Américo Martín 16 de enero de 2022
En
1950 culmino mis estudios de educación primaria. En septiembre de ese mismo año
entraré al Liceo Andrés Bello, cuyo prestigio toca el cielo. Está a la altura y
aún supera a los mejores planteles privados, en su mayoría religiosos: La
Salle, San Ignacio, San José de Tarbes, el Colegio Alemán (más tarde Humboldt).
La educación en institutos educativos oficiales era entonces excelente.
Brillaban también el Fermín Toro, el Luis Ezpelosin, el de Aplicación y la
estupenda Normal Miguel Antonio Caro, fuente de buenos maestros y de muy
importantes líderes políticos y educacionales.
Era
una educación de mucha calidad, democrática, civilista y participativa, que
había sido fuertemente impulsada por los gobiernos de Medina y Betancourt. El
presidente Medina concibió las Repúblicas Escolares y el de Betancourt las
masificó.
El Liceo Andrés Bello era un punto luminoso en mi modesto barrio. El Colegio Los Caobos, el Santa Rosa de Lima, donde mi madre ha puesto a estudiar a la “Nena”, el Liceo Andrés Bello y la Escuela Experimental de Venezuela eran cuatro destacados centros de enseñanza ubicados en El Conde.
Pero
todavía curso el primer año. Soy un “labista” de nuevo cuño. Encuentro a un
“paisano” de la comunidad de El Conde, a quien conozco casi por referencias
desde la infancia. En el liceo lo veo de nuevo. Estudia en la sección “A”. Nace
entre nosotros una buena amistad que se solidificará andando el tiempo. Es
Rómulo Henríquez.
Tiene
fama de político, al igual que Alfredo Maneiro, mi antiguo y efímero
condiscípulo margariteño del Colegio Los Caobos.
En el
colegio no se hablaba de política; en el liceo, mucho. El coronel Carlos
Delgado Chalbaud era el presidente de la Junta Militar que depuso a Gallegos.
Los
adecos y los comunistas eran los más aguerridos contra los militares golpistas.
Copei y URD conservaban estatus legal. Eso por cierto no les impedía ejercer la
crítica contra el régimen militar.
Se
organiza la plancha “Libre”. Maneiro es el candidato de los partidos ilegales,
y aunque como ya he dicho era adeco de “respiración”, sufragué por el PAL, la
plancha socialcristiana. Todo inducido por una compañera de sección que en
medio de requiebros me arranca el voto. Al final para nada, porque la muchacha
cargaba un novio y no tenía la intención de cambiarlo.
Lucho
–mi padre– ha construido una amplia quinta en Altamira con un enorme jardín de
grama natural a su lado. Ha puesto demasiado en esa obra, dirigida y
supervisada en sus detalles por él. Pero no tiene mentalidad capitalista. Sólo
aspira a repartir las casas a cada hijo, como ha prometido. Mientras tanto, lo
indispensable para viajar con María. Lo demás, sobra y molesta. Su futuro se
abre frente a sus ojos y guarda un milagroso parecido con el aventurero errar
por el mundo que trajo a Venezuela la familia trashumante comandada por su
padre, mi abuelo, el pater familiæ. Viajar y viajar hasta que el
cuerpo aguante. Así eran los vikingos. Así era Lucho.
Me
duele confesar que, llevado por la pasión revolucionaria, cometí el abuso
inmerecido de convocar varias reuniones políticas no exentas de peligro en
nuestra casa de Los Lagos. ¡Exponer a un hombre en cierto modo inocente como
Lucho a una represalia inesperada, me asalta como un amargo recuerdo del ciego
frenesí revolucionario que me embargaba!
Una de
las reuniones fue particularmente delicada: el secretariado ampliado del MIR
que en 1964 decidirá formalmente mover el partido a la guerra, se celebró en ese
lugar. Mi padre, con su irrenunciable alma de anfitrión, nos hizo llegar unas
cajas de cerveza fría. Solidario con su hijo, otra vez metido en la
clandestinidad, construyó una cueva secreta en una parte baja de la ladera de
la casa, al lado de donde había ubicado su extraño taller de trabajo. Pero
nadie descubriría el refugio. Estaba mágicamente escondido en una habitación
para huéspedes. Si se encendía una luz conectada con un switche arriba en la
sala de la casa principal, yo me metía en mi cueva y allí ni el más hábil de
los perseguidores podría haberme encontrado. Un señor que trabajaba para mi
padre, hombre fornido como pocos, me dijo una vez:
–Las
cosas que el señor Martín hace son bien difíciles de desarmar.
¿Qué
más puedo decir de ese personaje nada común, tan afectuoso con su familia y
amigos y sobre todo tan responsable? Puedo agregar algo con la ayuda del poeta,
pintor y narrador Francisco Massiani. El hombre era mago. Mago de trucos, por
supuesto, aunque a veces podía uno preguntarse si lo eran de veras. En la
tropilla dirigida por el pater familiæ en la ruta de Chile a
Cumaná, predominaba un toque histriónico. Representaron obras teatrales o se
retrataron como si lo hubieran hecho.
El
mago Lucho hacía con las manos pases “magnéticos” que maravillaban hasta a los
más escépticos. Ponía una caja de fósforos en el suelo y concentrando en ella
la mirada movía misteriosamente las manos. Sin haberla tocado físicamente la
caja se desplazaba ante el asombro colectivo.
–Fuerza
de voluntad, fuerza de voluntad repetía con grave voz, mientras el objeto se
animaba.
Los
presentes pasaban la mano para ver si había algún hilo minúsculo o si estaba
moviendo el suelo, pero era inútil: no había conexión física entre el mago y la
caja y en cuanto a mover el suelo, ni siquiera provocando un temblor de tierra.
Muchos
años después, entre conversaciones sobre barcos, viajes, poesía, pintura, Piedra
de Mar y tangencialmente la inefable política, Pancho y yo caemos en
el tema de Lucho, a quien conoció cuando su padre Felipe Massiani y él viajaron
con los míos en el barco inglés Reina del Pacífico. De Chile a
Venezuela. Había caído Pérez Jiménez, mis padres deseaban abrazarme en libertad
y Felipe y Pancho anhelaban regresar a respirar la democracia recuperada.
Pancho recuerda las artes mágicas de Lucho. Las había presenciado durante la
travesía, y me habla de sus frustrados intentos por descubrir el truco, si en
realidad se tratara de trucos.
–Movía
con el pensamiento los objetos, me explica Pancho todavía intrigado, yo
lo vi con mis propios ojos estando en el barco, in situ, hace más de cincuenta
años.
-Después
me encerraba en mi camarote para tratar de repetir aquello. Le daba, le daba,
la cabeza comenzó a dolerme, y nada. ¡Nunca se supo cómo hacía eso!
Es
cierto, nunca se supo y ahora, perdidos los detalles en el tiempo, menos se
sabrá.
Américo Martín
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