Francisco Fernández-Carvajal 19 de enero de 2022
@hablarcondios
—
Fidelidad, sin concesiones, a la doctrina revelada. El diálogo ecuménico ha de
basarse en el amor sincero a la verdad divina.
—
Exponer la doctrina con claridad.
— Veritatem
facientes in caritate, proclamar la verdad con caridad, con comprensión
siempre hacia las personas.
I. El Espíritu Santo impulsa a todos los cristianos a realizar múltiples esfuerzos para llegar a la plenitud de la unidad deseada por Cristo1. Es Él quien promueve los deseos del diálogo ecuménico para alcanzar esta unión. Pero este diálogo, para que tenga razón de ser, es necesario que tienda a la verdad y que se fundamente en ella. No consistirá, por tanto, en un simple intercambio de opiniones, ni en un mutuo acuerdo sobre la visión particular que cada uno tenga de los problemas que se presentan y de sus posibles soluciones. Por el contrario, el diálogo debe expresar con claridad y nitidez las verdades que Cristo dejó en depósito al Magisterio de la Iglesia, las únicas que pueden salvar; el diálogo debe explicar el contenido y el significado de los dogmas y, a la vez, fomentar en las almas un mayor deseo de seguir de cerca a Cristo, de santidad personal.
La
verdad del cristiano es salvadora precisamente porque no es el resultado de
profundas reflexiones humanas, sino fruto de la revelación de Jesucristo,
confiada a los Apóstoles y a sus sucesores, el Papa y los Obispos, y
transmitida por la Iglesia como por un canal divino, con la asistencia constante
del Espíritu Santo. Cada generación recibe el depósito de la
fe, el conjunto de verdades reveladas por Cristo, y lo transmite íntegro
a la siguiente, y así hasta el fin de los tiempos.
Guarda
el depósito a ti confiado2,
escribía San Pablo a Timoteo. Y comenta San Vicente de Lerins: «¿qué es el
depósito? Es lo que tú has creído, no lo que tú has encontrado; lo que
recibiste, no lo que tú pensaste; algo que procede, no del ingenio personal,
sino de la doctrina; no fruto de rapiña privada, sino de tradición pública. Es
una cosa que ha llegado hasta ti, que por ti no ha sido inventada; algo de lo
que tú no eres autor, sino guardián; no creador, sino conservador; no
conductor, sino conducido. Guarda el depósito: conserva limpio e
inviolado el talento de la fe católica. Lo que has creído, eso mismo permanezca
en ti, eso mismo entrega a los demás. Oro has recibido, oro devuelve; no
sustituyas una cosa por otra, no pongas plomo en lugar de oro, no mezcles nada
fraudulentamente. No quiero apariencia de oro, sino oro puro»3.
No
consiste el diálogo ecuménico en inventar nuevas verdades, ni en alcanzar un
pensamiento concordado, un conjunto de doctrinas aceptado por todos, después de
haber cedido cada uno un poco. En la doctrina revelada no cabe ceder, porque es
de Cristo, y es la única que salva. El deseo de unión con todos y la caridad no
puede llevarnos –dejaría de ser caridad– «a amortiguar la fe, a quitar las
aristas que la definen, a dulcificarla hasta convertirla, como algunos
pretenden, en algo amorfo que no tiene la fuerza y el poder de Dios»4.
El deseo de diálogo con los hermanos separados, y con todos aquellos que dentro
de la Iglesia se encuentran lejos de Cristo, nos ha de llevar a meditar con
frecuencia en el empeño que ponemos en la propia formación, en el conocimiento
adecuado de la doctrina revelada. Hoy, en la oración, podemos pensar en el
aprovechamiento de esos medios que tenemos a nuestro alcance para una formación
intensa y constante: lectura espiritual, dirección espiritual, retiros...
II. La
buena nueva que proclama la Iglesia es precisamente fuente de salvación, porque
es la misma verdad predicada por Cristo. «Consciente de ello, Pablo quiere
confrontar el propio anuncio con el de los otros Apóstoles, para asegurarse de
la autenticidad de su predicación (Gal 2, 10), y durante toda la
vida no dejó nunca de recomendar la fidelidad a las enseñanzas recibidas,
porque nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo (1
Cor 3, 11)»5.
La
verdad que hemos recibido del Señor es una, inmutable, íntegramente conservada
en los comienzos y a través de los siglos, y nunca será lícito relativizarla y
aceptar de ella lo que parezca conveniente, pues «cualquier atentado a la
unidad de la fe es un atentado contra Cristo mismo»6.
Tan profundamente convencido está San Pablo de esta verdad que sus
reconvenciones ante las pequeñas facciones que en aquella primera época iban
apareciendo son continuas. Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os
prediqué, que recibisteis, en el que os mantenéis firmes, y por el cual sois
salvados (...), pues os transmití en primer lugar lo que yo mismo recibí: que
Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y
que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que fue visto por Cefas, y
después por los Doce. Posteriormente se dejó ver por más de quinientos hermanos
a la vez, de los cuales muchos viven todavía, y algunos murieron7.
El
Apóstol anuncia a estos primeros cristianos que la doctrina que han de creer no
es una teoría personal de él ni de ningún otro, sino la doctrina común de
los Doce, testigos de la vida, muerte y resurrección de Cristo, de
quien a su vez la recibieron. El contenido de la fe –en los primeros tiempos y
ahora se halla resumido en el Credo, que tiene su origen en las
enseñanzas de Jesús, transmitidas, con la asistencia constante del Espíritu
Santo, por los Apóstoles. Este contenido no es una teoría abstracta acerca de
Dios, sino la verdad salvadora revelada por el Señor, que tiene consecuencias
prácticas y reales en nuestro modo de ser, de pensar, de trabajar, de actuar...
Por no ser un convenio humano o una doctrina inventada por hombres, «es
absolutamente necesario exponer con claridad toda la doctrina. Nada es tan
ajeno al ecumenismo –enseña el Concilio Vaticano II- como aquel falso irenismo
que desvirtúa la pureza de la doctrina católica y oscurece su sentido genuino»8.
El
verdadero objetivo del diálogo ecuménico, y también de todo diálogo apostólico,
está, pues, en buscar la comunión más perfecta con la verdad salvadora de
Cristo. El progreso en el conocimiento y aceptación de esta verdad necesita la
continua asistencia del Espíritu Santo, al que pedimos su luz en estos días, y
el estudio y la reflexión para entender y explicar cada vez de modo más claro
aquello mismo que nos reveló Jesucristo, y que se encuentra guardado como un
tesoro en el seno de la Iglesia Católica. Podemos comprender entonces –afirmaba
Pablo VI– por qué Ella, «ayer y hoy, da tanta importancia a la conservación
rigurosa de la revelación auténtica, la considera un tesoro inviolable, y tiene
una conciencia tan severa de su deber fundamental de defender y transmitir en términos
inequívocos la doctrina de la fe; la ortodoxia es su primera preocupación; el
magisterio pastoral, su función primaria y providencial (...); y la consigna
del apóstol Pablo: depositum custodi (1 Tim 6,
20; 2 Tim 1, 14), constituye para ella un compromiso tal, que
sería traición violar.
»La
Iglesia maestra no inventa su doctrina; ella es testigo, custodia, intérprete,
medio; y en lo que se refiere a las verdades propias del mensaje cristiano, se
puede decir que es conservadora, intransigente; y a quien solicita de ella que
haga su fe más fácil, más de acuerdo con los gustos de la mudable mentalidad de
los tiempos, le responde con los Apóstoles: non possumus, no
podemos (Hech 4, 20)»9.
Esta enseñanza nos sirve también en el apostolado personal con aquellos
católicos que querrían adecuar la doctrina, a veces exigente, a una situación
particular falta de exigencia y de espíritu de sacrificio, consustancial con el
seguimiento del Señor.
III. San
Pablo recordaba a los primeros cristianos de Éfeso que habían de
proclamar la verdad con caridad: veritatem facientes in caritate10,
y eso debemos hacer nosotros: con aquellos que ya están cerca de la plena
comunión de la fe y con quienes apenas tienen algún sentimiento
religioso. Veritatem facientes in caritate con quienes nos
vemos todos los días y con esas personas a las que encontramos incidentalmente
en alguna ocasión. Comprensivos, cordiales con las personas, sin ceder en la
doctrina. Es más, si por cualquier circunstancia hallamos un ambiente o debemos
estar con alguien que nos trata con frialdad, seguiremos el sabio consejo de
San Juan de la Cruz: «No piense otra cosa –exhortaba el Santo a una persona que
le pedía luz en medio de tribulaciones y dificultades– sino que todo lo ordena
Dios; y a donde no hay amor, ponga amor, y sacará amor...»11.
En lo pequeño y en lo grande, tendremos sobradas ocasiones de llevar este
consejo a la práctica. Y veremos muchas veces cómo, casi sin darnos cuenta,
hemos cambiado aquel ambiente hostil o indiferente.
La
verdad ha de presentarse en su integridad, sin falsos compromisos, pero de una
manera amable; nunca agria ni molesta, ni impuesta a la fuerza o con violencia.
Con independencia de que alguien esté o no equivocado, aun cuando se le haga
una crítica legítima, toda persona tiene derecho a que se la mire con respeto,
a que se valore lo que siempre hay de positivo en sus ideas o en su conducta.
No debemos juzgar a nadie, y mucho menos condenar. La misma caridad que nos
impulsa a mantenernos firmes en la fe, nos lleva también a querer a las
personas, a comprender, a disculpar, a dejar actuar a la gracia de Dios, que no
fuerza ni quita la libertad de las almas.
La
comprensión nos lleva a querer saciar la necesidad más grande del corazón humano:
la aspiración a la verdad y a la felicidad, que Dios ha impreso en cada
criatura. Son diferentes las circunstancias en que cada uno se encuentra y el
grado de verdad que ha alcanzado; y para que todos lleguen a la plenitud de la
fe, nuestro cariño y nuestra amistad pueden servir como un puente del que
muchas veces se vale Dios para entrar más hondamente en esas almas.
Si le
pedimos su ayuda, Nuestra Señora nos enseñará a tratar a cada uno como
conviene: con infinito cariño y respeto para con su persona, con inmenso amor
por la verdad, que no nos llevará, por falsa comprensión, a ceder en la
doctrina.
1 Cfr. Conc. Vat. II,
Decr. Unitatis redintegratio, 4. —
2 1
Tim 6, 20. —
3 San
Vicente de Leríns, Commonitorio, 22. —
4 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 456. —
5 Juan
Pablo II, Homilía 25-1-1987. —
6 Ibídem.
—
7 1
Cor 15, 1-6. —
8 Conc.
Vat. II, loc. cit., 11. —
9 Pablo
VI, Audiencia general 19-1-1972. —
10 Ef 4,
15. —
11 San
Juan de la Cruz, A la M. María de la Encarnación,
6-VII-1591.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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