Manuel Alcántara 24 de enero de 2022
Es una
evidencia indudable que la democracia representativa funciona con partidos
políticos. Su presencia a lo largo de dos siglos no hace sino reforzar esa
realidad que, no obstante, de vez en cuando se cuestiona. Entonces se habla de
crisis. Aunque la teoría sobre su naturaleza y funciones está mayoritariamente
basada en los casos europeos y norteamericano la presencia de los partidos en
América Latina es tan señera como la de aquellos.
En su devenir, los partidos tuvieron su razón de ser como conductos a través de los que efectuar la dimensión electoral de la política y, paralelamente, fungieron como depositarios de determinadas cosmovisiones que representaban las ideologías y su afán a la hora de proyectarlas canalizando demandas sociales. Pero, por encima de todo, debieron discernir si eran instituciones, es decir prácticas rutinizadas de comportamientos con arreglo a algún tipo de regla, o máquinas, esto es, puros y meros intermediarios sin añadir valor agregado al proceso político.
Lo que
ha cambiado son las formas de hacer política al unísono con las
transformaciones habidas en la sociedad desde inicios de siglo por el impulso
de las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información. Si el relato
siempre fue fundamental en toda forma de acción colectiva, la política nunca se
desentendió del mismo, de manera que ha estado presente en la configuración de
procesos relevantes que dieron paso a la creación de las naciones o de los
estados, así como a otros que tuvieron como hilo conductor grandes
revoluciones.
En
estos tres ámbitos los partidos fueron indudables canales movilizadores. A las
funciones clásicas de representación y de participación se unieron las de
agregación y de articulación de intereses a las que acompañó dos fundamentales
en tanto que generadores de nuevas identidades políticas y como ejecutores de
la acción de gobierno. En su interacción terminaron segregando al electorado
que se alineó siguiendo sus postulados engendrándose una relación de cierta
fidelidad y, sobre todo, de gestión de la responsabilidad por cuanto que el
electorado premiaba y castigaba las políticas ejecutadas por aquellos.
Pero
los cambios recientes que facilitan la expresividad inmediata de la gente han
hecho que el votante mediano tiende hoy, con mucha mayor facilidad, a emitir su
voto por razones emocionales o muy personales en las que su adscripción a
diferentes burbujas configuradas por las redes sociales puede ser determinante
y no desde la fría racionalidad, la pertenencia o la identidad ya que esta se
ha diluido enormemente y, además, resulta cada vez más inestable
Los
partidos siempre estuvieron al albur de, al menos, dos circunstancias: los
cambios que se daban en la sociedad y las transformaciones en las reglas del
juego político que se registraban por uno u otro motivo. Cada época y cada
país, en la lógica de su propio proceso, decantaron diferentes escenarios. En
América Latina, con las dificultades que siempre existen a la hora de la
homogeneización de un grupo de países muy dispares, los partidos son hoy
elementos clave de las democracias fatigadas de la región y, en este sentido,
acompañan al presidencialismo realmente existente donde las pulsiones para
alcanzar el poder les hace gozar de una instrumentalización vacía.
No se
trata tanto de los vacíos de la memoria cuanto del vaciamiento de sus funciones
clásicas y su mantenimiento forzado, bien porque gracias a los ordenamientos
legales siguen conservando el monopolio de la representación vinculada a ellos,
así como en lo atinente a la organización de las elecciones (para tramitar, por
ejemplo, los gastos electorales), como porque existe cierta dependencia
estructurada en quehaceres del pasado.
En un
marco institucional como es el presidencialista donde la elección recae en una
sola persona, lo que ahora sucede es que las campañas electorales propician la
creación de amplias coaliciones en las que se diluye el componente partidista
como se ha visto recientemente en Chile y se avizora en Colombia. Otro elemento
que se registra es la floración inusitada de un elevado número de candidaturas
que, como ocurre en Costa Rica para las elecciones del primer domingo de
febrero, llega al paroxismo con un número que asciende a 25.
Además,
también se registra el hecho de que desde el poder se construye el partido.
Como resultado, los partidos concitan escenarios en los que la prominencia de
una persona, que a veces no está identificada con ninguno desde el inicio, se
reconoce con un proyecto con características pluridimensionales, perfiles
programáticos difusos y una base social de apoyo muy heterogénea.
El
caso más clamoroso de las capturas partidistas “desde arriba” es el del
presidente Jair Bolsonaro que acaba de afiliarse al Partido Liberal (PL), una
fuerza de derecha exponente de la llamada “vieja política”, con el cual deberá
convivir el último año de su mandato para intentar la reelección en octubre
próximo. Lo irónico es que en algunos estados el PL es aliado del Partido de
los Trabajadores. Bolsonaro que estaba sin afiliación desde que rompió en 2019
con el Partido Social Liberal, por el cual fue electo en 2018, estuvo
afiliado a cinco partidos y no logró en 2020 reunir las firmas suficientes para
fundar Alianza por Brasil, como lo intentó junto con sus hijos.
La
consecuencia es un panorama de partidos que hace tiempo dejaron de ser instituciones
para configurarse como máquinas que operan en contextos donde la
polarización es el principal motor. No se trata de una dibujada en torno al
clásico eje ideológico que históricamente definió la política entre los polos
de la derecha y de la izquierda. Ahora, como refiere Mariano Torcal, la
polarización tiene un componente afectivo que es consecuencia de los
sentimientos encontrados, odios, amores y fobias generadas en torno a las
identidades colectivas que forman parte del acervo personal de la gente y que
no hace sino potenciarse en el seno de la sociedad digital.
Manuel
Alcántara
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