quienes
oficiaron de ejecutores materiales: los Urbina, Rafael Simón y Domingo. Fueron
ellos sin la menor duda los homicidas.
¿Pero
quién o quiénes los contrataron?
El relato de los hechos habla de la serenidad de Delgado frente al secuestro de que ha sido objeto y la amenaza de muerte, a la postre, materializada. La intención no era matarlo sino obligarlo a dimitir, pero tratándose de truhanes aparentemente en estado de embriaguez, no fue raro que hablaran las armas de fuego. A uno de la banda se le va un tiro. Hace blanco en Rafael Simón. Con la pólvora y el fuego la sangre se exalta, empujan a Delgado y lo asesinan.
Por
alguna razón que no se me alcanza, esta tierra de violencia, a veces
espeluznante, no había sido pródiga en magnicidios, sobre todo presidenciales.
De hecho no se registraba ninguno hasta ese momento. En comparación con la
fecunda historia de magnicidios presidenciales o de personalidades encumbradas de
México, Cuba o Colombia, en Venezuela sólo puede contabilizarse el del
presidente de la junta militar, Delgado Chalbaud y más tarde la intentona
contra el presidente constitucional Rómulo Betancourt. El presidente Joaquín
Crespo y el gran líder federal Ezequiel Zamora murieron por obra de
francotiradores en el marco de una guerra, no víctimas de un asesinato
premeditado.
Si
tomamos en cuenta que la muerte del presidente de la Junta Militar fue más bien
accidental, queda únicamente el frustrado atentado contra el líder de AD. Por
cierto, esta bárbara maquinación no fue dirigida propiamente por venezolanos,
sino por el dictador Trujillo. Delgado había traicionado la profunda amistad
que lo unía a Rómulo Gallegos pero algo se movería en su alma cuyo chispazo se
manifestó aquel día.
El
acto previo a la tragedia
Cuando
empecé a estudiar mi bachillerato en el Andrés Bello, el presidente Gallegos ya
había sido derrocado. AD fue ilegalizado y sus dirigentes perseguidos. Desde la
clandestinidad iniciará la resistencia, a la que pronto se unirá el Partido
Comunista, ilegalizado a su vez con motivo de la huelga petrolera de 1950.
Delgado Chalbaud se había comunicado con Gustavo Machado para aconsejarle que
no participara en esa huelga:
-No es
un pronunciamiento obrero –le manda decir- sino
una tapadera para el golpe de Estado planificado por Acción Democrática
Quizá
Delgado sabía o sospechaba que reprimiéndola, los militares duros encabezados
por Pérez Jiménez, asumirían la totalidad del poder. Cuenta Pompeyo que Gustavo
y él no le dieron mayor importancia a ese mensaje. Ni siquiera lo
llevamos al Buró Político.
Tampoco
yo dudaba de la autoría del homicidio, pero años más tarde pude estudiar en
profundidad el expediente. Había zonas ambiguas en el texto, sin embargo la
culpabilidad de Pérez Jiménez no se veía con nitidez. Desde entonces no la
sostengo, pero eso no mitiga en nada la mala opinión que me merece su gestión
de gobierno.
La
libertad de prensa se mantuvo, con oscuras manchas pero sin dejar de ser
libertad de prensa. Delgado se manifestaba partidario de la vía democrática y
no vaciló en convocar a dos demócratas probados como Jóvito Villalba y Rafael
Caldera para que trabajaran en el proyecto de Estatuto Electoral de la
Constituyente destinado finalmente a redactar una nueva Constitución. Los dos
eminentes líderes civiles aceptaron el trabajo, creo que con buen sentido.
El
material presentado no difería mucho del de la Constituyente de 1946 pero
introducía cambios significativos como los de elevar de 18 a 21 años la edad
para votar y eliminar la representación de los partidos concurrentes en los
organismos electorales. Se atribuye esa cierta flexibilidad de Delgado a la
incertidumbre que acompañaba a su presidencia. Estaba rodeado por uniformados
ambiciosos, y afectado por la inmediata respuesta civil emprendida al principio
en solitario por la derrocada AD. En todo caso sus arbitrariedades no llegaron
al nivel de las de sus sucesores.
Incurrió
Delgado, es verdad, en una felonía atroz, no obstante quizá lo hizo en un
talante en cierto modo parecido al de Rómulo Betancourt cuando encabezó el
golpe que derrocó a Medina el 18 de octubre de 1945. El argumento lo resumiría
de este modo: si no me pongo a la cabeza y democratizamos el país, los
militares asumirán todo el poder en un retroceso histórico desquiciante.
De
hecho los jefes militares de la conspiración de 1945 se acercaron con premura a
Betancourt para decirle –de mala o buena fe- que habían sido descubiertos y por
tanto no quedaba más remedio que precipitar las acciones. En el aire quedaba la
amenaza de que con o sin AD el complot se llevaría a cabo. Bien pudo ser eso o
algo parecido lo que movió a Delgado. Sin negarle habilidad e inteligencia
política, Betancourt lo consideraba tímido y pusilánime. Su ambición lo
induciría a unirse al golpe de noviembre, pero sus temores a frenar ciertos
excesos.
El
magnicidio da lugar a la suspensión de clases. Falta poco para las navidades,
que ya estaban en el ambiente. Por los parlantes del liceo se escucha la grave
voz del director, el venerable profesor Dionisio López Orihuela. Los alumnos,
preferiblemente de primer año, deben retirarse del plantel con algún familiar o
representante. Me ha ido a buscar mi primo Luis Enrique. Nos guardamos gran
afecto y a pesar de llevarme cinco años tenemos una fluida y fácil relación.
Noto
su excitación. Él ya milita en la juventud de Acción Democrática y tiene
relación partidista con nuestros tíos Gerardo, Federico y Luis José. Pronto nos
envolvemos en especulaciones. Quizá haya sido mi primera conversación
propiamente política. A lo menos es la que recuerdo detalladamente. AD espera
regresar pronto al poder y Luis Enrique está en esa onda. La política del
“rápido retorno” no condice con resistencias diseñadas para el largo plazo,
pacientes conducciones basadas en una lenta maduración, a la espera de lo que
mis amigos comunistas llamarán la coincidencia de las condiciones objetivas y
las subjetivas; es decir, la correspondencia entre una crisis profunda que
repercute sobre la estabilidad de “los de arriba” y la fuerte preparación del
partido revolucionario acompañada del deseo de cambio de “los de abajo”.
AD,
ansioso de regresar, multiplica los graffitis: “AD volverá” Tiene en la
secretaría general al líder más idóneo, audaz e imaginativo. Es valiente como
pocos y se mueve como pez en el agua. Se habla de sus contactos militares. De
alguna manera, a su sombra desfila una cadena de intentonas putchistas. En
la provincia son masacradas las rebeliones de los campesinos de Tunapuy y
Tunapuicito, las de Puerto Cabello y Río Caribe.
El 12
de octubre, fecha del Descubrimiento, en la celebración que se realiza en la
plaza Colón un resistente arroja una bomba a los miembros de la Junta allí
presentes. La Seguridad Nacional desespera. Necesita poner preso al peligroso
líder de la resistencia, pero Leonardo está bien protegido y cuenta con muchos
amigos y gente resuelta. Los alzamientos rebeldes se turnan en una danza
indetenible. Leonardo es el enemigo público número 1. Su partido lo ama, todos
lo respetan y admiran.
Betancourt
comenta con sarcasmo que el dictador “ha ordenado arrestar el cadáver de Ruíz
Pineda”. Hasta que, interceptado en San Agustín del Sur el 21 de octubre de
1952, el líder de la resistencia es asesinado a mansalva frente al Pasaje La
Cocinera, en la avenida que hoy lleva su nombre.
El
país, estupefacto, se indigna. Dos adecas resueltas, Isabel Carmona y su
hermana Olga, se arrodillan al amanecer en el sitio donde cayó Leonardo. Olga
es poeta y su nombre literario es Lucila Velásquez. Junto a ellas, serio y
conmovido, está Jorge Dáger.
-No
habrá paz en el ánimo – declara Betancourt en México- hasta
que hayamos cumplido su aspiración.
Diego
Rivera hace un dibujo para enaltecerlo. Es una paloma desplegada de alas que
figurará juiciosamente en la parte superior de su cara en la portada de un
libro escrito a su memoria. Desde la clandestinidad, Carnevali escribe que Ruíz
Pineda ha ganado honrosamente la cumbre de los héroes. El dirigente comunista
Guillermo García Ponce lo llamará “ruiseñor de la libertad” Al escribir sobre
Leonardo, dirá Rómulo Gallegos: –el de la fina valentía y gozosa
audacia.
El
Nacional, La Esfera y Últimas
Noticias destacan los sucesos sin divulgar, por desconocer pormenores,
el nombre de los sicarios o la responsabilidad del gobierno. Con su habitual
maestría, el fotógrafo Villa entrega a su diario, El Nacional, una
foto macabra del líder tirado en el suelo y bañado en sangre.
Américo
Martín
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