Francisco Fernández-Carvajal 19 de junio de 2022
@hablarcondios
— La
soberbia tiende a ver aumentadas las faltas ajenas y a disminuir y excusar las
propias. Evitar los juicios negativos sobre los demás.
—
Aceptar a las personas como son, con sus defectos. Ayudar con la corrección
fraterna.
— La
crítica positiva.
I. En
cierta ocasión, el Señor advirtió a los que le escuchaban: ¿Por qué te
fijas en la mota del ojo de tu hermano, y no ves la viga que hay en el tuyo? O
¿cómo vas a decir a tu hermano: deja que saque la mota de tu ojo, cuando tú
tienes una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y
entonces podrás sacar la mota del ojo de tu hermano1.
Una manifestación de humildad es evitar el juicio negativo, y frecuentemente
injusto, sobre los demás.
Por nuestra soberbia personal, las faltas más pequeñas que afectan a otros se ven aumentadas, mientras que, por contraste, los mayores defectos propios tienden a disminuirse y a justificarse. Es más, la soberbia tiende a proyectar en los demás lo que en realidad son imperfecciones y errores de uno mismo. Por eso aconsejaba sabiamente San Agustín: «Procurad adquirir las virtudes que creéis que faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus defectos, porque no los tendréis vosotros»2.
La
humildad, por el contrario, ejerce positivamente su influjo en una serie de
virtudes que permiten una convivencia humana y cristiana. Solo la persona humilde
está en condiciones de perdonar, de comprender y de ayudar, porque solo ella es
consciente de haber recibido todo de Dios, y conoce sus miserias y lo
necesitada que anda de la misericordia divina. De ahí que trate a su prójimo
–también a la hora de juzgar– con comprensión, disculpando y perdonando cuando
sea necesario. Por otra parte, nuestra visión de las acciones de otros será
siempre muy limitada, pues solo Dios penetra en las intenciones más íntimas,
lee en los corazones y da el verdadero valor a todas las circunstancias que
acompañan a una acción.
Debemos
aprender a excusar los defectos, quizá patentes e innegables, de quienes
tratamos a diario, de tal manera que no nos separemos de ellos ni dejemos de
apreciarlos a causa de sus fallos o incorrecciones. Aprendamos del Señor, que
«no pudiendo de ninguna forma excusar el pecado de quienes le habían puesto en
la cruz, trata sin embargo de aminorar la malicia, alegando su ignorancia.
Cuando no podamos nosotros excusar el pecado, juzguémosle a lo menos digno de
compasión, atribuyéndolo a la causa más tolerante que pueda aplicársele, como
lo es la ignorancia o la flaqueza»3.
Si nos
ejercitamos en ver las cualidades del prójimo, descubriremos que esas
deficiencias en su carácter, esas faltas en su comportamiento son, de
ordinario, de escaso relieve en comparación con las virtudes que posee. Esta
actitud positiva, justa, ante quienes tratamos habitualmente, nos ayudará mucho
a acercarnos más al Señor, pues creceremos en mortificación interior, en
caridad y en humildad. «Procuremos siempre –aconsejaba Santa Teresa– mirar las
virtudes y cosas buenas que viéremos en los otros, y tapar sus defectos con
nuestros grandes pecados. Es una manera de obrar que, aunque luego no se haga
con perfección, se viene a ganar una gran virtud, que es tener a todos por
mejores que nosotros, y comiénzase a ganar por aquí el favor de Dios»4.
Ante
las deficiencias de los demás, incluso ante los mismos pecados externos
(murmuraciones, faltas de laboriosidad...), hemos de adoptar una actitud
positiva: rezar en primer lugar por ellos, desagraviar al Señor, ejercitar la
paciencia y la fortaleza, quererles y apreciarles más, porque más lo necesitan;
ayudarles lealmente con la corrección fraterna.
II. El
Señor no despidió a los Apóstoles ni dejó de apreciarlos porque tuvieran
defectos. Estos han quedado bien reflejados en los Evangelios: en aquellos
primeros momentos de su entrega al Señor, a veces vemos que se mueven por
envidia, que tienen sentimientos de ira, que ambicionan los primeros
puestos...; en esas ocasiones el Maestro les corrige con delicadeza, tiene
paciencia con ellos y no deja de quererles. Enseña a quienes iban a ser los
transmisores de su doctrina algo vital, en la familia, en el trabajo... en la
Iglesia entera: el ejercicio, con obras, de la caridad.
Amar a
los demás, con sus defectos también, es cumplir la Ley de Cristo, pues toda
la Ley se resume en un solo precepto, en este: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo5, y no dice este mandamiento de Jesús que se ha de amar solo a
quienes carecen de defectos o a quienes tienen determinadas virtudes. El Señor
nos pide que sepamos apreciar en primer lugar, porque la caridad es ordenada, a
quien Dios ha puesto a nuestro lado por razones de parentesco, de trabajo, de
amistad, de vecindad... Esta caridad tomará acentos y notas particulares según
los lazos que nos unan, pero en todo caso nuestra actitud ha de ser siempre
abierta, amistosa, con deseos de ayudar a todos. Y no se trata de vivir esta
virtud con personas ideales, sino con quienes habitualmente convivimos,
trabajamos o encontramos en la calle a la hora de mayor tráfico, o cuando los
transportes públicos van sobrecargados. A veces nos hallaremos –quizá en el
mismo hogar, en la misma oficina– a personas que tienen mal carácter o están
algo enfermas o cansadas, o son egoístas y envidiosas... Se trata de convivir,
de apreciar y de ayudar a esas personas concretas y reales.
Ante
las faltas del prójimo, la respuesta del cristiano es comprender, rezar y,
cuando sea oportuno, ayudar a través de la corrección fraterna, que
recomendó el mismo Señor6 y
que se vivió desde siempre en la Iglesia.
Esta
ayuda fraterna, por ser fruto de la caridad, ha de hacerse humildemente, sin
herir, a solas, de forma amable y positiva, haciendo comprender a ese amigo, a
ese colega, que aquello daña a su alma, al trabajo, a la convivencia, a su
debido prestigio humano. El precepto evangélico supera con mucho el plano
meramente humano de las convenciones sociales y de la misma amistad si se funda
solo en criterios exclusivamente humanos. Es una muestra de lealtad humana, que
evita toda crítica o murmuración a espaldas del interesado. ¿Nos comportamos
así nosotros? ¿Ejercitamos de hecho esta recomendación que tiene su origen en
el mismo Cristo?
III. Si
tomamos como norma habitual no estar pendientes de la mota en el ojo
ajeno, nos será fácil no hablar mal de nadie. Si en algún caso tenemos la
obligación de emitir un juicio sobre una determinada actuación, sobre el
proceder de alguien, haremos esa valoración en la presencia del Señor, en la
oración, purificando la intención y cuidando las normas elementales de
prudencia y de justicia. «No me cansaré de insistiros –solía repetir San
Josemaría Escrivá– en que, quien tiene obligación de juzgar, ha de oír las dos
partes, las dos campanas. ¿Por ventura nuestra ley condena a nadie sin
haberle oído primero y examinado su proceder?, recordaba Nicodemo, aquel
varón recto y noble, leal, a los sacerdotes y fariseos que buscaban perder a
Jesús»7.
Y si
tenemos que ejercer la crítica, esta ha de ser siempre constructiva, oportuna,
salvando siempre a la persona y sus intenciones, que no conocemos sino
parcialmente. La crítica del cristiano es profundamente humana, no hiere y
conserva incluso la amistad de quienes nos son contrarios, porque se manifiesta
llena de respeto y de comprensión. El cristiano, por honradez humana, no juzga
lo que no conoce, y cuando emite un juicio sabe que este debe tener siempre
unos requisitos de tiempo, de lugar y con los matices oportunos, sin lo cual se
podría convertir con facilidad en detracción o difamación. Por caridad, y por
honradez, tendremos cuidado de no convertir en juicio inamovible lo que ha sido
una simple impresión, o en transmitir como verdad el «se dice» o la simple
noticia sin confirmar, y que quizá nunca se confirme, que daña la reputación de
una persona o de una institución.
Si la
caridad nos lleva a ver los defectos de los demás solo en un contexto de
virtudes y de cualidades positivas, la humildad nos conduce a descubrir tantos
errores y defectos en nosotros mismos que nos moverán, sin pesimismos, a pedir
perdón al Señor, a comprender que los demás tengan alguno y a poner empeño por
mejorar. Y, para esto, debemos aprender a recibir y a aceptar la crítica
honrada de esas personas que nos conocen y aprecian. «Signo cierto de grandeza
espiritual es saber dejarse decir las cosas: recibirlas con alegría y
agradecimiento»8.
Por el contrario, es propio de personas que se dejan llevar por la soberbia no
tolerar ninguna advertencia, la excusa o la reacción contra quien, llevado de
la caridad y de la mejor amistad, les quiere ayudar a superar un defecto o a
evitar que repitan un mal proceder.
Entre
los muchos motivos para dar gracias a Dios, ojalá podamos contar también con el
de tener personas a nuestro lado que sepan decirnos oportunamente lo que
hacemos mal y lo que podemos y debemos hacer mejor, en una crítica amiga y
honesta.
La
Virgen Santa María siempre supo decir la palabra adecuada; jamás murmuró,
muchas veces guardó silencio.
1 Mc 7,
3-5. —
2 San
Agustín, Comentarios sobre los salmos, 30, 2, 7. —
3 San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 28.
—
4 Santa
Teresa, Vida, 13, 6. —
5 Gal 5,
14. —
6 Mt 18,
15-17. —
7 San
Josemaría Escrivá, Carta 29-IX-1957. —
8 S.
Canals, Ascética meditada, p. 120.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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