Marta de la Vega 19 de enero de 2022
La
primera vez que escuché su nombre fue gracias a mi admirada amiga, música destacada,
directora coral y orquestal de alcance internacional, colega de la Universidad
Simón Bolívar, María Guinand, hace ya varios años. Hildegarda, sin haber sido
formada musicalmente, compuso piezas sinfónicas, un drama litúrgico y cantos
originales, como afirma en un fragmento autobiográfico: “produje también
palabras y músicas de himnos de alabanza a Dios y los santos sin que nadie me
lo hubiera enseñado, y los canté, aun no habiendo aprendido a leer la música ni
a cantar”.
Nació Hildegarda en la llamada “edad oscura”, en el siglo XII; a pesar de la tendencia general, cuando las mujeres en su mayoría eran relegadas, oprimidas y silenciadas, ella sobresalió entre brillantes figuras femeninas, sin duda privilegiadas, como Isabel de Hungría (1207-1231), Ángela de Foligno (1208-1309), Gertrudis La Grande (1256-1302), Brígida de Suecia (1303-1373) y la propia santa Hildegarda (1098-1179), teóloga, proclamada Doctora de la Iglesia por el papa Benedicto XVI el 7 de octubre de 2012 y canonizada el 10 de mayo de ese mismo año.
Por
ser la última de 10 hermanos de la familia noble de Bermersheim, en la Renania,
fue considerada como “diezmo” para Dios y, desde su nacimiento, consagrada a la
vida religiosa, como imponía la mentalidad medieval. Ingresó formalmente a ella
desde los diez años, por voluntad, “con pesar, entre suspiros”, de sus padres,
según su propio testimonio, bajo la conducción de la condesa Judith de
Spanheim.
Jutta,
en su nombre germánico, orientó la educación monástica de la niña desde
entonces, en especial a partir de los 14 años cuando ingresó a un convento bajo
las reglas benedictinas, de la mano de su mentora, hasta la muerte de esta en
1136.
Fue
elegida entonces unánimemente abadesa del monasterio de Disibodenberg, donde se
encontraba. Según E. Gronau, que cita en su libro sobre Hildegarda a Guiberto
de Gembloux, su tercer biógrafo, “por lo que sabemos, tuvo que ser una abadesa
maravillosa”.
Y así
lo fue, durante cuarenta y tres años consecutivos. A partir de 1150, en la
nueva abadía aún en construcción, en Rupertsberg, de la ciudad de Bingen,
fundada y presidida por ella, después de superados muchos obstáculos incluso de
su superior del monasterio donde inició su vida religiosa, el abad Kuno, al
principio reticente a su partida. Cuenta Cristina Siccardi en su texto sobre la
monja mística y científica alemana, que la benedictina era extremadamente
racional; miraba siempre la verdad a la cara.
Refinada,
hasta en la escritura, que aprendió pese a que no se estilaba enseñarlo a las
mujeres y que le ponía en correcto latín su secretario hasta 1173, cuando
muere, el monje Wolmar, su elegancia y su porte destacaban. Fue, siguiendo a
Siccardi, fuerte y amable, paciente y práctica. Muy equilibrada, lograba
mantener la misma fuerza de ánimo tanto en los tiempos de alegría como en los
de sufrimiento. Agrega Siccardi: “No se dejaba intimidar por el reproche, ni
desviar por las alabanzas”.
Hildegarda
tuvo desde los tres años de edad visiones místicas “de una luz tal que mi alma
temblaba”. Una revelación divina la impulsó a escribirlas a partir de sus
cuarenta y dos años. En su primer texto, Scivias, “Conoce el
camino”, recoge en diez años de trabajo sus iluminaciones sobrenaturales.
Sorprende, en esta mujer endeble, frecuentemente extenuada por el cansancio, su
energía interior, creatividad, voluntad para investigar, conocer, profundizar y
descubrir, desde la fe; convertida en maestra, obligada a dar testimonio de la
presencia divina que se expresa por su voz, crece su prestigio como profetisa y
es buscada por altos prelados y pontífices.
Pese a
que, en sus propias palabras, siguiendo al biógrafo Gronau, ese don “procede de
una criatura mísera, que ha nacido de una costilla y no ha recibido la
instrucción de los filósofos”, predica en varias ciudades y combate las
herejías de su tiempo, en especial contra cátaros y valdenses. Critica sectores
de la vida eclesiástica y de la política, que corrompen y tergiversan el
sentido de su misión y no duda en amonestarlos por “lujuriosos y sedientos de
poder”. Tras años de luchas, consigue para su monasterio no solo la plena
propiedad, sino la total autonomía económica y espiritual.
A la
vez, por necesidad de atender la salud de las monjas bajo su cuidado, se dedicó
a conocer de agricultura, ganadería y pesca, de medicina y farmacéutica.
Estudiaba las plantas para su aplicación médica. Curaba con una visión
integradora, porque la salud, para ella, dependía tanto del cuerpo como del
espíritu, indisociables.
Propuso
más de dos mil recetas terapéuticas y cada caso, en función de la tipología de
la persona y la estación.
En
suma, en una época de agudas crisis, sin alardes ni alboroto, fue líder de su
comunidad “en este tiempo tibio de pusilánimes”. Gobernó e irradió su poder sin
arrogancia, como hoy las primeras ministras de Islandia, Taiwán o Nueva
Zelanda.
Marta
de la Vega
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico