Francisco Fernández-Carvajal 22 de enero de 2022
@hablarcondios
— Oír
con fe y devoción la Palabra de Dios. La lectura del Evangelio. La
ignorancia, «el mayor enemigo de Dios en el mundo».
— La
formación del cristiano continúa durante toda su vida. Necesidad de una buena
formación.
—
Tiempo y constancia para adquirir la buena doctrina. La lectura espiritual.
I. La Primera lectura de la Misa1 nos narra con gran emotividad la vuelta a Judea del pueblo elegido, después de tantos años de destierro en Babilonia. En suelo judío, un sacerdote, Esdras, explica al pueblo el contenido de la Ley que habían olvidado en aquellos años pasados en «tierra extraña». Leyó el libro sagrado desde el amanecer hasta el medio día, y todos, de pie, seguían atentamente las enseñanzas, y el pueblo entero lloraba. Es un llanto en el que se mezclan la alegría por reconocer de nuevo la Ley de Dios, y la tristeza porque su anterior olvido de la Ley les acarreó el destierro.
Cuando
nos congregamos para participar en la Santa Misa escuchamos de pie, en actitud
de vigilia, la Buena Nueva que siempre nos trae el Evangelio. Hemos de oírlo
con una disposición atenta, humilde y agradecida, porque sabemos que el Señor
se dirige a cada uno en particular. «Nosotros –escribía San Agustín– debemos
oír el Evangelio como si el Señor estuviera presente y nos hablase. No debemos
decir: “felices aquellos que pudieron verle”. Porque muchos de los que le
vieron le crucificaron; y muchos de los que no le vieron creyeron en Él. Las
mismas palabras que salían de la boca del Señor se escribieron y se guardaron y
conservaron para nosotros»2.
Solo
se ama a quien se conoce; por eso, muchos cristianos dedican además, cada día,
unos minutos a leer y meditar el Santo Evangelio, que nos conduce como de la
mano al conocimiento y a la contemplación de Jesucristo. Nos enseña a verlo
como lo vieron los Apóstoles, a observar sus reacciones, su modo de
comportarse, sus palabras llenas siempre de sabiduría y autoridad; nos lo
muestra compasivo ante la desgracia en unas ocasiones, santamente enfadado en
otras, comprensivo con los pecadores, firme ante los fariseos falsificadores de
la religión, lleno de paciencia con aquellos discípulos que no entienden muchas
veces el sentido de sus palabras...
Nos
sería muy difícil amar a Jesucristo, conocerle de verdad, si no escucháramos
frecuentemente la Palabra de Dios, si no leyéramos con atención, cada día, el
Santo Evangelio. Esa lectura –quizá unos pocos minutos– alimenta nuestra
piedad.
Al
terminar el sacerdote cada una de las lecturas de la Sagrada Escritura,
dice: Palabra de Dios. Y todos los fieles contestan: ¡Te
alabamos, Señor! Y ¿cómo le alabamos? El Señor no se contenta con
nuestras palabras: quiere también una alabanza con obras. No podemos
arriesgarnos a olvidar la ley de Dios, a que las enseñanzas de la Iglesia
queden en nosotros como verdades difusas e inoperantes, o conocidas solo
superficialmente; eso supondría para nuestra vida un destierro mucho más amargo
que el de Babilonia. El gran enemigo de Dios en el mundo es la ignorancia, «que
es causa y como raíz de todos los males que envenenan los pueblos y perturban a
muchas almas»3.
Y
sabemos bien que el mal que afecta a gran número de cristianos es la falta de
formación doctrinal. Es más, muchos están inficcionados del error, enfermedad
más grave que la misma ignorancia. ¡Qué pena si nosotros, por falta de la
necesaria doctrina, no supiéramos darles a conocer a Cristo y la luz necesaria
para que comprendan sus enseñanzas!
II. En
la Misa de hoy leemos el comienzo del Evangelio de San Lucas4,
quien nos dice que ha resuelto poner por escrito la vida de Cristo para que
conozcamos la solidez de las enseñanzas que hemos recibido. La obligación de
conocer con profundidad la doctrina de Jesús, cada uno según las circunstancias
de su vida, atañe a todos y dura mientras continúe nuestro caminar sobre la
tierra. «El crecimiento de la fe y de la vida cristiana, y más en el contexto
adverso en que vivimos, necesita un esfuerzo positivo y un ejercicio permanente
de la libertad personal. Este esfuerzo comienza por la estima de la propia fe
como lo más importante de nuestra vida. A partir de esta estima nace el interés
por conocer y practicar cuanto está contenido en la fe en Dios y el seguimiento
de Cristo en el contexto complejo y variante de la vida real de cada día»5.
Nunca hemos de considerarnos con la suficiente formación, nunca deberemos
conformarnos con el conocimiento de Jesucristo y de sus enseñanzas que hayamos
adquirido. El amor pide siempre conocer más de la persona amada. En la vida
profesional, un médico, un arquitecto o un abogado, si son buenos
profesionales, no dan por terminado su estudio al acabar la carrera: siempre
están en continua formación. Lo mismo ocurre con el cristiano. También a la
formación doctrinal se le puede aplicar aquella sentencia de San Agustín:
«¿Dijiste basta? Pereciste»6.
La
calidad del instrumento –eso somos todos: instrumentos en manos de Dios– puede
mejorar, desarrollar nuevas posibilidades. Cada día podemos amar un poco más y
ser más ejemplares. Esto no lo conseguiremos si nuestro entendimiento no recibe
continuamente el alimento de la sana doctrina. «No sé cuántas veces me han
dicho –comenta un autor de nuestros días– que un anciano irlandés que no sepa
más que rezar el Rosario puede ser más santo que yo, con todos mis estudios. Es
muy posible que así sea; y, por su propio bien, espero que así sea. No
obstante, si el único motivo para hacer tal afirmación es el de que sabe menos
teología que yo, ese motivo no me convence; ni a mí ni a él. No le convencería
a él, porque todos los ancianos irlandeses con devoción al Santo Rosario y al
Santísimo que he conocido (...) estaban deseosos de conocer más a fondo su fe.
No me convencería a mí, porque si bien es evidente que un hombre ignorante
puede ser virtuoso, es igualmente evidente que la ignorancia no es una virtud.
Ha habido mártires que no hubieran sido capaces de enunciar correctamente la
doctrina de la Iglesia, siendo el martirio la máxima prueba de amor. Sin
embargo, si hubieran conocido más a Dios, su amor hubiera sido mayor»7.
La
llamada «fe del carbonero» (lo creo todo, aunque no sepa qué es) no es
suficiente para el cristiano que, en medio del mundo, encuentra cada día
confusión y falta de luz en cuanto a la doctrina de Jesucristo –la única
salvadora– y a los problemas éticos, nuevos y antiguos, con que se tropieza en
el ejercicio de su profesión, en la vida familiar, en el ambiente en que se
desarrolla su vida.
El
cristiano debe conocer bien los argumentos que le permitan contrarrestar los
ataques de los enemigos de la fe y saber presentarlos de forma atrayente (no se
gana nada con la intemperancia, la discusión y el malhumor), con claridad (sin
poner matices donde no los puede haber) y con precisión (sin dudas ni
titubeos).
La «fe
del carbonero» puede salvar quizá al carbonero, pero en otros cristianos la
ignorancia del contenido de la fe significa generalmente falta de fe, desidia,
desamor: «frecuentemente la ignorancia es hija de la pereza», repetía San Juan
Crisóstomo8. Es de gran importancia en la lucha contra la incredulidad
poseer un conocimiento preciso y completo de la teología católica. Por eso
«cualquier chico bien instruido en el Catecismo es, sin él
sospecharlo, un auténtico misionero»9.
Con el estudio del Catecismo, verdadero compendio de la fe, y de
las lecturas que nos aconsejen en la dirección espiritual, combatiremos la ignorancia
y el error en muchos lugares y en muchas personas, que podrán hacer frente a
tantas doctrinas falsas y a tantos maestros del error.
III. La
buena formación requiere tiempo y constancia. La continuidad ayuda a comprender
y a incorporar, a hacer vida propia la doctrina que llega a nuestro
entendimiento. Para eso, debemos procurar, en primer lugar, que los canales
estén expeditos y circule por ellos la sana doctrina: dedicar el interés
necesario a nuestra formación, convencidos de la trascendental importancia que
tiene para nosotros cuidar con esmero la práctica de la lectura
espiritual, de acuerdo a un plan bien orientado, de modo que su contenido
deje continuo poso en nuestra alma.
Se ha
dicho que para curar a un enfermo basta ser médico; no es preciso contraer la
misma enfermedad. Nadie debe ser «tan ingenuo como para pensar que, si se
quiere tener formación teológica, es necesario tomarse todo tipo de
brebajes..., aunque sean emponzoñados. Esto es de sentido común, no solo de
sentido sobrenatural, y la experiencia de cada uno podría corroborarlo con
muchos ejemplos»10.
Por este motivo, pedir consejo en las lecturas de libros es
parte importante de la virtud de la prudencia, de modo muy particular si se
trata de libros teológicos o filosóficos, que pueden afectar esencialmente a
nuestra formación y a la misma fe. ¡Qué importante es acertar en la lectura de
un libro! Pero esta importancia se acrecienta en aquellos libros que
específicamente deben estar destinados a la formación de nuestra alma.
Si
somos constantes, si cuidamos aquellos medios por los que nos llega la buena
doctrina (lectura espiritual, retiros, círculos de estudio, charlas de
formación, dirección espiritual...), nos encontraremos, casi sin darnos cuenta,
con una gran riqueza interior que incorporaremos poco a poco a nuestra vida.
Por otra parte, cara a los demás nos hallaremos, como el labriego, con el cesto
de la siembra repleto ante el campo en barbecho dispuesto a recibir la buena
semilla, pues aquello que recibimos es útil para nuestra alma y para
transmitirlo a otros. La semilla se pierde cuando no se hace fructificar, y el
mundo es un inmenso surco en el que Cristo quiere que sembremos su doctrina.
1 Neh 8,
2-6; 8-10. —
2 San
Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 30.
—
3 Juan XXIII,
Enc. Ad Petri cathedram, 29-VI-1959. —
4 Lc 1,
1-14; 4, 14-21. —
5 Conferencia
Episcopal Española, Testigos del Dios vivo, 28-VI-1985, 29.
—
6 San
Agustín, Sermón 169, 18. —
7 F.
J. Sheed, Teología para todos, Palabra, 8ª ed. Madrid 2002.
—
8 San
Juan Crisóstomo, en Catena Aurea, vol. III, p. 78. —
9 Card.
J. H. Newman, Sermón en la inauguración del
Seminario de S. Bernardo, 3-X-1873. —
10 Cfr. P.
Rodríguez, Fe y vida de fe, p. 162.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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